Los verdaderos triunfadores fueron Ekaterina Semenchuk y la orquesta de Les Arts, aunque los mayores aplausos fueron para Plácido Domingo
VALENCIA. La temporada de abono en el Palau de les Arts se abrió con el Macbeth de Verdi, en una producción del Festival de Salzburgo (2011) adaptada en el mismo año para la Ópera de Roma. Lleva la firma de Peter Stein, uno de los monstruos sagrados del teatro en Alemania. Stein tiene también experiencia en la ópera, con especial dedicación a los títulos verdianos: además de Macbeth, ha dirigido Don Carlo, Simon Boccanegra, Aida y Falstaff.
El montaje de Macbeth fue criticado en su día por una supuesta falta de imaginación que habría impedido aprovechar mejor el tema de la ambición de poder. A partir de un minimalismo radical, el escenario viste de negro de arriba abajo, y sólo un rectángulo del fondo se ilumina con figuras, sombras o colores donde predomina el rojo. Un cubo –negro también- es el espacio simbólico donde tienen lugar pesadillas y asesinatos. El coro y los figurantes introducen algo de humanidad en esa escenografía de dolor y muerte. En realidad, se trata de una cámara oscura donde sólo los personajes desarrollan la tragedia. Ayudados por la música, naturalmente. No se producen aquí choques con lo explicitado en el libreto, y, a la vez, el núcleo del drama –la ambición de poder- trasciende a cualquier coordenada de tiempo y lugar.
Quizá la unión de Shakespeare y Verdi no necesite mucho más, al menos en este caso. Respecto a Macbeth, Stein declaró en 2011 que “es un análisis muy lúcido sobre las dinámicas del poder usurpado. Macbeth y la Lady son figuras de hombres y mujeres, como las que hay ahora y ha habido en el pasado, que quieren llegar al poder atropellando todas las reglas, dando vía libre a su vena criminal, y creando en torno a ellos el desastre. Y es significativo que, cuando pierden el poder, sucumben”.
En cuanto a la fidelidad de Verdi respecto a la tragedia de Shakespeare –en adaptación de Francesco Maria Piave y Andrea Maffei- Stein manifiesta que permanece evidente la psicología de los dos protagonistas “uno que es consciente de los crímenes que se apresura a realizar [pero que está] siempre tendente a reflexionar, a echarse atrás, y eso le lleva cerca del delirio, con visiones del puñal ensangrentado y del fantasma de Banco que, sin embargo, lo protegen de la auténtica locura. [Locura] que, por el contrario, golpea a Lady Macbeth, personaje siempre decidido y firme, que nunca tiene estas visiones, pero que al final enloquece de verdad y tiene una muerte que es una especie de implosión”. Lo cierto es que la limpieza de la geometría y -contrastando con ella- la abrumadora presencia del negro y el rojo, proporcionaron un espacio bien adecuado para esta evolución. Algunas otras soluciones, por el contrario, gustaron menos, como esas referencias al bosque con el coro y los figurantes portando ramas, la sustitución de las brujas por actores que hacen playback mientras un coro femenino canta a su alrededor, o las apariciones saliendo directamente de la marmita, con un tono tan naïf que provoca la sonrisa en un contexto poco propicio a ella.
Respecto a las versiones de Macbeth que hizo Verdi, se representó en Valencia la misma combinación que en la Ópera de Roma, donde Riccardo Muti utilizó la segunda (1865), pero con el final de la de 1847. En esta el protagonista muere sobre el escenario, cantando un aria donde lamenta un destino manchado por la sangre. Tanto en Shakespeare como en la última versión de Verdi, Macbeth, por el contrario, sale de escena mientras lucha con Macduff, que lo mata y regresa triunfante para cantar, junto a Malcolm y el pueblo, la victoria de Escocia y del rey legítimo frente a la tiranía.
La presencia de Plácido Domingo consiguió, como de costumbre, llenar el teatro y enloquecer al público más incondicional. Pero su actuación en este papel muestra, de nuevo, la realidad de un tenor que, por la edad, ha perdido los agudos, pero que no posee ni el color ni la profundidad en los graves de un buen barítono. Le queda como consuelo una franja central todavía muy hermosa y que nadie atribuiría a un cantante de 74 años. Sí que son perceptibles los problemas de fiato al frasear, y la pérdida de potencia, muy patente en los dúos con Semenchuk o con la orquesta en forte. El aria final (“Mal per me che m’affidai ne’ presagi dell’ inferno”), de la versión de 1847, le vino de perlas: estando ya herido de muerte pudo “decirla” más que cantarla sin perder credibilidad, y lo cierto es que la dijo muy bien. En cualquier caso, su agenda está repleta, y no parece tener intención de dejarlo. Domingo conserva bien, asimismo, su capacidad para encarar el recitativo, fundamental en una ópera donde Verdi empieza a desdibujar las fronteras entre los números y a dibujar un trazo continuo que los liga entre sí.
Lo mejor de la noche fueEkaterina Semenchuk como Lady Macbeth. La mezzosoprano rusa cantó también un papel que no es de su cuerda, pero su voz linda con la de soprano dramática para el que fue pensado. En su caso se resolvieron bien las exigencias del personaje, a pesar de alguna tirantez en las notas más altas y en la coloratura de la escena del banquete. Una escena, por cierto, que puede verse como germen lejano del brindis en la Traviata, donde las sopranos (que necesitan una voz con cuerpo para afrontar el dramatismo del último acto) empiezan a pasárselo mal con las agilidades requeridas, y calientan motores para el temible Sempre libera. En cualquier caso, y al margen de la tipología vocal, hay ya algo del futuro brindis (Traviata es de 1853) cuando Lady Macbeth levanta la copa e insta a los invitados a disfrutar de la vida (“si colmi il calice di vino eletto; nasca il diletto, muoia il dolor”). A pesar de que, en este caso, todo es mentira.
La voz de Semenchuk fue aumentando en homogeneidad de registros y en vertientes expresivas –agresividad, apianamento reflexivo, poderío, desconcierto- a medida que avanzaba la velada, llegando a la escena de la locura con una completa asunción del personaje, cuya razón se ha perdido en medio de la ambición y de los crímenes. En ese momento la orquesta, que había brillado desde el principio, llenó de emoción la sala con las cuerdas entonando un pasaje hermosísimo donde parece compadecerse a la protagonista, a pesar de su maldad. Es la ausencia de maniqueísmo lo que hace creíbles a los personajes de Verdi, siempre humanos hagan lo que hagan. Henrik Nánási, que ya dirigió la pasada temporada a la orquesta en El castillo del duque Barbazul, es una de esas batutas que convienen a la agrupación, pues, entre otras habilidades, revela facilidad para la transmisión emocional, y la orquesta de Les Arts tiene un fino olfato para responder a tales estímulos. Nánási estuvo muy pendiente, además, de los cantantes, y sólo se echó en falta, en algún momento, un mayor control del volumen en el escenario.
Banco, por Alexander Vinogradov, sirvió su parte con una voz rotunda y potente, quizá con demasiado peso para este papel. Giorgio Berrugi (Macduff) lució un instrumento luminoso y de registros igualados, aunque tuvo pequeños fallos de afinación. Entre los comprimarios destacaron Federica Alfano (dama de Lady Macbeth) y Lluís Martínez (médico), perteneciente este último al Cor de la Generalitat. Los niños de la Escolanía que cantaron como apariciones (Josep de Martín y Héctor Francés) cumplieron perfectamente como cantantes, y los otros trece, en calidad de figurantes, actuaron con desenvoltura, añadiéndose un plus de dramatismo cuando trajeron a escena, asesinados también por orden de Macbeth, a los hijos de Macduff.
El público salió muy contento de la sala, porque el espectáculo funcionó muy bien a pesar de las carencias de Domingo. Está casi todo vendido en las cinco funciones restantes, y eso que la pretemporada, con sus precios populares, ya terminó.