VALÈNCIA. Se acaba de publicar Nos vemos en el baño, libro firmado por la periodista Lizzy Goodman, y que habla de la eclosión artística que tuvo lugar en Nueva York en el 2000. Un resurgir creativo ligado al renacer del rock en el ámbito indie y que contagió a otras ciudades durante los siguientes diez años.
Lo que ocurrió en Nueva York a principios de la década de dosmil fue el último resplandor de la música pop antes que el siglo cambiara realmente. Algo que tuvo lugar antes de que esa franja temporal, que va desde el 11-S hasta la instauración definitiva de internet como fuente absoluta de información, empezara a definir una nueva era. Parece que ha pasado un siglo pero solamente han transcurrido 10 o 15 años. Y sin embargo, nada es igual a como lo fue antes. Aquel renacer creativo fue el último fenómeno pop a nivel colectivo con una repercusión a nivel global, o algo por el estilo. Nos vemos en el baño cuenta esa historia, la última de esa naturaleza con la que he podido identificarme. Supongo que la edad tiene mucho que ver con esto, pero la irrupción por todo lo alto de de The Strokes me gustó más por lo que implicaba que por lo que era. Recuerdo los encendidos debates del momento, siempre alrededor de una cuestión central: ¿Son los Strokes para tanto? A mí siempre me parecieron el grupo que aparece en el momento perfecto en el momento adecuado. Lo cual no es una apreciación negativa. Su primer disco tiene todos los ingredientes para ser considerado un clásico, porque, por encima de todo, conectó con una nueva generación.
Lo que más me gustaba de toda escena de la que habla Lizzy Goodman en Nos vemos en el baño, es que reivindicaba cosas que hasta entonces parecían no importarle mucho a nadie. No me refiero a The Strokes, que se vestían como The Cars en 1979 y sonaban como si hubiesen estado escuchando en bucle maquetas de Television y el primer álbum en solitario de Lou Reed. Me refiero por ejemplo a grupos como Yeah Yeah Yeahs, mucho menos previsibles en su propuesta. Con Karen O al frente, el trío recogía las enseñanzas de grupos que iban desde The Cramps a Siouxsie, envolviendo su discurso con ese toque a la neoyorquina que ha marcado siempre una diferencia. Lydia Lunch, una de las artistas pioneras en esa escena, opina que estas bandas eran odiosas, empezando por Yeah Yeah Yeahs. Niños bien jugando a ser artistas en barrios como Williamsburg, Brooklyn, a punto entonces de ceder ante la gentrificación. Lydia, como sus compañeros del CBGB, crecieron en una época en la que podías encontrarte con un muerto caminando por el Bowery. Eran otros tiempos, sí, pero es que los tiempos cambian.
Nos vemos en el baño intenta, en cierto modo, replicar el planteamiento de Por favor, mátame, de Legs McNeil y Gillian McCain. Este fue el libro que en 1996 revisó todos los mitos del rock neoyorquino, de Velvet Underground a Ramones pasando por Iggy Pop y New York Dolls, dándole voz de manera coral tanto a varios de sus protagonistas como a actores secundarios. El resultado fue un texto fascinante, por la época que retrata, por sus personajes y porque todo en él hablaba de un momento irrepetible. Incluso el exceso de cotilleos innecesarios resulta excusable dado el contexto. En Nos vemos en el baño todo es menos intenso y definitivo porque narra la creación de una escena que lo es a duras penas. Por un lado están los grupos neoyorquinos, muchos de ellos adscritos al renacer de la guitarra como elemento cool después de años de electrónica. Por otro, bandas de otras ciudades y continentes que también abanderan ese regreso a las raíces. The White Stripes, que se convertirán en las estrellas de la fiesta. O The Kills, que para mí son una de las últimas formaciones actuales que hacen justicia a esa tradición de la que beben y, por lo tanto pueden considerarse una extensión de la misma.
De todo el ramillete de nombres que aparecen en el libro de Goodman, siempre he tenido debilidad por LCD Soundsystem porque reivindicaron una serie de grupos y tendencias que en su momento tampoco es que fueran aplaudidos por grandes y pequeños, y menos aún en España. Uno de los casos más evidentes son Pylon. El típico grupo que si llevabas un
El pasado verano entrevisté a Lizzy Goodman por la edición de su libro. Me confirmó lo que yo recordaba. Que a pesar de que seguía habiendo muchos grupos buenos en sus locales, Nueva York había dejado de ser la ciudad cool que fue décadas atrás. Con el auge del grunge y el rock alternativo, se hizo patente que cualquier población de Estados Unidos podía albergar a la siguiente gran sensación. Hasta que de repente, gracias los Strokes, la ciudad se puso otra vez de moda, quizá por última vez. Sin que nadie sepa muy bien cómo, se fraguó una nueva escena cultivada en fiestas y pequeños clubes. La barbarie del 11-S hizo que todo el planeta volviera a fijarse en la ciudad, justo cuando los Strokes despuntaban. Una ciudad que necesitaba curar sus heridas y combatir la tristeza y la rabia. La escena neoyorquina de esos días representaba eso.
El libro de Goodman retrata muy bien ese espíritu. “”El título –me contó- viene de una canción de los Strokes que está en su segundo álbum. Me gusta mucho, pero sobre todo me gusta la sensación que transmite esa invitación. Quería que el libro fuese también una invitación y de paso, reflejar esa falta de inhibición que predominó durante toda esta época”. Yo no he sido de quedar con nadie en los baños porque soy muy tiquismiquis y me da un poquito de cosa, pero reconozco que leyéndolo he sentido nostalgia de los tiempos en los que de vez en cuando incumplí mis propias normas.