VALÈNCIA. Era de esperar, porque siempre ha pasado con Ivo Pogorelich –antes y después de la gran pausa que hizo en su carrera tras la muerte de su mujer-, una actuación controvertida. Y así sucedió. El pianista de Belgrado, como muchos otros intérpretes, dio su particular versión de las partituras. Pero, en su caso, más que de versión, nos hallamos ante auténticas remodelaciones. Algunos oyentes las reciben como grandes descubrimientos, mientras que otros se sienten perdidos ante “ese” Haydn, “ese” Beethoven o “ese” Liszt.
De todas formas, hay algo más que originalidad y/o capricho, aunque entrar en ello suponga abordar aspectos tan resbaladizos como el de la comunicación entre músicos y oyentes. No se trata sólo del tempo, del fraseo, de la técnica, el enfoque o la adecuación estilística. Se diría que, por alguna razón, este pianista no quiere –o no puede- empatizar con el público, aunque su manera de tocar, guste o no guste, es cualquier cosa menos rutinaria o fría. Pero se establece, desde el primer momento, una especie de barrera invisible que dificulta, en grado sumo, esa transmisión de emociones que circulan desde el compositor al oyente a través del intérprete, con su correspondiente retorno.
Que nadie lo atribuya a su adusta gestualidad. Ahí tenemos a Sokolov, que sale rígido como un palo y no sonríe jamás, pero que a los cinco minutos ya tiene a toda la sala absolutamente entregada y hasta con lágrimas en los ojos.
Tampoco se trata, solamente, de esas arriesgadas innovaciones que introduce, porque la historia del piano, y de la música en general, es una historia que no se comprende sin la participación del intérprete en el acto creador, a veces con gran fortuna, otras no tanto. En el caso que nos ocupa, desveló algunos tesoros subterráneos: ese enfoque del Andante de Clementi, por ejemplo, que nos explica de forma inmejorable el porqué del aprecio que Beethoven sentía hacia él. Por el contrario, también hubo momentos, como el de la Balada núm. 3 de Chopin, donde la “deconstrucción” efectuada parecía fruto de un ansia de originalidad enfermiza que, al final, no cristalizó en nada. Sin embargo, con esa etérea barrera interpuesta, con esa penosa incapacidad para comunicarse, hasta sus mejores hallazgos llegaban sólo por la vía racional, sin apenas conmovernos. Curiosa también esta particularidad de nuestro pianista.
El público valenciano es, por otra parte, muy sensible al virtuosismo de los intérpretes, y premia siempre con efusivas ovaciones la exhibición de la técnica instrumental o canora. Incluso cuando no va acompañada de una musicalidad pareja. Pogorelich, aunque tuviera algún resbaloncillo y abusara del pedal para facilitarse las cosas, tiene, todavía hoy, una velocidad envidiable, una potencia asombrosa y una gran valentía que le permiten afrontar un programa lleno de dificultades. Pero la gente le aplaudió cortésmente y no pasó de ahí. No existió corriente de ida... y tampoco la hubo de vuelta. Son cosas intangibles, en fin, aunque daba pena ver desperdiciado, de alguna manera, el enorme esfuerzo de un músico, tanto en su faceta analítica como de ejecución.
La confección del programa ya suponía, para empezar, todo un acierto. Parecía hacer un guiño a los estudiantes de piano, recordando los peldaños que, exceptuando los últimos, han tenido que pisar muchas veces: una sonatina de Clementi, una sonata de Haydn, otra de Beethoven, una obra de Chopin (aunque, probablemente, no esta Balada)... sólo algunos habrán podido llegar al Liszt de los Estudios de ejecución trascendental, y pocos, poquísimos, a “La Valse” de Ravel. Por otra parte, tendía puentes entre unos compositores y otros, a veces reales, otras veces forzados, pero siempre –como mínimo- interesantes para el debate. Sin embargo, atenciones tan elementales como la de anunciar que los Estudios de Liszt iban a tocarse en un orden distinto al del programa, no se tuvieron en cuenta.
Respecto al hecho de tocar con partitura o hacerlo, como es habitual, sin ella, no reviste la menor importancia. A esas velocidades hay muy poco tiempo para mirarlas, y suponen más un apoyo psicológico que una ayuda real para el intérprete. Algunos músicos las utilizan, incluso, como una manifestación de respeto y reconocimiento al compositor, y, en esa misma sala, otros grandes concertistas las han utilizado también.
Pogorelich tocó la Sonatina núm. 4 de Clementi con una acusada solemnidad y un fraseo muy serio. El desarrollo del primer movimiento tuvo un súbito e inesperado cambio de color. Ya se han mencionado antes los puentes tendidos hacia Beethoven en el Andante, mientras que el Rondó se ciñó más a los moldes habituales. Con Haydn (Sonata en re mayor, Hob. XVI:3) continuó dándole a las líneas de la mano izquierda una relevancia que ya se había insinuado en Clementi, y que iba a continuar durante todo el recital, hasta el punto de que el oyente se veía impulsado a observar aspectos rítmicos, armónicos o contrapuntísticos que, generalmente, quedan en un segundo plano. Tocó Haydn con un fraseo “marca Pogorelich”, algo brusco, sin dulzura –aunque, de repente, un tema emergiera de entre las aristas con el mayor terciopelo y suavidad del mundo. Y sin una pizca de humor, algo que en Haydn casi es pecado. El segundo movimiento, al igual que en Clementi, apareció lleno de sorpresas: obtuvo del piano una sonoridad casi organística que parecía salir al encuentro de Bach, aunque con unos ritardandi impensables. Otras veces se asomaba Beethoven: mirando hacia el pasado y el futuro a la vez. El Finale, sin embargo, se escuchó como roto a trocitos y percusivo, muy percusivo. Demasiado.
La Sonata 23 de Beethoven, la famosa “Appassionata” es una obra que este pianista lleva trabajando mucho tiempo, y que conoce muy bien. Quizá por eso, dadas sus peculiares maneras interpretativas, la transformó en lo menos apasionada posible, llevó al mínimo sus característicos contrastes dinámicos, y casi logró eliminar el poderío que la impregna. Sin embargo, encontró la coherencia de principio a fin, creando una atmósfera ansiosa mediante los graves que, amenazantes, enunciaban un motivo rítmico que nos lleva directamente a la Quinta Sinfonía. Ejecutó también unos pianísimos imposibles, introduciendo el Andante con clima de marcha fúnebre (y el inevitable recuerdo de la Tercera Sinfonía), tornándolo súbitamente en un precioso cantabile, para fracturarlo después... Luego, en el tercer movimiento, pasaron a primer plano escondidas polifonías, que sacudió la mano izquierda con acordes descargados como golpes de guillotina.
Tras el descanso, la Balada núm. 3 de Chopin, también rara y entrecortada, llena de silencios tensos y vertiginosos recorridos por el teclado que parecían huir del típico cantabile chopiniano. La repetición de los temas adquirió un carácter obsesivo, y la mano izquierda siguió actuando con una “terribilità” colosal. A estas alturas empezaron a notarse más los roces y pequeños fallos, porque también las dificultades van en aumento, como sucederá con los estudios de Liszt, que sonaron bastante emborronados y confusos, y que fueron, posiblemente, lo peor de la noche.
Acabó el recital con “La Valse” de Ravel, partitura más difundida en su versión orquestal que en la pianística, por los problemas que entraña. Y no sólo a nivel técnico: aquí hay que tocar un vals y, al tiempo, destrozarlo, porque el ambiente, tras la Primera Guerra Mundial, no estaba para bailes de salón. Un reto éste, por cierto, que parece hecho a medida de Pogorelich. Y la verdad es que no decepcionó: enuncia, rompe, recupera y juega con los motivos, lo transforma en algo angustioso, sin perder en ningún momento, a pesar de todo, ni el ritmo ni el carácter. Nos recordó dos de los estudios de Liszt que acababa de tocar (“Caza salvaje” y “Fuegos fatuos”), así como el conocido comentario de Diaghilev, director de los Ballets rusos, que se lo había encargado, cuando Ravel se lo hizo escuchar: “No es un ballet, -dijo- es la pintura de un ballet”. Pero, en la versión de Pogorelich, ni siquiera es una pintura. Se convierte en espejo roto donde se mira el vals, se llena de pesadillas, se subrayan las disonancias y va creciendo en intensidad y brutalidad. Intensidad y brutalidad que están ahí, al igual que en el Bolero, pero sobre las que Pogorelich pone un foco despiadado.
Sí, sí. También aquí hubo fallitos, turbiedades y caprichos. Pero fue posiblemente “La Valse” el brillante momento en que se logró cuadrar la fidelidad al compositor y la libertad del intérprete. Y eso no pasa todos los días.