TÚ DALE A UN MONO UN TECLADO

Refugiados hasta en la sopa

12/07/2017 - 

VALÈNCIA. Europa es un continente viejo y asustado, como una señora mayor de cardado perfecto y perlas cultivadas que hace un par de años me echó fuera de su portal, en la calle La Paz de Valencia. Yo iba a visitar la casa de un amigo que acababa de mudarse y me la encontré frente al ascensor. La saludé pero no dijo nada, nerviosa. Solo me miraba de arriba abajo. Finalmente se decidió y me preguntó qué hacía en su portal. Le respondí que iba a visitar a un amigo. Eso es mentira, dijo. ¿En qué puerta vive tu amigo? Le respondí que en la 9. Eso es mentira, repitió. En la 9 vivo yo, aquí no vive ningún amigo tuyo. Has venido a robar, zanjó. Siguió insistiendo en que me marchase o llamaría a la policía cuando la puerta del ascensor se abrió. Entré y la invité a subir juntos a comprobar quién tenía razón. Bromeé sobre el hecho de que tal vez era compañera de piso de mi amigo… Dudó en entrar y cuando lo hizo estaba visiblemente nerviosa, como si fuese a agredirla o a violarla o quién sabe dios qué cosas pasarían por su mente. 

En la puerta 9 me esperaba mi amigo. Al parecer ella vivía algún piso por encima. 

No me quité a esa señora de la cabeza en varios días. Me daba pena esa mujer paranoica que veía ladrones por todas partes. Me la imaginaba despertándose a media noche por cualquier ruido. Defendiéndose de todo y todos. Con joyas escondidas en botes de galletas y fajos de billetes debajo del colchón. 

Recuerdo que en Facebook puse un comentario al respecto. Hice esta analogía que entonces me pareció muy ingeniosa entre la mujer rica y Europa. Una Europa de cardado perfecto y sueño ligero que le reza al Dios Securitas Direct y echa a los refugiados de su patio de vecinos. Pero de pronto, al observarme desde fuera, me sentí parte del problema. ¿Qué había hecho yo para ayudar a las familias sirias que huían de las bombas? ¿Escribir posts indignados en redes sociales? ¿Escribir un par de novelas con cierto compromiso social? 

Pensé que eran muchos los artistas a mi alrededor que estaban denunciando la situación con sus obras: ilustradores, poetas, músicos, fotógrafos… y de pronto el arte me pareció un juego esnob al que solo jugábamos aquellos que no teníamos verdaderos problemas. 

Fue en ese momento cuando decidí dejar las palabras y viajar a los campamentos de refugiados de Grecia a poner las manos. Porque me daba vergüenza Europa. Porque me daba vergüenza España. Y porque yo mismo me daba vergüenza. ¿En qué momento había pensado que el arte podía luchar contra el horror? 

Os cuento lo que vi en Grecia

Grecia es un continente avejentado y receloso que defiende su patio de vecinos de los intrusos. Por ejemplo de Amal, una jovencita que un día fue a su instituto de Aleppo para hacer un examen y dividieron su clase en dos aulas. Me lo contó con la mirada perdida. Cayó una bomba: la mitad de sus compañeros murió. Su familia decidió entonces que no podían seguir allí, cogieron algunas cosas y emprendieron el camino hacia Europa. Amal quiere ser ingeniera y se lamenta porque no puede estudiar. Los niños europeos no quieren ir a clase pero Amal, tantas Amal, solo desean que todo acabe para poder estudiar. Ha ido aprendiendo idiomas en el camino y lee todo lo que encuentra para minimizar el impacto de los tres años que lleva fuera de su país sin pisar un aula. Yo no querría estar aquí, me dijo una vez, como excusándose. Yo tenía coche, televisor de plasma y conexión de alta velocidad a internet. Pero no puedes seguir viviendo en un lugar donde la calle se llena cada día de cadáveres.

Europa, con su collar de perlas cultivadas, se defiende de Sidra, que perdió a su bebé y casi la pierna. Ahora ayuda a cuidar a sus sobrinos, que se pasan el día enganchados el móvil porque se aburren, porque los días son larguísimos cuando no tienes nada que hacer salvo esperar: sin amigos, sin colegio, sin rutinas, fuera de casa. 

Europa quiere echar de su portal de vecinos a Fatma, que perdió a su marido. También murió la segunda esposa de este, dejándola al cargo de diez niños y sin dinero, pues ya no importa el dinero que tuviesen en el banco. No pueden sacarlo. Lo han perdido. Me pregunto cómo fue su viaje: los miles de kilómetros que separan Siria de Grecia con diez niños de entre tres y doce años. Durmiendo al raso. Alimentándose de cualquier cosa. Huyendo de la policía turca a la que todos parecen temer. Cuando cruzábamos el mar disparaban a dar, me dijo Jalal, otro de los refugiados. Querían que nos hundiéramos. También me dice que está harto de ir de aquí para allá, que solo quiere un lugar donde trabajar para poder mantener a su familia, que no tendrán una vida de verdad mientras no trabaje pero, ¿quién le va a dar trabajo si ni siquiera le dan asilo? Algunos jóvenes van a Atenas, cansados de la espera, me cuenta. Quieren trabajar, empezar una vida, y acaban en manos de mafias de drogas y prostitución. Siempre hay gente desalmada que se aprovecha de los desgraciados, dice Jalal y sorbemos el té que su mujer ha preparado.

Europa se defiende, atemorizada de esos niños que, en los campamentos de refugiados, se orinan encima cuando ven pasar un avión. Yo los he conocido. Se defiende, con su peinado de peluquería, de todos esos desplazados que están con depresión. Muchísimos. Por las pérdidas de amigos y familiares, por abandonar sus casas y, sobre todo, por la falta de futuro. Cada día es igual: no tienen nada que hacer salvo aguardar, sin mucha esperanza porque ya no son capaces de ver un final a su viaje. Están atrapados en un presente que no parece avanzar. Tienen comida y ropa -las ONG se ocupan de eso- pero no tienen esperanza. Solo aquella que los voluntarios de muchos países (principalmente España, debemos sentirnos orgullosos de ello) intentan transmitirles. Para que vuelvan a creer en la humanidad. Porque es difícil creer en la humanidad cuando la policía te dispara pelotas de goma y todos te tratan como un apestado por huir de las bombas.  

Europa es una vieja rica atemorizada de su propia sombra. Encarcelada en su miedo y sus prejuicios elitistas. Olvidadiza, pues no recuerda ya su pasado…


¿Qué puede la poesía contra el horror?

Al volver de mi viaje comencé a sentir cierta fobia por todas las manifestaciones artísticas que giraban alrededor de los refugiados. Si queréis hacer algo id allí a ayudar, pensaba cada vez que veía exposiciones sobre el tema, que no eran pocas (Juan Fabuel, Refugiarte, Fronteras de Europa, Podrías ser tú… e incluso el Worldpress Photo parecía un monográfico sobre Siria), obras de teatro comprometidas (el festival Cabanyal Íntim, por ejemplo, escogió como lema Migraciones), poemarios y novelas, talleres de sensibilización, batukadas y conciertos solidarios, etc. ¿Para qué sirve todo esto mientras esas pobres familias siguen varadas en Grecia sin posibilidad de tener una vida porque los gobiernos europeos no quieren darles refugio? ¿Puede una foto, una canción, una ilustración o un poema luchar contra su miseria? ¿No son solamente los limpiaconciencias de artistas comprometidos con mucho tiempo libre y la barriga llena? 

Y mi indignación llegó a su punto álgido cuando, hace solo unos días, vi que en el Botánico se organizaba el recital solidario Podries ser tu. Solo unos días antes se había realizado una lectura poética en veinte ciudades españolas bajo el lema Guerra no, acogida sí. ¿Tanta poesía de qué puede servir?, pensé. Me parecieron ridículos todos esos poetas declamando contra bombas y gobiernos… 

…Hasta que esa misma noche vi en Facebook que la familia de Amal, tras meses retenida en el norte de Grecia, será acogida en Francia. Y dos días después, Jalal me cuenta en un whatsapp que le darán esa oportunidad que esperaba en Suecia. Y del resto no sé nada aún (de Fatma, Sidra, Mohammed…), pero estoy seguro de que tras varios años en campamentos podrán rehacer sus vidas. Y de pronto todos esos poetas levantando la voz ya no me parecen tan ridículos. Y me digo que tal vez el arte sí sirve de algo al fin y al cabo: al menos los artistas (junto a tantas asociaciones, ONG y colectivos sociales, no me olvido de ellos, ni mucho menos) han mantenido el problema vivo durante más de cinco años. En este mundo de estrés donde los problemas tienen su pico televisivo y se olvidan, nos han recordado, con cada concierto, cada exposición y cada palabra, que esas pobres personas seguían fuera de sus casas sin futuro. Han conseguido que el problema de los refugiados no fuese la moda solidaria del momento, sino retenerlos en nuestra cabeza durante años, hacernos conscientes casi cada día de que mientras seguíamos con nuestro ajetreo de vida primermundista,  ellos no podían seguir con la suya porque las bombas no les dejaban. 

Han mantenido la herida abierta durante tanto tiempo que los gobiernos finalmente han tenido que actuar. Algunos gobiernos al menos: España sigue sin cumplir, tal vez por eso hay tantísimos voluntarios españoles, avergonzados de sus políticos…

Y me digo que eso es algo. Que tal vez el arte es una aguijoncito muy pequeño, pero si nos pincha durante el tiempo suficiente, hará sarpullido y tal vez nos obligará a rascarnos.

Así que, con la esperanza renovada, me pongo delante del teclado y escribo para contar lo que vi. Para hablaros de esos extraños que quieren colarse en nuestro patio de vecinos. Para conseguir que, hasta que el problema se resuelva de verdad, los refugiados sigan en la sopa.


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