VALÈNCIA. Still life es el precioso nombre que la lengua inglesa le da a los bodegones en general, sea de cocina, de caza o de flores. No tiene una traducción literal al español puesto que en realidad nosotros decimos “naturaleza muerta”, aunque bien es cierto que la pintura de flores poco o nada tiene de naturaleza muerta. Ciertamente se trata del retrato de un instante en eclosión, de algo efímero que irremediablemente ya ha iniciado su ocaso, con el fin de convertirlo en eterno. Las flores son la viva imagen, la más exacta expresión de la belleza imperdurable. Es pintura de un instante detenido. Aunque lo es también la de un atardecer, se podrá regresar a aquel lugar y a aquel instante, pero a la belleza de aquellas flores no. Las flores son la sublimación de un instante de belleza que fue. El color en su máxima y delicada expresión.
La todavía demasiado desconocida Casa-Museo Benlliure, (aprovecho la ocasión para recomendar encarecidamente su visita, más allá de la exposición a la que me voy a referir), acoge una pequeña pero preciosa muestra de pintura de flores bajo el título “Efímeras y eternas. Pintura de flores en Valencia (1870-1930)”. Es decir, se ciñe a un período en el que un número importante de artistas cultivaron este género (además de otros tantos por los que son incluso más reconocidos). La València de entresiglos vive inmersa en una eclosión artística, una nueva etapa dorada en la plástica por el número y la calidad de sus artistas, que siempre encuentran un paréntesis para detener el tiempo a través de la pintura de flores. La exposición está comisariada por una especialista en la materia como es la profesora titular de la Universitat de València María José López Terrada, autora del imprescindible libro al respecto “Tradición y cambio de la pintura valenciana de flores 1600-1850”. Un estudio fácil de encontrar en las estanterías de quienes nos dedicamos a esto dada su utilidad al recopilar en sus páginas un total de 144 pintores valencianos que en ese periodo centraron su producción en el tema que tratamos: desde Vicente Castelló, Benito Espinós, José Romá, José Ferrer, Miguel Parra, Jose Felipe Parra, Juan Bautista Romero entre otros. Un importante trabajo, inédito hasta la fecha.
La pintura de flores es un tema recurrente desde el primer Barroco, época en la que vive una gran eclosión principalmente en los Países Bajos con maestros del círculo de Amberes como David Seguers y sus extraordinarias e inigualadas guirnaldas de floreslores, e incluso Jan Brueghel o la pintora Clara Peeters. En el Barroco del siglo XVII español el tema de flores se aborda desde una visión mucho más contenida resaltando las figuras de Pedro de Camprobin en el ámbito andaluz, Juan Van der Hamen en el madrileño y Tomás Hiepes en el Valenciano. Hay que esperar al siglo XVIII para encontrar pinturas sobre flores en pintores como Arellano y entre este siglo y el XIX, en el ámbito valenciano, la figura de Miguel Parra máximo representante de la llamada “Escuela valenciana de flores”, sobre la que deberíamos dedicar varios artículos al respecto.
En la muestra que permanecerá hasta el día 7 de julio se aprecia qué artistas tomas el asunto como un divertimento, una suerte de relajación virtuosa (Pinazo, Sorolla...) y quienes lo convirtieron como algo propio, como el caso de Ramón Stolz o Blas Benlliure, el hermano desconocido de José Benlliure y que centró buena parte de su producción en el tema floral con el que obtuvo gran éxito. De entre las obras expuestas me llaman especial atención el espectacular bodegón “Jarrón de lilas” firmado por una artista poco conocida pero que merece la pena su estudio y rescate del ostracismo. Fernanda Francés nació en València en 1862 aunque buena parte de su vida profesional transcurre en Madrid, donde fallece. La obra cedida por el Museo del Prado nos presenta un ramo de lilas y una magistralmente pintada pieza de cerámica de Talavera en tonos azules y blancos. También es magnífico el albarelo o tarro de farmacia de Manises en tonos azul cobalto que pinta Ignacio Pinazo en uno de sus bodegones con flores, aunque por encima de todos me quedo con un Ramón Stolz que demuestra su maestría a través de una admirable soltura y, sobretodo una elegancia en el color marca de la casa. Es interesante también la modernidad de José Pinazo Martínez, hijo de Ignacio Pinazo, un artista que creo que de alguna forma ha sido infravalorado al vivir a la sombra de su padre.
Digamos claramente que el género de flores no encaja con las ideas estéticas que los artistas manejan en la actualidad. Se trata de un género que de alguna forma pertenece a otro tiempo. Hay quien diría que es algo lógico una vez el arte contemporáneo cuestiona la belleza como elemento integrador de cualquier obra de arte. No obstante si me pongo a pensar, recuerdo las fabulosas fotografías del artistas norteamericano Robert Mappelthorpe sobre flores (lírios, tulipanes...) que si no me equivoco se expusieron en una amplia retrospectiva que le dedicó el Centre Cultural de la Beneficencia en el año 1999.
En cuanto al mercado, en la producción de un artista el género de flores no suele ser el más cotizado, salvo que ese pintor sea especialista en ello y su fama se deba precisamente a sus bodegones con flores. De lo contrario siempre se busca más un paisaje o una escena con personajes de más compleja composición. Por ello llama la atención lo sucedido aquel 30 de marzo de 1987 cuando un cuadro, precisamente de flores, hizo saltar por los aires todos los precios fijados hasta la fecha en el mundo del arte cuando aquella histórica subasta vendió los girasoles de Van Gogh por una cifra increíble hasta el momento: veintidós millones y medio de libras.