VALÈNCIA. Ees curioso cómo un estado de ánimo cambia de un momento a otro y cómo el ser humano se protege instintivamente cuando sabe que algo le va a hacer daño. Una parte de mí dice que no es necesario visitar el campo de concentración de Auschwitz, que ya he estado en otros y de sobra conozco la historia —incluso visto en películas—, pero mi otro yo dice que estoy en Cracovia y que es la única manera de aprender y saber exactamente lo cruel que puede llegar a ser la humanidad. Finalmente, decido visitar el campo de concentración y tengo suerte porque aún quedan entradas —lo más recomendable es comprarlas con mucha antelación, sobre todo en verano—.
Aparco el coche en el aparcamiento y paso por los controles de seguridad que hay en el centro de recepción de turistas. Está todo bien organizado y, poco a poco, te van poniendo en los grupos por horas y por idiomas. Al principio son todo conversaciones y caras animadas. Pero cambia en el momento en el que pasas por la puerta de entrada, con el lema «Arbeit macht frei (el trabajo te hace libre)», un eslogan utilizado por el gobierno de Weimar y rescatado por el régimen nazi.
Cruzo la puerta y pienso en aquellos 728 presos políticos polacos que el 14 de junio de 1940 llegaron a Auschwitz y comenzaron a ocupar los pabellones. Había vallas, sí, y torretas con vigilantes, pero los edificios de ladrillo visto, perfectamente alineados junto a una arboleda, tenían —y siguen teniendo— el aspecto de una colonia de verano. Aquí llegó a haber hasta veinte mil prisioneros, la mayoría de ellos polacos, soviéticos y alemanes homosexuales y/o judíos. Cada uno con un distintivo diferente, tal y como se aprecia en las fotos que ocupan las paredes, todas ellas acompañadas de su nombre, fecha del ingreso y de su ejecución. Primer escalofrío: la mayor parte de ellos duraron unas pocas semanas; meses para los más desafortunados.