Cracovia es pequeña y manejable, pero repleta de trazos que componen su identidad; formada por lo mejor y lo peor de su pasado y un futuro prometedor y vibrante
VALÈNCIA. Cracovia está envuelta por un aura mágica, casi mística. Muchos dirán que se debe a ese dragón que vivía en la colina hasta que fue derrotado por un audaz zapatero, liberando a la ciudad de esa amenaza. Pero lo cierto es que ese misticismo se palpa en sus calles, iluminadas por un sol radiante que deja un juego de luces en los edificios difícil de inmortalizar pero, sobre todo, por ese equilibrio entre un futuro prometedor y un pasado que no hay que olvidar.
Para ahondar en aquellos tiempos decido olvidarme del casco histórico y dirigirme al barrio judío de Kazimierz, que antaño fue una ciudad en la que convivieron de forma relativamente pacífica durante siglos cristianos y judíos. Fue posible gracias a Casimiro III El Grande —fundó Kazimierz en 1335— pero tras su muerte llegaron los conflictos y la comunidad judía se trasladó a la parte este. El desenlace que más de una vez se ha repetido en tantas otras ciudades. Tras esos muros que se construyeron vivieron 70.000 judíos y fue la comunidad hebrea más importante y grande de Europa.
Hoy queda solo una parte de lo que hubo, como la antigua sinagoga, que acoge el Museo judío de Galicia. No, no tiene nada que ver con la Galicia de España sino con la de Polonia. En la plaza Szeroka (no sé por qué se llama así porque es más bien una calle muy ancha) vivió Helena Rubinstein —sí, sí, la de los cosméticos— y está la sinagoga dedicada a Remuh (Moses Isserles Auerbach). Hace mucho calor pero por respeto me tapo los hombros para entrar. En el interior, dañado por los nazis y usado como almacén durante la guerra, hay una placa que indica dónde rezaba Remuh y el hejal original donde se conserva la Torá. La sinagoga es pequeña pero muy interesante, al igual que el cementerio, al que se accede por una puerta contigua. Me llama la atención porque sus tumbas están ordenadas, pero también porque las lápidas que no se consiguieron reconstruir fueron encajadas en el muro que delimita el cementerio.
Al pasear por sus jardines siento ese aura de la que hablaba. También auspiciada por los hebreos que rezan en la tumba de Remuh. Le dejan un papel con un escrito y una piedra —las flores se marchitan y las piedras no—. Según me explican, es casi un milagro que su tumba esté intacta por lo que se ve como un monumento a la supervivencia. En el epitafio se puede leer la siguiente frase: «De Moisés a Moisés, no hubo otro Moisés», o sea desde el profeta Moisés hasta Moisés Isserles, alias Remuh.
Al salir del cementerio me topo con la estatua del héroe del estado clandestino polaco, testigo del Holocausto y diplomático, Jan Karski. Me hago la foto de rigor y la guía me explica una leyenda —¡la primera de muchas!—: La celebración de una boda comenzó el viernes por la tarde y, a pesar de que el rabino advirtiera de que se estaba acercando el shabat, duró hasta la noche. Viéndolo, el rabino lanzó un anatema, la casa se derrumbó y todos los invitados de la boda murieron. Sin embargo, parece que en el pequeño cementerio estuvieran enterradas las víctimas de una epidemia pues antes se separaban de los demás fallecidos.
Al girar la calle para adentrarme al corazón de Kazimierz me encuentro con tres establecimientos judíos que me dejan enamorada. Es lo que esperaba encontrar aquí. Me sorprende que las calles sean anchas y que en algunas casas se conserve la Mezuzá. Tiene tanta magia y encanto el barrio que me cuesta creer que tras la II Guerra Mundial Kazimierz se convirtiera en una de las zonas más decadentes de la ciudad. En parte, su auge fue gracias a la declaración del barrio judío como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1978 y al rodaje de La Lista de Schindler (Steven Spielberg). Es cierto que debes ponerte en situación pero son muchos los curiosos que, como yo, nos acercamos a ese callejón en el que un niño alemán pide a su amiga judía y a su madre que se oculten bajo una escalera para que los nazis no las descubran.
No voy a engañar, hay mil sitios para tomarte una cerveza, un vodka o degustar la gastronomía local —los perogies están riquísimos—. Y sí o sí debes lanzarte a por una zapiekanka. Después del alto visito la parte cristiana de Kazimierz, de la que destacan varias iglesias, como la de Santa Catalina y la de Corpus Christi, la más longeva del barrio (1340).
Deseo adentrarme más en el pasado judío y me acerco al gueto. Al poco de cruzar el puente Powstancow Slaskich me topo con una plaza con unas sillas de gran tamaño. El alma se encoge al saber que en esa misma plaza era donde los comisarios nazis evaluaban si las personas eran aptas o no para trabajar. Dependiendo de ello, eran ejecutadas allí mismo o enviadas a los campos de concentración de Plaszów o Auschwitz. Con ese mal cuerpo llego a los vestigios que quedan del muro que delimitaba sus confines. Es una parte pequeña pero te puedes hacer una idea de lo que implicaba y cuántas familias se destrozaron. No muy lejos se encuentra la antigua fábrica de Oscar Schindler que, actualmente, es un museo multimedia muy interesante sobre la ocupación nazi de Cracovia.
No voy a mentir, el corazón lo tengo encogido. Una cosa es estudiar las cosas o ver documentales y otra sentir y ver la historia. De hecho, a los pocos días fui a Auschwitz —hablaré de ello en otra ocasión— y tuve un sentimiento de culpabilidad y desazón por el ser humano muy grande.
Ahora toca visitar el casco antiguo de la ciudad. ¿Mi punto de partida? La plaza del mercado de Cracovia (Rynek Główny), que todavía conserva ese aura comercial de antaño, con sus terrazas y puestos de flores. Un ajetreo que parece detenerse a las horas punta, cuando el trompetista, en lo alto de la torre de la iglesia de Santa María, entona una melodía —llamada en polaco hejnał— que se corta bruscamente. Según cuenta la leyenda, al ver a los invasores, el vigía empezó con el toque de trompeta para avisar del peligro, pero en mitad de una nota una flecha tártara atravesó su garganta y el trompetista murió. En esa misma plaza está la futura torre de Pisa. Es decir, la torre del antiguo ayuntamiento que, con sus setenta metros de altura, cada año se va inclinando un centímetro (hoy tiene cincuenta centímetros de inclinación). También está la lonja de los paños —ideal para los suvernirs— y la escultura de Eros Brendato, regalada por el artista Igor Mitoraj.
Ahora toca ir a buscar a ese dragón que durante tantos años amenazó a la ciudad. Para ello me dirijo hasta el castillo de Wawel. Antes, descubro la iglesia de San Pedro y San Pablo y tras un breve paseo llego hasta la Puerta Floriana. Es curioso pero al traspasarla ese ambiente lleno de vida cesa, como si la vida estuviera entre los muros de la ciudad. Al salir veo la Barbacana —la entrada a su interior no merece la pena— y paseo por el parque Planty. Dejo atrás la ciudad para dirigirme a la colina de Wawel; símbolo del poder político y religioso de la ciudad en la época en la que fue capital del país.
Mientras subo la rampa me doy cuenta de que la muralla está llena de nombres, que son las personas que financiaron su construcción. De hecho, pone hasta la cantidad que aportaron. La visita me lleva a la catedral —conocida también como la Catedral de San Wenceslao y San Estanislao o la Catedral de Cracovia—, con su cúpula de oro, y al castillo. En el patio del recinto —gratuito— me siento para refugiarme del calor y veo a dos personas apoyadas en una puerta. Según me dicen, están junto al chakra que, supuestamente, está escondido en el lugar. Lo cierto es que tengo la tentación de sentarme a su lado para sentir esa fuente de energía extraordinaria.
No lo hago y cruzo el puente para contemplar el atardecer con una cerveza. No sé si es su aura, su vida o qué pero me doy cuenta de que Cracovia realmente es una ciudad con una magia extraordinaria.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 74 (septiembre 2020) la revista Plaza