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LOS RECUERDOS NO PUEDEN ESPERAR

Robert Mapplethorpe también estuvo en Núñez de Balboa

31/05/2020 - 

VALÈNCIA. Tuve a Mapplethorpe delante de las narices antes de saber quién era. Son cosas que sucedían cuando uno, siendo muy joven, curioseaba en un mundo tan desinformado como lo era el nuestro a finales de los setenta. Si te gustaba Horses, te gustaba Robert Mapplethorpe. Su foto de portada estaba íntimamente unida a la música de Patti Smith. No podía separarlas y a mí me fascinaba Horses así que también lo hacía el autor de la imagen de la portada, aunque no supiera quién era. Por aquel entonces, el predicamento de Mapplethorpe apenas trascendía los círculos artísticos neoyorquinos. Pero el retrato de Patti Smith para la portada de su primer álbum ya imponía un estilo. Tres años después, volvió a retratarla para otra portada, reemplazando el minimalismo de Horses por una puesta en escena más elaborada. En Wave, el disco con el que iba a despedirse del rock & roll durante muchos años, Patti aparecía como una virgen vestal rodeada de palomas. De nuevo, la cámara de Mapplethorpe ensalzaba su personalidad, celebraba como no lo ha hecho con ningún otro modelo más, a excepción de sí mismo.

Viendo Robert Mapplethorpre, el libro de Phaidon que recopila obras de todas las etapas del artista, explicadas por uno de los lúcidos textos del historiador del arte Arthur C. Danto, uno cae en la cuenta de que solamente hubo tres cuerpos a los que Mapplethorpe visitó insistentemente con su cámara. Usó una y otra vez, como si fuera material moldeable, a la campeona de culturismo Lisa Lyon, atraído por aquel cuerpo en el que se convivían lo femenino y lo masculino, observándola de una mirada diferente a la que proyectaba sobre Patti Smith. El tercer cuerpo en discordia es el suyo, porque Mapplethorpe es la criatura que más veces ha fotografiado Mapplethorpe. Es un ángel y un diablo. Es un ser que desea ser admirado. También es el emisario de un mundo que conocía muy bien -las catacumbas del sexo gay neoyorquino-, enviado a la superficie con una misión: mostrarnos que la pornografía también formaba parte de la cultura popular. Mapplethorpe nos hizo contemplar escenas que resultaban perturbadoras por lo que tenían de explícitas. En algunas de ellas, el protagonista era él o alguna parte de su cuerpo.

La primera vez que leí sobre Mapplethorpe ya no pude olvidar su nombre. Conocía su vínculo con la música porque, además de Patti Smith, también había hecho la foto de portada del Marquee Moon de Television. La nota que leí en un Star de 1979 o 1980 hablaba, sin mucho entusiasmo, de una exposición organizada en Nueva York, destacando la temática gay de su obra. Ilustraba el texto el modelo Frank Diaz, el brazo desnudo blandiendo un puñal en primer plano, invocando el erotismo de lo que solamente puede intuirse. A finales de los setenta, la cultura homosexual tuvo un gran exponente a nivel mainstream: Village People, que de una manera aparentemente inocente implantaban una estética gay en medio de los gustos del consumidor medio, que sin saberlo cataba estribillos que sublimaban el homoerotismo con absoluta alegría. En 1980 llegó la película A la caza (Cruising) de William Friedkin, por medio de la cual al gran público le fueron desveladas algunas de las costumbres y rituales del submundo homosexual. Las imágenes más impactantes de Mapplethorpe también procedían de esa tormenta de lascivia. Si los pintores manieristas transformaban escenas de crucifixión, tortura y violencia en cuadros de indiscutible belleza, él se valía de su cámara para conseguir algo similar. De un solo clic rompía con tabúes sexuales, artísticos y raciales. El ojo del espectador no estaba acostumbrado a aquellas imágenes manifiestas que acabarían colgando de las paredes de los museos y las galerías de arte.

La primera vez que estuve cerca de una foto de Mapplethorpe enmarcada y colgada en una pared, fue en la exposición que Fernando Vijande organizó en 1983 en su galería madrileña. Aprovechando un fin de semana largo en el que abandoné Pontevedra y mi servicio militar para ir a Madrid, pude al fin acercarme a la obra de uno de tantos artistas que descubrí gracias a mi afición a la música. En aquel garaje reconvertido en sala de exposiciones los retratos más llamativos eran los de los modelos negros, casi siempre desnudos, convertidos en estatuas de bronce. Los ritos sexuales y la exaltación del falo, tenían como contraste las formas casi vaginales de algunas de las flores que el objetivo del artista también había atrapado. Me compré una de las láminas de la exposición. Man in polyester suit mostraba la imagen de un cuerpo sin cabeza, sin piernas, vestido con un traje barato. Las manos colgaban a los lados casi protegiendo un enorme pene que surgía de la bragueta. Poseer aquella lámina me parecía un acto de libertad y provocación artística. Pero para evitar una catástrofe, la dejé enrollada en su tubo de cartón en casa de unos amigos y me volví al cuartel sin ella. Cuando terminé el servicio militar tampoco fui lo suficientemente valiente como para llevarla a enmarcar. Anduvo dando tumbos de casa en casa, de mudanza en mudanza, encerrada en su tumba cónica, hasta que un día dejó de estar entre mis pertenencias. 

Sí que conservo la entrada que compré para ver la muestra. Al buscarla, recuerdo repentinamente que la galería de Vijande estuvo situada en la calle de Núñez de Balboa. La obra de Mapplethorpe, que en su día puso en pie de guerra a los censores de su país, estuvo en esa calle que hoy se ha convertido en símbolo de todo aquello contra lo que él se revolvió. Mapplethorpe, sus hombres negros, los penes desafiantes, las flores que parecen clítoris, el hombre que miraba burlón a su propia cámara mientras se introducía el mango de un látigo por el ano, estuvieron en Núñez de Balboa. Evidentemente, esto pasó en otra época, pero no deja de ser un consuelo y un alivio que algo así ocurriera alguna vez.

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