Juan Diego Flórez mantiene el repertorio belcantista en la primera parte de su recital, y presenta páginas más líricas en la segunda
VALENCIA. Comenzó en el Palau de la Música valenciano la gira por España de Juan Diego Flórez, que se completará con su actuación en Barcelona y Zaragoza. El tenor, acompañado por Vincenzo Scalera al piano, agotó todas las localidades, a pesar de que los precios eran más altos de lo habitual, ya que se trataba de un concierto extraordinario que no entraba en la temporada de abono.
El programa tuvo dos partes bien diferenciadas. En la primera de ellas abordó el repertorio belcantista al que debe su fama. En la segunda, se adentró en un terreno más lírico que Flórez va frecuentando cuidadosamente. Tales delimitaciones pueden resultar artificiosas en tanto que encasillan con exceso el arte del canto y las posibilidades de la voz humana. Por eso quizá fuera mejor referirse a una primera parte donde la ornamentación tuvo un papel esencial, y una segunda en la que pesaron más los recursos de carácter expresivo.
De lo anterior no debería deducirse que las obras de Rossini y Mozart con las que se inició el recital se interpretaran de manera fría o desangelada, sino que la pirotecnia vocal, las cascadas de notas en arabescos y saltos imponentes, acapararon en mayor medida la atención del espectador. Pero todo quedaría en una mera demostración circense si, como cimiento de esa coloratura, no hubiera una sólida arquitectura musical que el cantante también debe iluminar. La historia de la ópera ha tenido periodos en que los arrebatos de desesperación, las escenas de locura, la manifestación de la ira o la disposición para el heroísmo, se han expresado con eso que popularmente se llaman “gorgoritos”, y que, técnicamente, recibe el nombre de ornamentación, agilidades o coloratura. El ejemplo más conocido por todos está en Lucia di Lammermoor (Donizetti), donde, en el acto tercero, la agilidad vocal sirve, precisamente, para expresar de forma insuperable la enajenación de la protagonista. Hubo también suficientes pruebas, en el recital del sábado, de la intencionalidad expresiva que subyacía, en las partituras de Mozart y Rossini, a un canto profusamente ornamentado.
Juan Diego Flórez es un referente indiscutible en este tipo de repertorio, y su voz continúa teniendo una luminosidad y un timbre que se constituyen en valor añadido a las demostraciones de virtuosismo. Pareció notarse, sin embargo, una menor igualdad de color entre los diferentes registros, igualdad que había constituido un atractivo característico en su abordaje de la coloratura. También hubo pequeños resbalones de la afinación en los saltos al agudo de la primera parte, aunque la pieza final (“Ah, dov’è il cimento”, de Semiramide, (Rossini)) fue literalmente bordada, a pesar de que contiene una ornamentación de vértigo y notas muy difíciles de alcanzar. La voz va evolucionando, y no debería extrañarnos que la de Flórez empezara a sufrir cierta pérdida en la agilidad, a cambio de producirse con algo más de anchura y resistencia. Generalmente, esa es la evolución, y si se dosifica con prudencia el repertorio –así lo hace el peruano-, podría verse compensado con la capacidad para interpretar páginas más líricas. De hecho, se está viendo ya, y la segunda parte del recital pareció confirmarlo.
En esta, varias obras de Leoncavallo, Puccini, Massenet y Verdi, cuidadosamente seleccionadas para no obligarle a forzar el carácter de su voz, permitieron a Flórez recrearse en el legato de largo alcance, el fraseo primoroso, los contrastes dinámicos no lesivos para su garganta, y una expresividad intensa que, sin embargo, aparecía ponderada para no dañar su instrumento. En “Avete torto... Firenze è come un albero fiorito”, de Gianni Schicchi (Puccini), mostró la capacidad para “decir bien” mediante el canto. Otro Puccini, el de “Che gelida manina” (La Bohème), le sirvió para regodearse en la melodía, exhibiendo un fiato inacabable, apianamientos de lujo, y unas retenciones del tempo que la convirtieron, más que en la explicación dada a una encantadora vecina, en una meditación del poeta sobre sí mismo,. Flórez ya cantó completo Werther, de Massenet, el pasado abril, en el Théâtre des Champs-Elysées. El sábado pudimos disfrutar una de sus páginas más famosas, “Pourquoi me reveiller”, presentada con una articulación ejemplar, un legato perfecto y un inteligente aprovechamiento de los armónicos que enriquecen su voz. Vino luego, de Verdi, una página también muy conocida: “La mia letizia infondere”, de I Lombardi a la Prima Crociata. Lo único que se pudo reprochar al tenor fue el no cantarla con algo más de arrojo, pues la música lo pide, pero quizá es todavía pronto. Terminó el programa con otro Verdi: “Lunghe da lei... Dei miei bollenti spiriti... O mio rimorso”, de La Traviata. De nuevo Flórez lució un catálogo de recursos vocales que llegaba en ocasiones a abrumar al oyente. Sabe tanto el tenor peruano que no se resiste a exhibir sus poderes, y pierde a veces con ello un punto de frescura.
Algo de eso pasó también en los regalos que ofreció fuera de programa. Tres de ellos fueron páginas de corte popular, en las que él mismo se acompañó con la guitarra: Cucurrucucú Paloma, del mejicano Tomás Méndez, fue aprovechada por Flórez para exhibir un generoso ejemplo en el control de la respiración. Abordo este desafío, naturalmente, en uno de los “cucurrucucús”, como manda la tradición. Vino después “La flor de la canela”, delicioso valsecito peruano de la compositora Chabuca Granda, autora también de la siguiente pieza regalada por el tenor: “José Antonio”, otro bonito vals de su tierra. En todas ellas, el tenor hizo gala de la libertad interpretativa que resulta consustancial a esta música, y aprovechó la aparente naturalidad con que fluye su voz para encubrir la impostación operística que tanto la perjudica. Eso sí, no pudo reprimir –de nuevo- una demostración, quizás excesiva, de todo cuanto sabe hacer con la voz.
Para acabar, y en medio de un delirio del público que el propio tenor potenciaba con las bromitas y tonterías típicas de un divo, volvió Vincenzo Scalera para acompañarle al piano en la pieza siempre exigida por el respetable: “Ah, mes amis, quel jour de fête”, de La fille du Regiment, (Donizetti), con sus nueve dos de pecho. No falló ni uno, pero, dificultades aparte, hay quien preferiría que cambiara ya de tercio.