Como cada año por estas fechas, repasamos algunos de los estrenos más destacados de la temporada
VALÈNCIA. La tradición manda. Y, llegada la última semana del año, esta sección se viste de gala para repasar los títulos destacados de la temporada de estrenos. No de la producción internacional, ni de las películas que han podido ver los privilegiados que acuden a festivales especializados, sino los mejores films que han pasado por las pantallas comerciales españolas desde el 1 de enero. Eso quiere decir, por tanto, que no entran en liza los que se han estrenado directamente en formato doméstico, aunque sí resulta pertinente dejar constancia de que, inexplicablemente, eso es lo que ha sucedido con dos de las mejores cintas de 2017: Vidas de mujer (Certain Women, Kelly Reichardt) y Mujeres del siglo XX (20th Century Women, Mike Mills). Que ambas se centren en poderosos personajes femeninos puede ser una casualidad. O, quizá, simplemente subraye el penoso hecho de que los distribuidores españoles han decidido que, pese al gran interés de ambas, no estaban destinadas a llamar la atención del público. Búsquenlas en su videoclub más cercano, no se arrepentirán.
Siguiendo también el modelo de años anteriores, el objetivo no es el de establecer un ranking. La lista no tiene orden de preferencia, como suele suceder en otros medios. No sería justo hacerlo, teniendo en cuenta la cantidad de películas que han destacado en el panorama internacional pero que todavía no han llegado a los cines de nuestro país. Entre ellas, y sin ser exhaustivos, El museo de las maravillas (Wonderstruck, Todd Haynes), que se estrena el 5 de enero; 120 BPM (Robin Campillo), prevista para el 19 de enero; las aclamadas Zama (Lucrecia Martel), Sin amor (Loveless, Andrey Zvyagintsev) y Llámame por tu nombre (Call Me by Your Name, Luca Guadagnino), que coincidirán en cartel el 26 de enero; o La forma del agua (The Shape of Water, Guillermo del Toro), León de Oro en Venecia, por la que habrá que esperar hasta el 16 de febrero. Todas ellas entrarán en la cosecha de 2018, pese a que alguna tuvo su première oficial en mayo, en el marco del festival de Cannes. Otro reproche que se puede hacer a los distribuidores españoles: El retraso con el que estrenan determinados títulos. Happy End, lo último de Michael Haneke, ni siquiera tiene fecha confirmada todavía.
El año empezó cumpliendo otra tradición secular, la de estrenar los títulos que optarían en febrero a los Oscars. Entre ellos, dos grandes destacados. Por un lado, el magnífico melodrama Manchester frente al mar (Manchester by the Sea). Es el tercer film de Kenneth Lonergan en más de quince años, y remite a su opera prima (Puedes contar conmigo, 2000) al poner de nuevo el punto de mira en la clase trabajadora. En este caso, en un hombre de comportamiento autodestructivo y carácter antisocial, que trabaja como conserje y se castiga por un trágico error cometido tiempo atrás, lo que le impide llevar una existencia en paz consigo mismo. Su problema es que carga con una culpa terrible, de proporciones bíblicas. Literalmente: la discutida banda sonora incluye varias piezas de música sacra de Händel. La inesperada y forzosa relación que entabla con su sobrino adolescente le obliga a regresar a enfrentarse con los dolorosos fantasmas del pasado y, muy poco a poco, a iniciar un proceso que quizá, y solo quizá, conduzca a la redención. Lonergan es un cineasta maduro, que trata a sus personajes con el máximo respeto, teje entre ellos unas relaciones marcadas por el realismo y carentes por completo de condescendencia para elaborar un retrato humano (dos, en realidad) de gran calado.
El otro, por supuesto, ha sido Moonlight, segundo largometraje dirigido por Barry Jenkins, a quien tuvimos la oportunidad de ver en el festival de Rotterdam. Admirador de cineastas como Claire Denis y Wong Kar-Wai (hecho evidente en su modo de acceder a la intimidad de sus personajes y abordar las relaciones entre ellos), ofreció una interesante masterclass en la que, entre otras cosas, habló de su relación con Tarell Alvin McCraney, autor de la obra teatral In Moonlight Black Boys Look Blue, en la que se inspira el film. “La obra de Tarell posee una voz muy honesta. Él ya tiene una carrera como dramaturgo y me dijo que confiaba en lo que hiciera, y de este modo fue como Chiron, el protagonista, también se fue convirtiendo en mí. De hecho, soy yo excepto en lo que se refiere a su identidad sexual. Era una cuestión muy interesante para ofrecer una visión como la que da la película”, explicaba Jenkins. “Tarell tiene una relación con el film diferente a la mía. Si lo hubiera dirigido él, le hubiera podido destruir, porque hay cosas con las que no se ha reconciliado del todo, mientras que yo tomo distancia. En eso consiste la creación. Cuando vio el primer montaje se bloqueó, permaneció veinte minutos sentado fuera de la sala, pero luego se ha ido reconciliando con ella. Le agradezco mucho que me dejara llevar la historia a la pantalla”.
Otra directora a la que Jenkins ha reconocido como influencia directa de su trabajo es la escocesa Lynne Ramsay, que este año ha regresado por todo lo alto con En realidad, nunca estuviste aquí (You Were Never Really Here), adaptación libre de un relato de Jonathan Ames que se sostiene en la intensidad y la cualidad física de la interpretación de un Joaquin Phoenix en la piel de un solitario veterano de guerra que se dedica a intentar salvar a mujeres explotadas sexualmente. Ramsay propone una narración fragmentada, marcada por el uso de la elipsis, que se articula como un reflejo de la perturbada mente del protagonista, al tiempo que propone algunas soluciones visuales realmente brillantes (la visita al burdel, solventada a base de imágenes procedentes de las cámaras de seguridad). Con ecos evidentes de Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956) y Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), la película permitió a Phoenix llevarse el premio al mejor actor en Cannes, donde también recibió el galardón a mejor guion, compartido con otro de los films del año, El sacrificio de un ciervo sagrado (The Killing of a Sacred Deer), título que hace referencia al mito de Ifigenia, reclamada en sacrificio por los dioses a Agamenón después de que éste matara a un ciervo en una arboleda sagrada. El siempre incómodo Yorgos Lanthimos plantea, por tanto, una actualización de la tragedia griega que, de algún modo, es también una versión intelectualizada de las historias sobre maldiciones gitanas, pero su objetivo no es hacer una película de género, sino indagar en el sentimiento de culpa, la desintegración de la familia y los dilemas morales a que se enfrentan los protagonistas. Una parábola fantástica sobre la sociedad contemporánea narrada en su habitual tono distante y aséptico, que contrasta violentamente con la potente carga emocional de la historia.
Cerrando el repaso a Cannes, se estrenó también la irregular The Square, ganadora de una Palma de Oro que supone el espaldarazo definitivo para el sueco Ruben Östlund, bendecido por un jurado presidido por Pedro Almodóvar que coronó su ácida mirada sobre el circo del arte contemporáneo y la ruindad humana, mientras que el premio a la mejor dirección fue para Sofia Coppola, por su nueva versión de A Painted Devil, la novela de Thomas P. Cullinan, diferente de la que dio lugar a El seductor (The Beguiled, 1971), uno de los mejores trabajos de Don Siegel. Cambió, por tanto, la perspectiva de género desde detrás de la cámara, pero también el contexto en que se inserta cada film, lo que permite preguntarse por los motivos que, en tiempos de alerta global (y, muy especialmente, estadounidense), Sofia Coppola ha decidido volver sobre una historia que se desarrolla en un país en guerra, donde se abre la puerta al enemigo para dejarle entrar, darle de comer y curar sus heridas, pero después, cuando revela su verdadera naturaleza, se le extermina en aras de preservar la seguridad en el seno de la comunidad, cerrada y autárquica.
Los elementos extravagantes, en busca de un efecto ridículo o absurdo, definen la narración grotesca, el género escogido en La alta sociedad (Ma Loute) por Bruno Dumont, otrora cultivador de intensos dramas morales. En la estela de la magistral P’tit Quin Quin (2014), con resonancias del cine cómico mudo o el trabajo del fotógrafo Jacques-Henri Lartigue, el nuevo film del cineasta francés volvía a localizarse en un pueblo costero (el paisaje es un elemento más de la trama) donde se producen unas misteriosas desapariciones. Pero la trama policial era solo un pretexto para elaborar un sombrío discurso sobre la condición humana, que se sustenta en el conflicto entre clases, pero no cae en el maniqueísmo: Al amaneramiento y la endogamia de la burguesía se opone la incultura y brutalidad caníbal de los trabajadores. Todos ellos, abocados (la acción se sitúa en 1910) a una guerra mundial inminente. En un tono completamente distinto, Sieranevada, la última película de Cristi Puiu, tenía como punto de partida la típica reunión familiar a causa del fallecimiento del padre, en la que los miembros de la prole sacan a relucir sus miserias a las primeras de cambio. Protagonismo coral, combinación de drama y comedia, metáfora sobre la sociedad rumana contemporánea… Todo lo que se espera del film, de casi tres horas de duración, está en su interior. La maestría de Puiu reside en su capacidad para concentrar la mayoría de la acción en el espacio de un apartamento donde, mediante un inteligente juego de puertas que se abren y se cierran, una planificación milimétrica (casi se diría que coreográfica) y una puesta en escena que nunca renuncia a su estilo (a base de largos planos-secuencia), invoca al mismo tiempo a Luis García Berlanga y Luis Buñuel, combinando con admirable precisión absurdo y radiografía social.
Ha sido también el año de Toni Erdmann, de la alemana Maren Ade, capaz de pasar por un filtro de humor incómodo tanto la relaciones paterno-filiales como la situación económica y social de Europa, o de La región salvaje, del mexicano Amat Escalante, una formidable historia de ciencia ficción con resonancias de Cronenberg, Zulawski (La posesión, 1981) o Toshio Maeda (Urotsukidōji). Sin olvidar a los siempre eficaces hermanos Dardenne, que no defraudaron con La chica desconocida (La fille inconnue), como tampoco lo hizo Aki Kaurismäki con El otro lado de la esperanza (Toivon tuolla puolen). Ni un Olivier Assayas que salió airoso de pantanosas aguas fantásticas en Personal Shopper, o la catalana Carla Simón, quien firmó uno de los mejores debuts de la temporada con Estiu 1993. Además, descubrimos al sudafricano John Trengove, que ganó Cinema Jove con La herida (Ixeba) y gracias al premio del festival pudo estrenar en algunas ciudades españolas. Mención aparte para Silencio, film que han pasado por alto los resúmenes de 2017 y que merecía mayor atención, en tanto reincide en temas como la fe, la redención o la gracia, recurrentes en la obra de Martin Scorsese. Aquí se convierten en el eje central de una película donde el cineasta apuesta por una narración ascética, sin efectismos, que no renuncia al recurso simbólico, pero que se centra en transmitir la esencia de un discurso alejado del proselitismo cristiano y sustentado en la fragilidad de la fe, en la dificultad de mantener la creencia en un Dios ausente, mudo, insensible al sufrimiento. Nunca, ni siquiera en La última tentación de Cristo (The Last Tempation of Christ, 1988), había sido capaz Scorsese de transmitir de tal modo sus incertidumbres espirituales, conjugando de manera magistral imagen y texto, remando a contracorriente en un momento en que resulta más rentable apuntarse al distanciamiento cínico que ensuciarse las manos con asuntos trascendentes.
Más títulos a retener de este 2017 que dice adiós: Por encima de su condición de metáfora sobre el impeachment de la presidenta Dilma Rousseff y de su implacable denuncia del comportamiento mafioso de las constructoras en los procesos de gentrificación, Doña Clara (Aquarius), la segunda película de ficción del crítico brasileño reconvertido en director Kleber Mendonça Filho, es un magnífico vehículo al servicio de Sonia Braga, la actriz más importante en la historia del cine brasileño. Su interpretación es la columna vertebral que sostiene una película rodada al estilo del cine político de los setenta (el uso del zoom) que, además, propone una compleja reflexión sobre los efectos emocionales del paso del tiempo, cuestión que, de algún modo, también se aborda en Jackie, la primera incursión del chileno Pablo Larraín en Hollywood. Una película marcada por la muerte, que retrata a un personaje ensimismado, en un entorno que le sobrepasa, y que supera su condición de biopic para convertirse en una indagación interior. Larraín enfrenta a Natalie Portman desde delante, vagando con ella por los pasillos y estancias fantasmales de una Casa Blanca que se empeñó en redecorar y se ha convertido en una cáscara vacía, sin vida. Esa perspectiva, que sitúa a la actriz en el centro de la historia casi de manera permanente, forma parte de una estrategia en la que todo orbita alrededor del rostro de la Portman, que inevitablemente remite a la Maria Falconetti de La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d’Arc, Carl T. Dreyer, 1928).
La mención final es para la animación. Pero no recae en productos manufacturados por la gran industria como Coco (Lee Unkrich, Adrián Molina) o Ferdinand (Carlos Saldanha), sino en una modesta producción franco-suiza basada en un libro de Gilles Paris, escrita por la brillante Céline Sciamma y dirigida por Claude Barras. La vida de calabacín (Ma vie de Courgette), es una película que trata al niño sin condescendencia, que aborda de manera modélica cuestiones espinosas como la superación de la muerte o el maltrato infantil, realizada además con la artesanal técnica del stop-motion. Como siempre, han sido doce meses pródigos en buen cine, capaz de hacerse un hueco en la cartelera desde los márgenes, casi en términos de resistencia cultural, filtrándose por las escasas grietas que le dejan en las salas rentables operaciones de marketing como la saga Star Wars o ejercicios de nostalgia como el remake de Blade Runner. Con la desaparición de los Cines Aragó, el año que viene habrá menos pantallas en València para poder disfrutar de cine de autor arriesgado y que plantea desafíos al espectador, de ahí la importancia de mantenerlo vivo y no dejar que acabe recluido únicamente en festivales y filmotecas.