Se estrena en España ‘13 minutos para matar a Hitler’, donde Oliver Hirschbiegel reconstruye un complot fallido para matar al dictador alemán
VALENCIA. Johann Georg Hersel fue un campesino y carpintero originario de Suabia (Alemania) que ha pasado a la historia por organizar un atentado fallido contra Hitler y otros miembros de la cúpula del Partido Nazi, como Goebbels o Ribbentrop. Hersel sabía que estarían en una cervecería de Múnich el 8 de noviembre de 1939, y colocó una bomba que, para su desgracia, estalló trece minutos después de que los altos mandos nacionalsocialistas abandonaran el local. Detenido cerca de la frontera suiza, fue recluido en el campo de concentración de Dachau, donde sería ejecutado en 1945, solo tres semanas antes de la muerte del Führer. Setenta años después, el director Olivier Hirschbiegel ha llevado su historia a la pantalla en 13 minutos para matar a Hitler (Elser: Er hätte die Welt verändert, 2015), que llega a España después de competir en la Berlinale.
Se trata de la segunda incursión de Hirschbiegel (Hamburgo, 1957) en la historia reciente de su país, de nuevo con Adolf Hitler en el punto de mira. Cabe recordar que también es el director de El hundimiento (Der Untergang, 2004), ambientada en 1945, durante la encarnizada batalla de Berlín, mientras el dictador (un impresionante Bruno Ganz) y sus fieles se mantienen atrincherados en un búnker. Una poderosa narración de los últimos días del Führer que le permitió dar el salto a Hollywood (de donde salió trasquilado, como muchos otros europeos) y que ha generado infinidad de doblajes paródicos en YouTube.
Lo que más sorprende de 13 minutos para matar a Hitler, más allá de la canonización de un personaje como Hersel, que acabó pagando con su vida un atentado frustrado que hubiera podido cambiar la historia, es la apuesta por un argumento cuyo desenlace el espectador conoce de antemano. Cuando James Cameron puso en marcha su megalómana Titanic (1997), hubo quien comentó con sorna que no tenía sentido tan abrumador despliegue de medios cuando todo el mundo sabía que, al final, el barco se hundiría al chocar contra un iceberg. De hecho, el director era consciente de ello y puso el acento en la relamida historia de amor interclasista entre Leonardo DiCaprio y Kate Winslet. No es asunto baladí: si el espectador conoce la resolución del conflicto, pero así y todo decide sumergirse en la película, lo que hace es poner todo su interés en el cómo, y no solo en el qué. Es decir, valorando no solo el relato, sino su elaboración y los mecanismos con que está construido.
Un caso similar al de 13 minutos para matar a Hitler es el de Valkiria (Valkyrie, Bryan Singer, 2008), que cuenta el intento del Coronel Claus von Stauffenberg, un aristócrata alemán, de derrocar el régimen nazi y acabar con la guerra eliminando previamente a Hitler. El atentado consistía en la colocación de una bomba en el búnker del Führer, y obviamente fracasó, pero la película logra mantener el suspense incluso aunque el espectador sabe de antemano que el plan está condenado a naufragar. Tampoco extraña, teniendo en cuenta que el responsable del film es Bryan Singer, quien ya hizo gala de su capacidad para jugar con la suspensión de la credibilidad en la magistral Sospechosos habituales (The Usual Suspects, 1995).
Ambos títulos son correctos ejemplos de reconstrucción histórica desde la ficción, que no obstante pagan el encorsetamiento de basarse en hechos reales y, por tanto, juegan con la gran desventaja del spoiler histórico. Para evitarlo, situándose en el extremo opuesto y demostrando que la ficción es precisamente eso, ficción, Quentin Tarantino decidió cambiar la historia en Malditos Bastardos (Inglourious Basterds, 2009). No le interesaba recrear un episodio verídico, sino inventar el suyo propio. Así que reunió a Hitler y sus gerifaltes en una sala de cine (y aquí la pirueta es, sencillamente, de ovación y vuelta al ruedo) y acabó con ellos del modo que nunca pudo hacerlo ninguno de los muchos que trataron de atentar contra su vida. Una genialidad que no rendía cuentas con la historia, sino con la capacidad fabuladora del arte.
Consultando Internet Movie Database, el archivo cinematográfico de datos más completo de la red, aparecen casi quinientas encarnaciones de Hitler en el cine, incluyendo también su presencia en series de televisión. Desde Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941) hasta Indiana Jones y la última cruzada (Indiana Jones and the Last Crusade, Steven Spielberg, 1989), las apariciones del Führer son de una frecuencia inusitada en la historia del medio, aunque quizá la más famosa, y también la que lo caricaturizó de manera más feroz, es precisamente una en que no se le cita por su nombre. En El gran dictador (The Great Dictator, 1940), Charles Chaplin decidió llamar Hynkel al mandatario del imaginario país de Tomania para que su discurso contra la intolerancia adquiriese un carácter universal, aunque resulta inevitable pensar en Hitler al ver al cómico vestido con el uniforme militar y luciendo un bigote que, curiosamente, caracterizó tanto al déspota como al cineasta.
Casi convertido en un icono de la cultura popular (nunca han faltado tampoco las teorías que sostienen que no murió en el famoso búnker), Hitler ha sido objeto de parodia en infinidad de ocasiones, aunque no siempre hagan gala del sentido crítico con que abordó su figura el gran Chaplin. Es bastante más común encontrarse con subproductos como Nazi Apocalypse (Charles Vick Duncan, 2012), que utilizan la parafernalia del nazismo como un elemento cómico más. Incluso la desopilante Kung Fury (David Sandberg, 2015) presentaba a un Hitler karateka dispuesto a dominar el mundo. Por no hablar de sus apariciones en series de animación como South Park, Los Simpson, Futurama o Padre de Familia, así como en sketches humorísticos de los Monthy Python.
Más allá del Führer, la simbología nazi dio origen incluso a una corriente dentro del cine de explotación, conocida como nazisploitation, que combinaba la parafernalia estética del Tercer Reich con el erotismo. Se trata, en muchos casos, de películas que siguen el trillado esquema del subgénero WIP (Women In Prison, es decir, mujeres encarceladas) y lo sitúan en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. La cinta canadiense Ilsa: La loba de las SS (Ilsa: She Wolf of the SS, Don Edmonds, 1975) es el ejemplo más emblemático de un género que se propagó rápidamente por Italia, el país con mayor facilidad para fagocitar tendencias foráneas y convertirlas en carne de serie Z, mediante títulos como La última orgía de la Gestapo (L’ultima orgia del III Reich, Cesare Canevari, 1977) o La bestia en calor (La bestia in calore, Luigi Batzella, 1977), conocida internacionalmente como SS Hell Camp. Tinto Brass trató, en vano, de dar un toque de distinción al tema en Salón Kitty (Salon Kitty, 1976).
En el lado opuesto, se puede encontrar un aproximación más rigurosa al poder de fascinación que ha ejercido la ética y estética nazi en El portero de noche (Il portiere di notte, Liliana Cavani, 1974), mientras que Luchino Visconti cuenta en La caída de los dioses (La caduta degli Dei, 1969) las vicisitudes de una familia de la alta burguesía alemana que no puede evitar verse envuelta en las luchas de poder entre las distintas facciones nazis. Y los estómagos más curtidos pueden echar mano de la perturbadora Saló o los 120 días de Sodoma (Salò o le 120 giornate di Sodoma, 1975), donde Pier Paolo Pasolini adapta al Marqués de Sade situando su obra en una mansión aristocrática italiana durante la ocupación nazi. Allí, cuatro personajes poderosos (el Presidente, el Duque, el Obispo y el Magistrado) someten a todo tipo de humillaciones y vejaciones a un grupo de jóvenes de ambos sexos, partisanos o hijos de partisanos, que han sido hechos prisioneros.
El nazismo ha suscitado películas basadas en la reconstrucción histórica de carácter retrospectivo, parodias, cine de explotación y feroces diatribas críticos, pero no conviene olvidar que también tuvo su filmografía oficial. Al mismo tiempo que numerosos cineastas europeos huían de Hitler emigrando a Estados Unidos (donde rodaron no pocas películas contra el régimen), el Tercer Reich tenía a su servicio una maquinaria centrada en películas de propaganda que podían ser tremendamente burdas y maniqueas (característica habitual en el género, independientemente de la ideología), pero también muy elaboradas. Y nadie supo articular mejor el discurso nazi a través del cine que Leni Riefenstahl.
La cineasta oficial del régimen es la responsable de El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens, 1935), documental rodado cuando Hitler solo llevaba un año en el poder, coincidiendo con el triunfalista y patriótico congreso del partido nacionalsocialista en Nuremberg, destinado a exaltar los valores raciales y patrios del pueblo ario alemán. Y si su objetivo puede resultar rechazable, lo cierto es que la película es una obra maestra del cine de propaganda, como se encargó de argumentar en su disección de la obra Román Gubern, que le dedica un generoso espacio en su ensayo La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas. La minuciosa puesta en escena de las ceremonias políticas exhibidas en la película, que persigue su espectacularización en la pantalla, así como el despliegue técnico (treinta cámaras), exceden con creces los márgenes del documental.
Tres años después, Riefenstahl presentaría Olimpiada (Olympia, 1938), otro film monumental (casi cuatro horas, divididas en dos partes), centrado en este caso en los Juegos Olímpicos celebrados en Berlín en 1936. De nuevo, la meta era la glorificación de la nación alemana y su poderío físico, aunque la cineasta trató por igual la figura del afroamericano Jesse Owens, gran estrella en las pruebas de atletismo. Fue la primera Olimpiada filmada, y sigue siendo una de las más espectaculares, gracias a las numerosas soluciones técnicas inéditas hasta el momento que Riefenstahl puso en práctica para captar en toda su grandeza las competiciones deportivas. Méritos artísticos que siempre ha costado defender a causa del controvertido carácter propagandístico de una obra fascinante y repulsiva a un tiempo.
El cine relacionado con el Führer y el nazismo es terreno abonado a interpretaciones de todo tipo. Siegfried Kracauer, en el mítico ensayo De Caligari a Hitler (1947), usa las herramientas teóricas del marxismo y el psiconálisis para estudiar el periodo del cine alemán que va de 1919 (estreno de El gabinete del doctor Caligari) hasta 1933 (subida de Hitler al poder), y que coincide con el auge del expresionismo y la formación de un nuevo lenguaje audiovisual, con objeto de buscar los antecedentes fílmicos del nazismo. Un apasionante trabajo que luego ha sido relativizado, pero que puede ser el punto de partida ideal para investigar en las variadas y complejas relaciones entre la cámara de cine y el monstruo.
Si hay un tema mal contado —y paradójicamente, bastante bien estudiado— es el del papel del esoterismo y el ocultismo en el Tercer Reich. El periodista José Gregorio González bucea en esta relación en su libro 'Magia, ocultismo y sociedades secretas en el Tercer Reich' (Almuzara)