Encuentro con una figura clave de la dramaturgia para público infantil
VALÈNCIA. La primera vez que Suzanne Lebeau (Montreal, 1948) reparó en la singularidad del público infantil fue a los 20 años. Hasta la fecha, la entonces actriz había participado en obras destinadas a adultos, pero en 1970 cambió de tercio e interpretó a Colombina en una comedia del arte en la que el personaje de Pierrot era mudo. Al término de cada función, invariablemente, los niños se dirigían a ella hablando y a su compañero, por gestos. Las incógnitas se le acumularon: ¿Creían que el actor era realmente mudo o respetaban los códigos del teatro?¿El lenguaje corporal les era más cercano?¿Dónde se sitúa las fronteras entre realidad y ficción?
Aquel cúmulo de dudas la impulsó a formarse como mimo en París, bajo la formación de Étienne Decroux. Después, en Polonia, donde aprendió el poder metafórico de las marionetas. Y con ese bagaje y dos malas experiencias sucesivas en el teatro para niñas y niños, banales, moralizadoras, se decidió a escribir para esa audiencia incomprendida. Este pasado domingo, la dramaturga canadiense, hoy una de las voces más influyentes del género infantil y juvenil, compartió una charla en el MuVIM organizada por la Associació Valenciana d'Escriptores i Escriptors Teatrals (AVEET) y el Teatre Escalante, con la colaboración del Festival Jaleo
Lebeau ha escrito 27 obras originales, tres adaptaciones y numerosas traducciones. Ha sido reconocida con los más importantes galardones, entre otros, el grado de Chevalier de l’Ordre de la Pléiade por parte de la Asamblea Internacional de Parlamentarios de Lengua francesa, y la más alta distinción otorgada en Canadá en el campo de las artes, el Premio del Gobernado General de Artes Escénicas. Sin embargo, declara que los premios más importantes son los que le han dado los niños, que le enseñaron su oficio.
- ¿Qué panorama encontraste en el teatro infantil cuando te iniciaste como dramaturga hace 40 años?
- En ese momento había dos maneras de escribir para los niños: desde la fantasía o desde un punto de vista didáctico, como si los adultos estuviéramos en posesión de la verdad. Había que hacer soñar a los niños, porque son frágiles e inocentes, o enseñarles algo, porque están aprendiendo. Como si al llegar a la edad adulta dejáramos de hacerlo.
- ¿Cuándo se despertó en ti el interés por la dramaturgia infantil?
- Hace 40 años participé en una obra que se llamaba El bosque encantado. El título lo decía todo. La brecha entre el discurso de los niños después de las actuaciones y los textos que estaba interpretando era abismal. La pieza trataba de inculcarles que no desobedecieran a sus padres. Era de una fantasía artificial, sin raíces en la realidad. Así que me sorprendió escuchar a los críos decir cosas tan inteligentes, complejas y fuertes, sin los prejuicios que tenemos los adultos al hablar de ellos.
- ¿Qué prejuicios son los más habituales entre los adultos en el trato con los niños?
- Nos referimos a ellos como si fueran una misma cosa, como si todos fueran iguales y un poco tontos, como si buscaran la maravilla absoluta, lo que el sociólogo belga H. Koning describe, al referirse al mundo Disney, como una sociedad “sin movimiento y mucho menos lucha social, un sueño estéril (de extrema derecha) donde ricos y pobres, dominantes, dominados y ardillas se codean con una sonrisa”.
- ¿Cómo aprendiste a escribir para niñas y niños?
- Al principio, no sabía cómo hacerlo. Empecé por lo que sabía de la infancia, que era poca cosa. Durante el primer lustro escribí de manera didáctica e inocente. Cuando mi hijo tenía tres años lo llevaba a todos los espectáculos y lo observaba, como al resto de los niños entre el público. Se apasionaban con ciertas cosas y perdían el interés con otras. Así que me preguntaba qué es lo que lograba cautivarlos. Antes de los estudios de teatro había hecho un bachillerato de Pedagogía y regresé a muchos psicólogos que habían escrito sobre el desarrollo cognitivo infantil. También trabajé con niños de tres a cinco años en talleres de creatividad libre cuatro días a la semana, dos horas al día. De ahí surgió el primer texto que escribí pensando en una franja de edad determinada, Una luna entre dos casas (1979), donde tuve en cuenta que era el periodo en que están descubriendo el lenguaje, al otro, el mundo exterior. Y vi a los niños de entre tres y cinco años absolutamente embelesados desde el principio hasta el final del espectáculo. Nunca más escribí sin preocuparme por el público.
- ¿Siempre desarrollas tus procesos de escritura apoyándote en ellos?
- Siempre. Paso uno, dos, tres, cinco meses… y llegué a compartir un año entero para escribir Los pequeños poderes (1981). Después, lo más difícil es no traicionar la autoría. Lo que escucho de crías y críos es como la comida, se vuelve lo que soy, debe estar absolutamente digerido y convertirse en mi sangre. Para ello, he de tener paciencia y esperar que surja una metáfora fundacional que me permita hacer callar todas las dudas, todos los puntos de vista y recuperar mi lengua, mi aliento, mi manera de hablar de una cosa.
- ¿Qué has aprendido de tus compañeros de creación?
- Fueron ellos los que me permitieron empujar las fronteras de lo que se puede decir y de lo que no, de lo moral e inmoral, de lo permitido y de lo que no lo está. Los niños son tan fuertes, tan abiertos, tan disponibles… Tienen una fuerza moral increíble y un sentido de lo que es bueno y de lo que es malo.
- ¿Qué desencuentros vives con los adultos que les acompañan?
- Cada adulto tiene su idea de lo que es un niño, de lo que es bueno para ellos, de lo que se les puede o no ofrecer, de lo que pueden entender, como si entender fuera la palabra clave para un encuentro artístico. Cuando escribí mi libro sobre el incesto, Petite Fille dans le noir, los adultos que atendieron a una de las lecturas me dijeron que cómo podía hablarles de abuso a niñas que nunca habían sido víctimas. Pero yo no maté a mis hijos y puedo estar conmovida por el drama de Medea. Eso es el teatro, un concentrado que nos permite vivir una suerte de catarsis.
- ¿Cómo surgen las pulsiones para que escribas sobre temas como el incesto, los niños soldado, la muerte, los niños de la calle…?
- Depende, puede venir de la vida, de un documental… El ogrito surgió de una pregunta obsesiva: cómo pueden vivir los críos, que no saben nada de filosofía y psicología, con ese ímpetu que nos hacen hacer cosas que no queremos. Tenemos impulsos mucho más fuertes que nuestras intenciones. Así que trabajé con ellos durante tres meses formulándoles preguntas. El ruido de los huesos que crujen, sobre los niños de la guerra, surgió de un documental que me conmovió sobremanera.
- ¿Hay algún tema que te resistas a tratar?
- Lo único que no puedo soportar en una obra para niños es presentar a una víctima inocente que no puede cambiar nada en su vida. De ahí que nunca hayamos puesto en escena Petite Fille dans le noir, porque su protagonista de ocho años es una víctima impotente. El ogrito puede cambiar, como el resto de los personajes, también Petit Pierre, otro de mis textos, que hace un tiovivo poético, mecánico y maravilloso.
- Desde que empezaste a escribir hasta la actualidad han irrumpido las nuevas tecnologías, desvirtuando la realidad. ¿De qué manera piensas que el teatro puede reconectarnos con lo real?
- No tengo solución, pero en las funciones infantiles pienso y compruebo que los niños están ávidos de emociones realmente fuertes, del aquí y ahora del teatro. Es muy extraño, pero me he dado cuenta de que el teatro, que es ficción, se ha vuelto casi más verdadero que la televisión, que presenta la vida. Una bofetada a un niño en una obra de teatro provoca una tensión increíble en los más pequeños. Pueden ver guerras en directo en la televisión durante horas y horas, 10.000 muertos hoy, 200.000, mañana, pero un bofetón sobre las tablas les deja en shock durante 10 minutos. El teatro tiene una fuerza increíble y si desestimamos esta fuerza nos estaremos equivocando.
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