La Sala Russafa programa Búho, de la atípica compañía catalana, que estrena obra cada dos o tres años
VALÈNCIA. Cada nuevo espectáculo de Titzina es un acontecimiento para muy teatreros. Tras 23 años de trayectoria, la compañía catalana solo cuenta con seis producciones por lo meticuloso de sus procesos de creación. Nacieron en 2001, con unos modos obsesivos y rigurosos de explicar historias que les han protegido de caer en el ciclo de producción anual propio de su gremio.
Gracias a esa postura en los márgenes, el circuito profesional ha aceptado su forma de trabajo de buena gana. Giran tres años y medio y reaparecen cuando renuevan su ilusión.
Del 23 al 26 de enero de este próximo año, la Sala Russafa acoge la última propuesta del dúo formado por Diego Lorca y Pako Merino, Búho. Como en todas las ocasiones anteriores, la obra es el resultado de un largo y profundo periodo de investigación, con entrevistas y experiencias inmersivas junto a los protagonistas de los asuntos abordados en la pieza, donde se alumbra realidades habitualmente en la sombra. Pero en este caso, esa oscuridad es tanto metafórica como real.
Búho es la conjunción entre las inquietudes que les provocaron una película y un libro. El documental que despertó la chispa fue Clive Wearing: el hombre con siete segundos de memoria, sobre un director de orquesta que sufre uno de los casos más graves de amnesia en el mundo a raíz de un herpes cerebral. El ensayo literario se titula Bajotierra: Un viaje por las profundidades del tiempo, donde su autor, Robert Macfarlane, invita a un descenso hacia la historia, la cultura y las memorias del subsuelo.
Titzina ha amalgamado en un thriller escénico ese fundido a negro de la mente con la exploración de la memoria que esconden los mundos que yacen bajo nuestros pies.
Su protagonista, Pablo, es un antropólogo forense especializado en restos paleolíticos que padece una amnesia severa a raíz de un ictus. “No tiene la urgencia del género en el audiovisual, pero sí cabalga sobre la incógnita: el protagonista se despierta y no sabe quién es ni dónde está. Para conseguir la subsistencia de su identidad y de él mismo, le aparecen pistas que debe ir componiendo”, adelanta el dramaturgo del montaje, Diego Lorca.
A fin de documentar la desorientación y los obstáculos a los que se ha de enfrentar su personaje, los creadores acompañaron durante tres meses al equipo de neuropsicólogos, pacientes y familiares del Instituto Guttmann de Barcelona y Badalona, un hospital especializado en reurorehabilitación.
Descubrieron, por ejemplo, que el cerebro “es muy malo recuperando los detalles”, pero opera mejor al rescatar el contexto.
“Vamos a mostrar cómo funciona un cerebro, vamos a entrar en su interior, a su velocidad y el público va a ir acompañando al protagonista, abriendo los cajoncitos de su memoria”, expone Lorca.
El cine se ha servido de la enfermedad de Alzhéimer para reflexionar sobre la memoria particular y la memoria histórica. En documentales como Bucarest, la memoria perdida (Albert Solé, 2008), un retrato tanto individual como colectivo de la figura del militante antifranquista y figura clave de la Transición, Jordi Solé Turá, y La memoria infinita (Maite Alberdi, 2023), protagonizada por el reconocido periodista cultural chileno Augusto Góngora, aquejado de la dolencia, y su pareja, la ex ministra de cultura del país andino, Paulina Urrutia, lo individual se torna político. En Búho, se torna antropológico.
“Somos el resultado de una línea infinita de genética y de historia. La memoria es el grano, porque no solo encierra la identidad, sino que todos vibramos en ella. Cuando vas a una cueva, lo entiendes, porque te estalla la cabeza. En la oscuridad, cuando ves una pintura rupestre, la reconoces como algo tuyo, algo te conecta con ese trazo. Esa conexión es parte de la memoria como especie”, conecta el autor del texto, que también participa como autor y director junto a Pako Merino.
Argumentalmente, la propuesta adquirió así una mayor trascendencia, porque la pérdida de identidad de Pablo se convirtió en una excusa para indagar en su cerebro sesgado un pasado que toda la humanidad tenemos en común.
“Me interesa lo ancestral de la memoria, pero también hay que ponerse preguntas sobre el presente y la pregunta es qué piso”, nos introduce Lorca a las experiencias de su proceso de investigación en esta ocasión.
Junto a Merino ha descendido tanto a las entrañas de Madrid y Barcelona como a las Cuevas de Puente Viesgo en Cantabria. En su documentación han explorado los subterráneos rurales, pero también los urbanos. Y lo han hecho de forma legal e ilegal.
Ambos acompañaron a exploradores urbanos y a los Mossos d´Esquadra de Barcelona de la Unidad de Subsuelo. “La espeleología es más normal que lo que hacen estos dos colectivos. Lo que hacen los primeros es enfrentarse a riesgos personales y multas motivados por retos de descubrimiento, pero también me resulta fascinante la policía que deriva en unidad específica y los persiguen a ellos”, contrasta el dramaturgo, quien desvela que tras el título de la obra hay un inconformismo marca de la casa.
En un mundo cultural marcado por el algoritmo y las fórmulas, Titzina pugna por salir de la linealidad en las propuestas escénicas. “Estoy cansado de vodeviles y de historias de familias donde no se profundiza”, se confiesa.
Desde el extremo opuesto de los lugares comunes, Búho propone una espeleología personal hacia el interior, y en esa inmersión, Pablo se siente atraído por esta rapaz nocturna, muy ligada a la mitología. En la Antigua Grecia acompañaba a Atenea, diosa del conocimiento, y representaba la sabiduría. Algunas tribus americanas lo ligan a la protección en la oscuridad. Los mayas, por su parte, lo consideraban un mensajero del inframundo, por hallarse en el linde entre la vida y la muerte.
En Búho es el alter ego del protagonista, “su medio para transitar ese mundo de oscuridad”. La compañía trasciende su drama con fantasía, metáfora y abstracción para conectar la obra con la poesía.
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