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'LA PANTALLA GLOBAL'

Wim Wenders rinde homenaje a los artistas que le inspiraron

El libro ‘Los píxels de Cézanne’ recoge los abundantes textos del cineasta alemán sobre sus afinidades culturales

10/06/2016 - 

VALENCIA. En 2015, coincidiendo con el setenta cumpleaños de Wim Wenders, la editorial alemana Verlag der Autoren propuso al cineasta reunir por primera vez todos los textos sobre otros artistas que había ido escribiendo a lo largo de los últimos veinticinco años. Se trata de discursos destinados a homenajes o ceremonias, prólogos, apuntes personales y algunas impresiones que aún no habían visto la luz, y que Wenders revisó para la ocasión, corrigiendo o actualizando muchos de ellos a sabiendas de que, esta vez, su destino final era el papel impreso. Ahora, el lector hispano puede disfrutar también de su lectura gracias a la traducción (a cargo de Florencia Martín) que ha puesto a su disposición la editorial Caja Negra, titulada Los píxels de Cézanne e incluida dentro de una cuidada colección que alberga obras de Jean-Luc Godard, John Waters, Jonas Mekas, Harun Farocki o Alexander Kluge.

Wim Wenders

En Escribo, luego pienso, el texto que abre el volumen y que Wenders redactó con motivo de la publicación del libro, rememora el origen de sus primeras reflexiones escritas, a finales de los años sesenta. Eran breves reseñas para la revista Filmkritik, y desde entonces reconoce que “solo escribiendo puedo pensar las cosas hasta el final”. Curiosamente, muchos de los pasajes incluido en Los píxels de Cézanne están escritos en forma de poema en prosa, a modo de sucesión de versos sin rima, una extraña manera de redactar que, sin embargo, le resulta de gran utilidad, ya que, según afirma, “genera patrones, ‘bloques visuales de ideas’ o una estructura en la que hay una especie de gramática visual que me ayuda a no perder de vista la gramática de los pensamientos”. Eso sí, advierte también desde el principio que no es “un teórico del cine, y miro las películas como cualquiera, como público”.

Antonioni y Sam Fuller

Una parte de los recuerdos que recoge en el libro están relacionados con cineastas con los que trabajó en algún momento. Entre ellos, Michelangelo Antonioni, a quien conoció en el Festival de Cannes de 1982. Entonces le preguntó por el futuro del cine para incluir sus opiniones en un film documental para televisión titulado Habitación 666 (Chambre 666, 1982), donde también participaron Rainer Werner Fassbinder, Godard, Monte Hellman o Werner Herzog, entre otros. Poco podía sospechar Wenders que, en 1993, le contactaría un productor para proponerle que fuera el director de apoyo de Antonioni en el proyecto Más allá de las nubes (Al di là delle nuvole, 1995). El italiano había sufrido un accidente cerebrovascular unos años antes y, sin la participación de otro director que pudiera hacerse cargo del proyecto si Antonioni tenía problemas médicos, era imposible encontrar una aseguradora que aceptara asumir los riesgos de la película.

“Tuve desde el primer momento la sensación de que Michelangelo entendía mi aportación, en parte, como un ‘mal necesario’ y que hubiese preferido rodar toda la película solo”, admite Wenders. “No podía molestarme por eso; al contrario, lo entendía muy bien. Pero creo que aceptó a su pesar”. Lo cierto es que Antonioni tenía enormes dificultades en el habla y resultó muy difícil llevar el film a buen puerto, pese a la intervención del guionista Tonino Guerra. Al final, Wenders firmó el prólogo, el epílogo y los intermedios entre las cuatro historias de la cinta, realizadas por el italiano según otros tantos relatos de su puño y letra. “La única forma de enterarse de qué película tenía Michelangelo en mente era hacerla”, concluye Wenders, que admitió sentirse como un asistente de dirección, y cuyas reflexiones en torno a la gestación y desarrollo de proyecto contribuyen a esclarecer su carácter fallido.

Con el indómito Sam Fuller tuvo una relación más estrecha. Contó con él como actor en El amigo americano (Der amerikanische Freund, 1977), El estado de las cosas (Der Stand der Dinge, 1982), El hombre de Chinatown (Hammett, 1982) y El final de la violencia (The End of Violence, 1997), pero lo que más le gustaba era escucharle contar historias. Y Fuller, director de raza que había combatido activamente en diversos frentes durante la Segunda Guerra Mundial, tenía muchas. “Debo haber pasado cientos de horas en su compañía”, relata Wenders, “pero en veinticinco años nunca me refirió dos veces la misma historia. Había vivido tantas cosas que podía dejar muy atrás a una horda de viejos jactanciosos en cualquier lobby de hotel. Fue, sin duda, uno de los mayores directores del siglo XX y también, y esto lo digo con absoluta seguridad, uno de sus mayores narradores”. Películas como Corredor sin retorno (Shock Corridor, 1963) o Uno rojo, división de choque (The Big Red One, 1980) dan la razón a Wenders.

Bergman, Anthony Mann, Douglas Sirk y Yasujiro Ozu

En el libro también habla de cineastas a los que admira, aunque no haya trabajado nunca con ellos. Como Ingmar Bergman. “Me veo en los Estados Unidos, ya como director, saliendo de una proyección de Gritos y susurros (Viskningar och rop, 1972) en San Francisco que me hizo llorar a moco tendido por un cine que, habiéndolo denostado diez años atrás como el ‘cine europeo miedoso y meditabundo’, de repente se convertía en un hogar en el que me sentía más abrigado que en el de la ‘tierra prometida’ del cine en la que estaba en ese momento”. Las escapadas adolescentes para ver la prohibida El silencio (Tystnaden, 1963), que le mantuvo durante varios días en estado de turbación, o su rechazo inicial a Persona (1966), durante una época en que renegó del cine con aspiraciones psicologistas, son otros de los recuerdos de Wenders relacionados con el maestro sueco.

En su formación, tan importante como Bergman fue Anthony Mann. “En realidad, había ido a París a estudiar Bellas Artes, pero de pronto descubrí la filmoteca y, por ende, el cine, y llegué por casualidad a una retrospectiva de Anthony Mann, y en definitiva fueron esas películas (y ningunas otras) las responsables de que yo colgara la pintura y empezara a estudiar cine y a escribir críticas”, reconoce. Y aunque ha subrayado que lo suyo no es el análisis cinematográfico, rememora el recuerdo imborrable de El hombre del Oeste (Man of the West, 1958). “Sigue siendo mi favorita de Mann. Al verla una vez más, me despierta de inmediato el recuerdo de lo que me dejó sin habla y me quedó tan grabado cuando la vi por primera vez en París: Cada encuadre parece cincelado en piedra, cada imagen es de una claridad, una sencillez y una concisión casi perfecta, cada corte, pura calma y certeza, y la narración tiene un ritmo de un sosiego tan juicioso que se traslada a la trama y a los personajes”.

Contemporáneo de Fassbinder, Wenders se pregunta en otro de los textos qué hubiera sido de su compañero de generación si lo directores franceses de la nouvelle vague no hubieran reivindicado “el estilo inconfundible y extraordinariamente expresivo” de Douglas Sirk en melodramas como Escrito sobre el viento (Written on the Wind, 1956). “En sus películas, la sociedad estadounidense se desbarranca y se hunde por sus propios principios. Se mueve impulsada por una fuerza infame, represiva, y sus héroes son prisioneros de esas reglas. No saben ni cómo vivir ni cómo morir. El dinero, el poder, la codicia, las drogas… El sueño americano se ve desde un ángulo puramente destructivo que carcome la moral y las costumbres. La claridad con que este director alemán en el exilio intuyó esa radiografía hace medio siglo es asombrosa, y el ojo casi clínico con que la expresó no deja de ser sorprendente”, proclama un apasionado Wenders, al que resulta gozoso leer cuando se entusiasma hablando de cine.

La eterna juventud del portugués Manoel de Oliveira, a quien pidió una breve colaboración en Lisboa Story (Lisbon Story, 1994) protagoniza otro de los capítulos de un libro que conviene saborear a base de pequeños sorbos, disfrutando del placer de compartir las reflexiones de un cineasta sobre algunos compañeros de oficio. Y descubrir, por ejemplo, que Wenders realizó Tokyo-Ga (1985) para desentrañar el misterio que acompañó a la figura de Yasujiro Ozu desde que descubrió sus películas. “Primero estuve un rato mirando incrédulo la pantalla, hasta que después, muy lentamente, comencé a entender y aceptar que estaba presenciando algo fuera de serie: Lo que veía era lo que había, y lo que había era lo que veía, ni más ni menos. Mera presencia. Mera verdad. Mera existencia”. La epifanía sucedió con Cuentos de Tokio (Tôkyô monogatari, 1953), pero podría haber ocurrido con cualquier otra. Imposible permanecer indiferente ante la maestría del japonés para convertir lo cotidiano en trascendente.

Pintores, fotógrafos, bailarinas

Como se puede intuir por su título, en Los píxels de Cézanne Wenders no solo escribe sobre cine. La bailarina Pina Bausch (a la que dedicó un documental en tres dimensiones en 2011), los fotógrafos Peter Lindbergh, James Nachtwey y Barbara Klemm, el diseñador y estilista Yohji Yamamoto o los pintores Andrew Wyeth y, por supuesto, Paul Cézanne, protagonizan otros episodios del libro, que también dedica un capítulo a uno de los artistas que mayor influencia ha tenido en su trabajo: Edward Hopper. “En la época de El amigo americano, mi director de fotografía, Robby Müller, y yo sentíamos tal fascinación por él que cargábamos por todas partes con las reproducciones de sus obras y las tomábamos como modelo para muchos encuadres”, reconoce. La obsesión por su trabajo no remitió con los años, y en El final de la violencia Wenders reprodujo uno de sus cuadros más famosos, Nighthawks (1942).

“En los cuadros de Hopper se ve claramente que sentía una gran estima por el cine y que ese lienzo blanco ante el que se habrá visto tantas veces en su taller debe haber sido un confidente y un aliado. Darle a cada cosa una forma firme, asignarle un lugar, superar el vacío, el miedo y el espanto capturándolos precisamente en esa superficie blanca son momentos que su obra comparte con el cine y que hacen que Hopper sea, desde el caballete, un gran narrador del lienzo junto a los grandes pintores del cine”, asegura un Wenders plenamente consciente de que el cuadro House by a railroad (1925) fue la fuente de inspiración directa para el motel de Norman Bates en Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960) o de que Abraham Polonski llevó a su director de fotografía (Georges Barnes) a ver una exposición de Hopper antes de rodar La fuerza del destino (Force of Evil, 1948) para explicarle el aspecto que deseaba que tuviera la película.

Wenders recuerda que la obra de Hopper es coetánea del apogeo del cine narrativo clásico estadounidense y señala que sus cuadros puede ser contemplados desde esa perspectiva. “Todos, sin excepción, captan escenas que pueden estar a la espera de un suceso o, a veces, inmediatamente después de que algo haya ocurrido. Muestran la calman previa a la tormenta o la escena desierta después del encuentro dramático. En Gas (1940), el empleado de la gasolinera acaba de llenar el depósito del coche. Es una escena tomada de Los amantes de la noche (They Live by Night, Nicholas Ray, 1948)”. Que la película sea posterior a la pintura no dice tanto de un posible lapsus temporal de Wenders como del carácter universal de la obra de Hopper, porque de lo que habla el director alemán en cada uno de los textos que componen el libro es de las sensaciones y emociones que genera el arte.

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