VALÈNCIA. Es la primera luna llena de la primavera la que trae consigo la Semana Santa, tan conocida y reconocida dentro y fuera de nuestras fronteras, por su paseado barroquismo, su arte en la imaginería, sus devotas saetas, sus escondidos participantes tras las oscuras vestas, etc. Y sus sonidos, el más importante, el de los tambores y bombos que retruenan entre las calles, cubiertas de resbaladiza cera derretida.
No existen datos exactos y contrastados de los orígenes reales de este instrumento bimembráfono y percutido. Algunas voces apuntan a su invención en los tiempos de las culturas antiguas, otras se encaminan a su procedencia asiática. Aquí, en la península ibérica, parecer ser fue introducido por los árabes, y desde entonces hasta ahora ha sido un elemento utilizado con diversos fines. Empleados en tiempos de guerras, contiendas y como símbolo sonoro de presencia, durante estos días de pasión y resurrección son una de las máximas expresiones sonoras comunitarias.
En 2018 la UNESCO inscribió las Tamborradas en la lista del Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Un reconocimiento internacional a diversas poblaciones españolas repartidas entre la Comunidad Valenciana, Castilla-La Mancha, Andalucía, Aragón y la Región de Murcia. A lo largo de los últimos años, en estas localidades, se ha consolidado la red de personas, agrupaciones, cofradías, peñas, etc., que portan la tradición de los repiques de tambores durante estos días, resultado de diversos procesos artesanales de construcción de estos.
El estruendoso sonido de los tambores evoca, en este contexto, el caos, al cataclismo físico que sufrió la tierra cuando Cristo murió. Los repiques se convierten en lamento, en desesperado grito que rompe el gélido ambiente de estos fúnebres días. Antiguamente eran sonados también dentro de los templos, para explicar a la comunidad el gran drama de la muerte de Jesucristo, y junto con pólvora y matracas, se generaba un paisaje sonoro catártico que embelesaba a las personas. Esta música de percusión cumple una función social espontánea e invade el espacio público, como si de un rezo común se tratara. La marcha es marcada por los tambores y los grandes bombos acentúan el gran ritmo grupal.
Es cierto que cada localidad se distingue por las marchas y ritmos que se tocan, o por los momentos en que se realizan, o por la fama que han ido adquiriendo, las conocidas “rompidas de la hora”, comúnmente el Viernes Santo. Pero si algo hemos conocido, que es relevante de destacar es el caso de Tobarra, en la provincia de Albacete. Aquí, desde las cuatro de la tarde del Miércoles Santo hasta la medianoche del Domingo de Resurrección no se deja de escuchar un tambor. Son las 104 Horas de Tobarra, que tan solo cuentan con dos momentos, breves, de silencio general: durante la Bendición del Viernes Santo en el Calvario y durante el Encuentro Glorioso el Domingo por la mañana.
No es que los tambores y bombos acompañen las celebraciones y procesiones por las calles, es que el tambor se convierte en un complemento personal, que se carga todo el día, se vaya donde se vaya. Los vecinos y vecinas salen de casa con su túnica y con su tambor; vayan a pedir azúcar, a tomar un café al bar o a ver pasar la procesión. Los trayectos por la calle se hacen tocando la “Zapatata”. Mientras se espera la cena, se toca la “Magdalena”. Cuando quedan las cuadrillas, lo hacen para tocar “Me lo has tentao”. Tan solo deben de cesar su toque si quieren acercarse a las procesiones.
Ese ambiente de música colectiva, en este caso, se torna también en ritual personal y/o familiar. Se espera durante todo el año, para poder expresarse a través de los tambores, y no deja de hacerse aún estando solo. Ni de día, ni de noche. Es indescriptible la emoción que a uno le embarga incluso cuando casi durmiendo, se escuchan los tambores de fondo, como si de un hilo musical se tratara. Todo lo inunda el sonido de los tambores, generando un clima irrepetible. Un escenario sonoro transmitido de generación en generación, que fortalece los lazos sociales del pueblo y la identidad cultural de sus acogedoras gentes.
A la medianoche del domingo, todas las cuadrillas se reúnen en torno al Monumento al Tambor, donde emocionados, percuten sus palillos sobre sus tambores por última vez, quedando de nuevo el silencio en sus calles, y esperando ya romperlo de nuevo en menos de un año, para volver a poner la banda sonora más tradicional de Tobarra, sus ininterrumpidas 104 horas de tambores y emociones.