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HISTORIAS DE CINE

Y entonces tío, ¿cuál es tu historia?

Cuatro paradojas en torno a ‘The end of the tour’, la amable película sobre la figura del novelista David Foster Wallace, quien se suicidó en 2008

22/01/2016 - 

VALENCIA. Un amigo llama por teléfono al periodista y escritor David Lipsky. “Hey, David Foster Wallace se ha suicidado”. Aún está sin confirmar. Lipsky entra en Internet. Tiene que comprobarlo. Es verdad. La broma infinita es la vida; grotesca, de mal gusto. Posteriormente Lipsky escribe una nota sobre él para una radio local. Ve su cartel en las librerías, con las fechas de su nacimiento y muerte: 1962-2008. Un día recuerda algo. Busca en su archivo de cintas de cassette; o sea, en sus cajas de zapatos. Encuentra su vieja grabadora. Le pone pilas. Elige una cinta. Play. Et voilà! Ahí está: David Foster Wallace doce años antes, al otro lado, hablándole desde el pasado, comentándole mientras van en coche que era un buen deportista, que jugó al fútbol americano y que se dedicó al tenis profesional. “La lectura era sólo algo raro que ocupaba los tiempos libres”, dice.

Así comienza The end of the tour, la película que llega a los cines españoles este viernes y que recupera la figura de Foster Wallace, un autor que sigue siendo una referencia cultural viva. Motivos hay para ello. Foster Wallace es una de las grandes promesas perdidas de la Literatura estadounidense de inicios del milenio, el ángel caído de la novela posmoderna. Su suicidio en septiembre de 2008 tuvo algo de simbólico para una generación de autores, como el de Kurt Cobain para los músicos catorce años antes. Foster Wallace es el Marlowe de nuestra época, muerto antes de tiempo con toda su obra aún por hacer.

Entre los escritores que más le han llorado, su amigo Jonathan Franzen. El autor de Pureza le invocaba con dolor en el homenaje que se le rindió en Nueva York en octubre de 2008, al mes de su muerte. “Y ahora”, decía Franzen, “este guapo, brillante, divertido hombre del medio oeste, amable, con una esposa increíble y una red de apoyo local grande, una gran carrera y un gran trabajo en una gran universidad con grandes estudiantes se ha quitado la vida y el resto de nosotros se pregunta (citando La broma infinita): Y entonces tío, ¿cuál es tu historia?”. Ya sólo por intentar responder a esta pregunta, The end of the tour es interesante.

La película toma como punto de partida el encuentro entre Lipsky y el novelista en 1996, en plena eclosión del fenómeno Foster Wallace, con La broma infinita vendiendo miles de ejemplares por semana. El primero, encarnado por un eficaz e irritante Jesse Eisenberg, era periodista de Rolling Stone y convenció a su jefe para viajar con el escritor y redactar un artículo sobre él durante el final de su gira de promoción. El objetivo: descubrir al verdadero Foster Wallace (interpretado por un voluntarioso Jason Segel) y, a ser posible, que esa verdad fuera lo más morbosa y rockera posible. La larga entrevista finalmente no se publicó porque no encontró nada sensacionalista y sí mucho dolor existencial. El existencialismo no vende. Pasó el tiempo y nadie le dio importancia.

Pero todo cobró sentido doce años después, cuando Foster Wallace se suicidó y Lipsky acudió a ella para recuperar al novelista; cuando rebuscó y encontró las cintas. No habían hablado desde entonces; no tuvieron más contacto y volver a aquellos días le sorprendió. Todo el dolor, todas las dudas, todos los miedos y fragilidad que le mostró durante esa semana juntos y que estaban grabados se volvieron ciertos. No le mentía cuándo hablaba de su angustia. Al matarse, Foster Wallace cerró el círculo de una forma tan trágica como coherente. Y esa conversación podía por fin comprenderla.

The end of the tour es la dramatización de este encuentro, muy similar en la forma y en el fondo a otro estreno reciente: Life (Anton Corbijn, 2015). El principal argumento del film de James Ponsoldt que se estrena este viernes en España, como el de Life, es que intenta aproximar a la persona y no al mito, en este caso Foster Wallace, porque le mira desde una perspectiva honesta y humilde. Es, en cierta forma, otra manera de mitomanía; algo que quizás al propio Foster Wallace no le habría gustado, como se han encargado de recordar su familia y amigos desde el estreno de la película. Primera paradoja.

Para ello la película se viste con ropajes reconocibles, imitando modelos recientes. Concebida como una road movie al uso, The end of the tour no esconde ninguna de sus características, no se oculta, y ofrece lo que promete. Se agradece. La historia humana, centrada en los actores, se ha ambientado con buena selección musical (Tindersticks, Pulp, R.E.M., Pavement, Brian Eno…), una buena banda sonora incidental (cortesía en esta ocasión de Danny Elfman) y retrata en paisajes sencillos pero bellos. Técnicamente impecable.

El guión de Donald Margulies y la mirada limpia de Ponsoldt consiguen mostrar a los personajes cómo son, más allá de embellecimientos. Lipsky, se presenta a sí mismo en ocasiones como infantil, sobrepasado por la fama de su autor, celoso de la atención que su novia le presta, cotilla hasta extremos ridículos, rendidamente admirado a su genialidad, ejerciendo a la postre del amanuense Boswell, como le bautiza Foster Wallace. Éste, a su vez, se muestra cercano y sensible. Tímido, defensor de los parques comerciales, integrado y apocalíptico al tiempo según la terminología empleada por Umberto Eco, se le exhibe obsesionado con desvestirse de oropeles. “Mi mayor tesoro es ser un tipo común; creo que es mi mayor recurso como escritor: ser como todos los demás”, dice Foster Wallace. Y Lipsky no le cree. Y recapacita. Alguien normal no escribe una obra maestra de 1.079 páginas como La broma infinita. Basta con ver cualquiera de las entrevistas con Foster Wallace que pululan por la Red, donde se le puede ver disperso y atinado a la vez, para convenir que quizás en esto tenía razón Lipsky, que no era corriente. Segunda paradoja; posiblemente la que le mató.

Sin aspavientos, sin grandes momentos, con una naturalidad exenta de pose, sin ocultar sus limitaciones como biografía, The end of the tour avanza en el retrato del novelista muerto desde la perspectiva de alguien que pudo ser su amigo, de alguien a quien Foster Wallace se abrió con sinceridad durante unos días sin ocultar algunos de los elementos más torturados de su alma adolescente, de buen chico que gasta bromas inocentes. Es un viaje hacia la verdadera intimidad del artista realizado desde la perspectiva de la camaradería incompleta, de la proximidad interrumpida, a la busca de las sensaciones, las emociones y los sentimientos reales. Pero no la alcanza. Se le escapa como agua entre los dedos.

Hay algo de historia de amor fallido. Hay presentación, conocimiento, atracción, ruptura y separación. Y, como dijo el propio Foster Wallace, toda historia de amor es una historia de fantasmas. En este caso el fantasma es él, a quien revivimos en interacción con sus lectores, bebiendo sólo refrescos, fumando mucho y hablando, hablando por los codos, en literalmente zapatillas con sus perros… Entramos en su habitación de huéspedes llena de ejemplares de sus novelas, desayunamos café y cigarrillos, le oímos explicar que su pañuelo es una manía de cuando vivía en Tucson, o le vemos después mostrar cierta incomodidad al hablar de sus padres, destripar sus tendencias suicidas, sus problemas con la bebida, o saliendo de fiesta con amigas para pasar después toda la noche viendo viejas películas en televisión. Más allá del mito del escritor huraño, distanciado, Lipsky nos lo muestra como una persona corriente que mostraba obsesiones mundanas, con algunas tan simbólicas como su fijación por Alanis Morissette, a la que veneraba porque la veía humana, porque se la podía imaginar “comiéndose un sándwich de mortadela”.

Al final, la película es tan amena como una sobremesa de invierno con unos buenos amigos en un lugar cálido mientras afuera hace frío. Está repleta de conversaciones interesantes, cargadas de contenido, pero sobre todo está impregnada de vida, de amor a la vida, desde un punto de vista modesto, sin grandes épicas. Es, en cierto modo, el canon y el cliché de película independiente estadounidense, ese tipo de filmes que por sus contenidos y estética acaban convirtiéndose a su vez en retratos generacionales, a veces sin querer.

Homenaje tan sincero como incompleto, The end of the tour es una imagen fija, una instantánea del novelista y su tiempo que transciende sus límites sin conseguir sus objetivos iniciales. Viéndola sólo se tiene una porción de él, la punta del iceberg. Con menos se hundieron grandes barcos, cierto, pero Foster Wallace fue diferente a lo que vemos en pantalla, como han recordado estos últimos meses sus amigos. El problema radica en que se apuesta más a veces por lo anecdótico que por lo esencial. Lo que vemos, recuerden, es el fantasma; no la persona. Y curiosamente, despierta el interés por Foster Wallace sin llegar a mostrarlo: tercera paradoja. Así que como biografía, no es más nutritiva que un MacDonald’s. Pero ese fracaso es su triunfo. Más que ayudarnos a conocer al verdadero Foster Wallace, que apenas intuimos, esta discreta joya nos ayuda a conocernos a nosotros mismos. Pese a ser una biografía muy limitada, es una buena película. Y esta última paradoja, la cuarta, quizás al autor de La broma infinita le habría gustado.

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