la evolución del comedor en el restaurante 

De la corbata al tuteo, así ha cambiado la sala

La cocina crece y se transforma con el paso del tiempo. Aunque de una manera menos evidente, también lo ha hecho la sala. Hoy suceden cosas que hace solo diez años eran impensables en el comedor de un restaurante. 

| 02/06/2023 | 9 min, 14 seg

El servicio de sala es el 50% de lo que ocurre en un restaurante. Son los ojos y los oídos de lo que está pasando. La conexión entre cliente y cocina. Una parte indispensable en la experiencia gastronómica a la que, sin embargo, se le ha prestado mucha menos atención de la que se profesa a la otra parte de la ecuación. Quizá por eso su evolución no ha ido al mismo ritmo que lo ha hecho la cocina. Pero la sala ha cambiado, y mucho. No hace falta remontarse al siglo pasado para observar cómo algunas costumbres han desaparecido, mientras que otras nuevas han irrumpido hasta dibujar el modelo de restaurante actual. 

«La sala ha dado un cambio radical en los últimos años. Por fin se ha profesionalizado. Al problema tan grande que hay para encontrar personal le veo una parte positiva, y es que nos vamos a quedar las personas que verdaderamente amamos el oficio», afirma Manuela Romeralo, que lleva media vida vinculada a una profesión que descubrió casi por casualidad, cuando vino a València y trabajó de camarera en el restaurante 8 y 1/2 . Tenía veinticinco años, era licenciada en Psicología —profesión que llegó a ejercer— y ninguna experiencia en la sala de un restaurante, pero Armando Gil, el dueño de entonces, decidió que le enseñaría, y ella aprovechó la oportunidad. Tanto que aquel trabajo que debía ser temporal se convirtió en su forma de vida y, también, en su pasión. 

Durante catorce años aprendió los secretos del oficio en el restaurante La Sucursal y, posteriormente, ejerció de sumiller y directora de los restaurantes de Quique Dacosta en València, convirtiéndose en una de las profesionales de la sala más reconocidas de este país.  

«Creo que el cambio más importante que se ha dado en la sala ha sido la cercanía con el cliente. Es una relación mucho más de igual a igual», señala Javier Andrés, director gastronómico del Veles e Vents y del Grupo La Sucursal y premio nacional de Gastronomía al Mejor Director de Sala en 2013. «Antes, el perfil de las personas que trabajaban en la sala era muy técnico, pero había una distancia excesiva. Ahora el servicio de sala es mucho más cercano, más informal, más casual. Creo que hemos evolucionado hacia un mejor servicio, en el que hay un respeto mutuo, no solo por parte del profesional de la sala hacia el cliente, sino también del comensal al trabajador», añade. 

Juan Antonio Melgar lleva vinculado a la hostelería cincuenta y un años. Comenzó en el oficio con dieciséis. Llegó a Benidorm a trabajar en un hotel, desde su pueblo de Murcia, porque, por un lado, quería alejarse de la agricultura a la que se había dedicado anteriormente y, por otro, «porque había que ayudar en casa». No sabía sostener una bandeja.  Comenzó de aprendiz, aunque pronto lo eligieron de pasavinos —la persona que servía el agua y los refrescos—; tres años después llegó a València para trabajar en el hotel Azafata de Manises, que en aquel 1975 «fue como pasar del bar de la esquina al hotel Ritz», asegura. Allí, por primera vez, tuvo contacto con un equipo de profesionales de la hostelería. Y allí, con diecinueve años y ya rango de camarero, aprendió a cortar jamón, quesos o salmón. Juan Antonio es testigo de la evolución que ha sufrido la hostelería, en general, y la sala, en particular. Es también el propietario y jefe de sala de Dolium desde hace dieciséis años. En su restaurante sigue ofreciendo un servicio clásico e impecable. Lo aprendió de aquellos profesionales con los que coincidió, cuando la única escuela de hostelería que existía en España eran las ganas de superarse.

«El trabajo en el comedor de cara al público ha cambiado bastante. Antes había en los restaurantes equipos muy grandes y una jerarquía muy marcada. Estaba el maître y, por debajo, el segundo y el tercer maître; a continuación los camareros, los ayudantes de camareros y los aprendices. Eso ya no existe. Es imposible e inviable para un negocio hostelero», comenta.  Juan Antonio cree que, hoy en día, falta profesionalidad, especialmente en la sala, a pesar de la formación que existe, pero reconoce que también es responsabilidad del hostelero o de la persona que está al frente de la sala enseñar a los que llegan. Para él, su gran maestro fue Pedro Pérez, del restaurante Manduca.

Ser feliz para hacer feliz

De aquellos rangos de los que habla Juan Antonio hoy apenas queda nada. «Eliminar las jerarquías siempre es bueno para que todo el equipo se sienta igual. Equiparar sueldos y democratizar el trabajo entre todos es sano. En este oficio todas las opiniones deben tenerse en cuenta», apunta Javier Andrés. «La organización en los restaurantes viene heredada de un concepto militar. Los equipos se organizaban en brigadas, como en la guerra. Ese modelo, que vino de Francia, estaba demasiado encorsetado para cómo somos en el Mediterráneo», explica. Otro de los grandes cambios que Javier subraya es el de la irrupción de las mujeres en la sala: «Aportaron frescura y una forma de ser y de trabajar muy genuina. Con otra mirada diferente a la de los hombres y el valor añadido de la creatividad».

«La organización en los restaurantes viene heredada de un concepto militar. Los equipos se organizaban en brigadas, como en la guerra»

Una de esas mujeres que irrumpió en la escena hostelera cuando aquello aún era territorio mayoritario de hombres, Manuela Romeralo, tiene claro que el trabajo que se desarrolla en la sala va mucho más allá de saber de vinos o de sacar platos. «Es algo mucho más profundo. Nuestro objetivo es hacer feliz al cliente y, para conseguirlo, lo primero es que el profesional también lo sea», asegura. Para esta profesional de la sala, que también fue reconocida con el premio nacional de Gastronomía a la Mejor Sumiller en 2009 y campeona del mundo de habanos (título nunca antes conseguido por un español, ni por una mujer), para desempeñar un buen trabajo en la sala lo primero que se necesita son buenas condiciones, de horarios, sueldos y conciliación. «También que haya buen ambiente, compañerismo, que cuenten con tu opinión y que todo el mundo tenga voz. La formación continua de los trabajadores también es muy importante para que la sala brille. Si queremos hacer felices a los demás, tenemos que ser felices también nosotros. Es la pescadilla que se muerde la cola», admite.


¿Y cómo percibe esa transformación una persona que desde niña ha recorrido algunos de los mejores restaurantes de este país y ha visto muy de cerca los cambios? «Veo dos niveles. La sala de los grandes restaurantes clásicos, muy genuina, muy historiada, las grandes casas antiguas de Barcelona, Madrid o València, donde se ha mantenido ese servicio impecable, con camareros de siempre; y los restaurantes pequeños o medianos, en los que ha irrumpido gente joven y donde hay una sala más amena, más divertida, más fresca, con un contacto más de tú a tú con el cliente», comenta Cuchita Lluch, empresaria valenciana, académica de la Real Academia Nacional de Gastronomía y, ante todo, clienta de restaurantes y amante de la gastronomía. Para Cuchita no hay un tipo de sala mejor que el otro. «Me gusta mucho la sala clásica, en la que algunos platos se terminaban o se hacían delante del comensal; me parece muy bonito, pero también me encanta la sala fresca. Son dos estilos, dos maneras de trabajar», subraya.  Le pregunto por lo que, para algunos, es una insignificancia y, para otros, encierra todos los males de nuestra era. ¿Le molesta que, en muchos restaurantes, el camarero no le llame de usted? «No, para nada. Lo único que no me gusta nada es que me llamen chica… Hola chica, ¿qué te apetece? Eso no», comenta entre risas, «quizás es que vamos cumpliendo años».

Juan Antonio Melgar pertenece a esa vieja escuela a la que se refería Cuchita, en la que el nombre del cliente habitual siempre va antecedido por el Don o el Doña, y al resto de clientes, tengan la edad que tengan, siempre de usted. «Aprendí así y no puedo llamar de tú al cliente», asegura. En la sala de Dolium, Melgar continúa con esa tradición heredada de los restaurantes franceses de terminar el plato en la sala. Juan Antonio no solo elabora el steak tartar frente a la mesa, sino que, si has visitado más de dos o tres veces su restaurante, probablemente conozca el punto de cómo te gusta sin preguntarte. También flambea la crêpe suzette allí y el comedor se impregna del aroma al que debe oler el paraíso: mantequilla derretida. 

No es el único que lo hace en València. El Gastrónomo o El Bressol son otros ejemplos de sala tradicional, donde sus responsables, siempre ataviados con traje y corbata, ejercen ese servicio preciso, formal e impoluto. Sin embargo, la exigencia en el vestuario también se ha relajado con los años y, hoy, a (casi) nadie le chirría ver, en un restaurante tres estrellas Michelin, a un camarero con zapatillas de deporte. 

Sala y cocina hacen las paces

Contaba Ferràn Adrià en una entrevista reciente en El País que cuando en ElBulli empezó a hacer reuniones entre cocina y comedor —algo que aprendió en Estados Unidos— fue un shock. Ahora parece impensable, pero ese diálogo en España no existía y, a menudo, se producían conflictos entre la sala y la cocina, que se organizaban como entes independientes. «Esto ha cambiado del todo. Ahora ya se entiende que cocina y sala son todo uno. Somos un restaurante y un solo equipo», puntualiza Javier Andrés. «Para trabajar en la sala hay que entender que no solo hay que saber de vinos o sacar correctamente el plato; lo importante es arropar a la cocina. Trabajamos generando emociones», agrega. 

Publicado en la revista Plaza del mes de mayo

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