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LOS RECUERDOS NO PUEDEN ESPERAR

2016, el año en el que el pop fue como un capítulo de The Leftovers

1/01/2017 - 

VALENCIA. Cuando Flaming Lips grabaron Do You Realize? estaban rompiendo un tabú. ¿No te das cuenta de que aquellos a quienes conoces morirán algún día? La canción, que dejaba caer la cuestión de la mortalidad en medio de una canción optimista, parecía destinada a ser revisada y escuchada en 2016, el año en que ídolos, artistas y estrellas nos dejaron como si esto fuera un capítulo de The Leftovers.

Ciento cuarenta millones de personas se desvanecen repentinamente de la faz de la Tierra. No existe explicación para lo sucedido. Nadie sabe si las desapariciones volverán a tener lugar. De ese planteamiento nace The Leftovers, la serie de HBO en la que el 98% de la población mundial ha de aprender a vivir sin el 2% que se ha esfumado. La trama no intenta explicar el por qué de dichas desapariciones. Lo que nos cuentan los capítulos de la serie es cómo viven los que se han quedado entre nosotros. El aprendizaje que han de llevar a cabo para seguir adelante ante el dolor de una pérdida mucho más cruel que la de la muerte.

Pasemos lista antes de entrar en materia

Todos morimos tarde o temprano y de eso no se escapan los artistas a los que admiramos. La fama, la mala suerte o un destino de lo más cabrón terminan acabando con los ídolos. Cada año fallecen músicos, eso está claro, nombres famosos, talentos irrepetibles, astros olvidados. Buddy Holly murió en el apogeo de su carrera. Las desapariciones de Jimi Hendrix, Janis Joplin y Jim Morrison escribieron también el epitafio del sueño de los sesenta. Elvis fue la primera estrella muerta como efecto colateral de su propia decadencia. Lennon fue asesinado por un fan desequilibrado; la fama mató de un tiro a uno de los músicos más influyentes del mundo. Kurt Cobain se convirtió en la primera estrella que renunció a serlo quitándose la vida de una manera violenta y trágica. Michael Jackson murió un poco como Elvis. Amy Winehouse fue víctima de sí misma con la desinteresada asistencia de los medios de comunicación. Lou Reed se fue en 2013; las costumbres de otras épocas le pasaron factura y el cáncer se cebó con su hígado. Todos fueron causando baja, poco a poco, en una época en la que los difuntos del pop parecían accidentes puntuales más que otra cosa. Entonces el calendario marcó el año 2016 y el ritmo cambió. Para mal.

Y ahora, el recuento…

La música jamás había vivido anteriormente una sucesión de defunciones célebres como la que ha tenido lugar a los largo de estos 12 meses. Que internet y las redes sociales amplifican ese efecto -a veces con el único fin de alimentar la vanidad y el ego de los usuarios-, es cierto,; pero eso no cambia la realidad. Durante este año han fallecido músicos como Glenn Frey y Rick Parfitt, miembros de Eagles y Status Quo, respectivamente, dos grupos importantes aunque he de decir que ninguno de los dos está en mi zona de intereses. También falleció Alan Vega, vocalista de Suicide, un tipo que hizo historia aunque no se le reconozca con demasiada frecuencia. Por eso quizá esté más ausente de lo deseable en los recuentos de esquelas ilustres. Llevaba tiempo delicado de salud tras un ictus y se apagó para siempre este verano. Tenía 78 años. Su defunción, triste como lo son todas, era algo que entraba dentro de lo previsible. Aceptar que alguien que ha hecho música tan importante, para el mundo y para mí, ya no esté entre nosotros se convierte en un proceso extraño. Lo asumo pero con él, con ellos, también desaparecen partes de mí sin regeneración posible.

Vivir así es morir de no se sabe muy bien qué

En lo referente al luto, el año ha terminado tan mal como empezó. De manera repentina, se anunciaba hace unos días la muerte de George Michael. Fue tan inesperada como la de Prince, solo que la de éste fue, más que una pérdida, un cataclismo. Prince parecía no tener fin. Carecía de la fragilidad de Michael Jackson, su colega y también su competencia durante los ochenta, al que superaba con creces en cuestiones de creatividad musical. Al final lo mataron los fármacos, como a Jackson, qué ironía, ¿no?. Otro artista con un deambular algo preocupante se fue por sorpresa este otoño. Pete Burns, vocalista de Dead Or Alive, fallecía como lo había hecho Prince, como lo haría George Michael, a causa de una salud maltratada, el efecto colateral de una estrellato que hace tiempo que no era el que fue.

Fade to black

Leonard Cohen expiró en noviembre, dejando tras de sí un halo de melancolía que no es otra cosa que el alma de sus canciones. Su último disco era en gran medida el adiós distinguido de un poeta de alma noble. Y antes, ochoe meses antes, nada más nacer este año, ocurrió lo que nadie imaginó jamás. David Bowie, la estrella que parecía inmune a las leyes del tiempo, se apagó. Una amarga sorpresa, o parafraseando a Alan Moore, una broma asesina. Y en septiembre, Nick Cave & The Bad Seeds publicaban Skeleton Tree. El dolor por la muerte de de su hijo fue destilado en una obra imponente. Solo el tiempo dirá si ha de figurar entre lo más destacado de su autor, pero el modo en que Cave logra crear belleza de su desgarro hizo que el álbum pasara automáticamente a ser de lo más destacable de 2016.

Don’t Go, que decían Yazoo

Amamos y admiramos a nuestros artistas favoritos por muchos motivos. Hemos crecido con ellos, vivimos con ellos. Son parte de nosotros. Cada persona experimenta a su manera esa conexión, pero ese sentimiento es un común denominador entre aquellos que nos hacemos llamar seguidores, fans, admiradores, que cada cual elija el término donde mejor sienta que encaja. Hubo una época en la que los actores de cine y televisión fueron iconos por antonomasia. Luego llegaron las estrellas del pop que terminarían alcanzando una mística similar a la de sus antecesores. David Bowie como la otra Greta Garbo y Lou Reed, una variante de Orson Welles. Y ahora, como esos clásicos de Hollywood, se van marchando, dejándonos solos. Nos dejan su obra, sí, pero nada puede cambiar el hecho de que ya no habitan este mundo que ellos mismos hicieron más soportable. La letra de When Doves Cry, de Prince ha cobrado un nuevo significado: Cómo puedes dejarme aquí, solo en un mundo que es tan frío.


Bye bye love, bye bye happiness, hello emptiness…

Viendo este verano la segunda temporada de The Leftovers me identifiqué con la tristeza, el vacío y la desazón que sienten algunos de los protagonistas de la serie. Quien no haya visto alterado el curso de su vida por la influencia de un ídolo pensará que exagero. Saber que Leonard Cohen ya no volverá a actuar ni a grabar discos produce una sensación parecida a la orfandad. Qué más da que haya cientos y cientos de horas de material inédito de Prince si su misterio ya no discurre paralelo a nuestro día a día; ahora ya solamente es historia. El Nueva York de hoy es más vulgar cuando alguien como Alan Vega desaparece de sus calles llevándose consigo el sabor legendario de una época que también es parte de un tiempo legendario. Como en los créditos de apertura de la primera temporada de The Leftovers, lo imagino ascendiendo hacia un cielo incierto, siguiendo a Joey, Dee Dee, Johnny y Tommy, a Johnny Thunders, Lester Bangs y tantos otros.

Cuando las palomas lloran

David Bowie ya no nos sorprenderá con sus silencios y apariciones. Con él se ha ido también la última gran estrella del siglo pasado con trascendencia global y universal. Quienes lo veíamos como parte de nuestra vida tenemos que adaptarnos a los hechos y vivir con ellos. Hemos aprendido una lección amarga, que las ilusiones mueren de manera implacable. Como en The Leftovers, tenemos que aprender a vivir con esas ausencias. Sus obras nos seguirán ayudando a vivir porque la vida continúa aunque sus mecanismos y sus trampas nos resulten siempre indescifrables.

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