VALÈNCIA. Nuestra especie los ha construido, los ha instalado sobre el lecho natural del planeta, los ha convertido en un manto artificial que sirve de suela a todo el progreso de las sociedades. Los espacios diseñados por el Homo sapiens hacen de vía o de lanzadera para las máquinas que nos trasladan, de atajo, de pasarela para salvar accidentes del terreno, de refugio. Las ciudades, los elementos que las configuran y la manera en que los vivimos son la cantera de la que Aitor Romero Ortega (Barcelona, 1985) extrae las tensiones que dan forma a los relatos que integran el volumen Fantasmas de la ciudad, publicado por Candaya.
-Hoteles, moteles, puentes, aeropuertos. El lugar es casi tan protagonista como los protagonistas de las historias. Puede que incluso más.
-Aitor Romero Ortega: Sí, la geografía de los paisajes, en algunos casos antiturísticos o antiestéticos, es algo que siempre me ha interesado mucho y que siempre ha estado en mi literatura, el interés por lugares que aparentemente son de paso, por lugares donde lo más destacable es su fealdad. Creo que es una característica moderna el trabajar la interacción de esos lugares con el estado de ánimo de los personajes.
-¿Dónde vives tú?
-Vivo en Madrid, pero soy de Barcelona.
-Dos grandes urbes. Eso tendrá algo que ver.
-Sí, soy un apasionado de las ciudades, ya lo habrás visto. He vivido en Francia también, que siempre ha marcado mucho mi literatura. Pero ya llevo siete años en Madrid.
-¿Ese vivir en grandes ciudades se vuelve adictivo o uno puede dejarlo cuando quiera?
-Ese es un gran debate. Durante una época de mi juventud sentí una gran pasión por las grandes ciudades, como Madrid, Barcelona, Nueva York o Buenos Aires, pero sí que es verdad que con los años se ha ido generando en mí un interés por las ciudades medias, por pueblos de costa. Así que sí, uno se puede quitar. Por ejemplo, en el libro aparece algo que que a mí me sorprendió, fue hace diez años, cuando fui a vivir a Grenoble, que es una ciudad como puede ser aquí La Coruña o Alicante, una ciudad media. Antes había vivido en Lyon, una ciudad tipo Sevilla o Valencia, un tamaño de segunda ciudad de Francia -en Francia no existe un concepto como Barcelona-. Iba asustado a vivir allí, pero me gustó. Pensaba que se me iba a acabar la ciudad en dos meses, y no. La disfruté mucho.
-Si bien en primera instancia el título puede entenderse como una referencia a unos fantasmas con un hábitat concreto, la ciudad, cuando uno lee en el prólogo eso del fantasma de Gràcia se genera un conflicto mental, porque puedes estar refiriéndote a un fantasma que vive en Gràcia, o bien estar hablando realmente de Gràcia hecha fantasma, como en ese maravilloso relato de Lord Dunsany titulado La locura de Andelsprutz acerca de los fantasmas de las ciudades olvidadas: Troya, Babilonia, Camelot.
-Yo el fantasma de Gràcia lo entiendo como un individuo; hay un momento en que creo que se dice, no soy Colometa, el personaje de Rodoreda, no soy un Vila-Matas dando vueltas, no soy Pessoa, no. Un individuo-Gràcia, como podría ser un individuo-Ruzafa, que concita en sí toda la cultura, que es al fin y al cabo mi idea de fantasma, un individuo que concita en sí todo el pasado y el presente de los lugares, su esencia.
-Relato y fantasmas casi que se inician en el campo, con la tradición oral y sus ánimas y apariciones, sin embargo, con el tiempo, relato y ciudad han ido estrechando mucho su relación hasta el punto de que se ha creado una conexión muy íntima entre ambos. ¿Por qué?
-Has tocado aquí un punto importante del libro, de mis preocupaciones, que se refleja en el cuento de La colmena, que es una especie de relato oral, también en el del fantasma de Gràcia en el prólogo. Siempre he pensado mucho en esta idea que nos hace creer que la tradición oral es algo solo relacionado con el mundo rural, del campo, y en la idea de cómo la oralidad llega a la ciudad. Evidentemente primero con personas de la ciudad, cuyo origen emigrante es el campo, hasta que al final la propia cultura urbana deviene algo que también se transmite mediante la oralidad. La idea de fundar una literatura popular urbana es algo que siempre he tenido ahí. Las historias también circulan aquí en la ciudad.
-¿Hay alguna conexión entre la velocidad de las ciudades y la brevedad de los relatos?
-Es una cuestión muy interesante y muy profunda. Yo trabajo relatos de un ritmo medio, con cierto desarrollo, un arco; algo que podría aparentemente ser contradictorio con eso que cuentas. No me veo en el ritmo vertiginoso de, por ejemplo, un relato posmoderno. Yo la velocidad de las ciudades la veo más relacionada con la novela. Creo que la novela puede transmitir más esa multiplicidad, el sueño de escribir la ciudad entera creo que es un sueño más novelístico que del relato breve.
-Diría que la gente de las ciudades es muy dada a novelas voluminosas.
-La novela, como género de la modernidad, está muy vinculada a la ciudad, efectivamente. Luego entra el relato; cualquier escritor moderno de relatos está muy vinculado, por lo menos, a cierta capa metropolitana, sea de una gran ciudad o no. Pero es una capa que es urbana, porque esa es otra: la ciudad es una cultura que se extiende, posiblemente el campo ya sea una utopía.
-Ya por último: ¿perdemos consistencia, se desvanecen nuestras vidas en la ciudad?
-Claro, nos fundimos con otras cosas. Nos integramos. Ese mestizaje se da con la cultura, con las historias de los otros. Lo que Octavio Paz llamaría fundirte con la otredad. ¿Ahí dejas de ser tú, o evolucionas hacia algo mejor?