VALÈNCIA. Al margen de en 2016 el anillo de campeón de la NBA de su equipo, los Cavaliers, pocas noticias buenas llegan a España de Cleveland. El asesinato de un niño negro a manos de un policía por llevar un arma de juguete. El secuestrador Ariel Castro, que mantuvo a tres chicas cautivas en su casa durante diez años. Por la biografía de Chrissie Hynde, por ejemplo, sabemos que Cleveland, cuando ella formó los Pretenders, era una ciudad en decadencia. La industria siderúrgica iba para abajo, el centro se degradaba y aumentaba el crimen hasta niveles insoportables. La película El Cazador, se supone que transcurría en Pittsburg, pero se rodó en Cleveland. Cuando todo esto ocurría, la ciudad tenía más de 700.000 habitantes. Cómo habrán ido las cosas que ahora tiene medio millón.
En nuestras ciudades más importantes ocurre lo contrario. Cada vez hay más población, cada vez hay más visitantes y todos ellos quieren vivir o hacer noche en barrios bien situados. La impotencia de quienes se comen el lado amargo de los cambios del mercado ha dado pie estos meses a todo tipo de reacciones. Desde los conatos de violencia, las pintadas amenazantes y el más fenómeno más simpático de todos, el intelectual, ese que pregona el retorno a un pasado edénico en la vida del barrio.
Sin entrar a valorar la pertinencia de estos anhelos identitarios contemporáneos, sí que podemos reivindicar positivamente el cómic, que es de lo que se trata esta columna, que hizo Harvey Pekar sobre su ciudad, Cleveland, en la que residió toda su vida y cuyas subidas y bajadas le afectaron como a todos los demás.
Es interesante, no solo porque Cleveland, como muchas ciudades de la España vacía, vaya para abajo, también por los sentimientos que podemos compartir con él. Por sus calles no se pasea celebrity alguna, como no sea Lebron, y como escribió Jimi Izrael al final del libro, se trata de una ciudad "en la que uno puede vivir y morir como si no estuviera, lo mismo da quién fueras o qué hubieras hecho". En estos tiempos en los que todo es trascendente, aunque no sea del todo decente decir esto, tiene cierto halo de romanticismo que exista un lugar así. Anónimo, en el que el sucio foco de la civilización en red no se ha posado.
Pekar contó la historia de Cleveland desde que los colonos le arrebataron esas tierras a los nativos americanos. Durante el siglo XIX, la ciudad alcanzó gran prosperidad. Fue "relativamente", puntualiza, tolerante con los negros e incluso muchos de ellos, señala, pertenecían a la clase media. La ciudad no podía presumir de verdaderos oriundos. La levantaron los emigrantes, eslavos del Este de Europa, latinos del sur del mismo continente, judíos... Fue una de las ciudades más importantes y prósperas de Estados Unidos.
Con la revolución industrial, los movimientos obreros se pusieron en marcha y uno de sus líderes, Charles Ruthenberg, consiguió un tercio de los votos a la alcaldía y, actualmente, sus cenizas se encuentran en el Kremlin. Solo él y John Reed, cuenta Pekar, tuvieron el honor de ser los únicos americanos merecedores de ese tratamiento.
El declive industrial que sumió en el paro crónico a la mayoría de los países industrializados, azotó la ciudad y desde los 70 fue perdiendo población hasta quedarse en la mitad de lo que había alcanzado en los años 30. Pekar, que se pasó la infancia sin poder jugar con nadie en su barrio porque era el único blanco en zona de negros, creció si excesivas ambiciones, si consideramos que devorar música no es una aspiración vital.
Consiguió un empleo de funcionario, atraído por su seguridad y sencillez, de modo que pudo dedicar su vida a eso, a leer escuchar y escribir. Sus cómics no le hicieron millonario precisamente, solo famoso, pero son un referente absoluto en la novela gráfica autobiográfica y lograron hacer que miles de personas ciertamente aisladas, nada de triunfadores sociales, pero con gran interés y curiosidad por cualquier aspecto de la cultura, se vieran reflejados.
Es en ese orgullo del sujeto que vive tumbado en un sofá viviendo aventuras trepidantes por medio de la lectura como conocemos con agrado Cleveland, hasta un punto en el que es difícil no enamorarse de ella. Como cualquier gran obra, todo lo que Pekar escribió, concentrado en su último trabajo, lograba el más alto fin al que un escritor pueda aspirar, a que el que lo lee desee "estar ahí". Y eso que Pekar lo que contaba era que, básicamente, no le pasaba nada digno de ser contado. Era un individuo gris en una ciudad gris y tan fuerte era su amor por sí mismo y por su entorno que logró convertirlo en un lugar apasionante.
El recorrido que planteó en estas últimas páginas iba de tienda de libros de segunda mano a biblioteca pública a, de nuevo, tienda de saldo. Explicaba lo que sentía en cada una de ellas y lo que encontraba. Cómo a través de esos artilugios de papel logró cambiar su vida. También cómo tuvo su mujer que sacarle de casa todos los libros y discos que acumuló para que no fuera sepultado por ellos.
Hay viñetas estúpidas que se quedan grabadas, aunque no tengan que ver gran cosa con el argumento. Es el caso de una librería cuyo edificio antiguamente era una fábrica de bollería industrial. Pasan los años y, de una de sus tuberías, todavía se podían comer el relleno de los bollos que no se pudría, según el autor, porque era "química pura".
De niño recordaba los grandes parques de los que presumía la ciudad, de mayor los barrios degradados por los que no podía pasar. Hizo que los dibujantes que ilustraron sus historias retratasen Cleveland desde todos los ángulos con el pretexto de sus largos y meditabundos paseos. Difícilmente habrá alguien que habrá reunido más dibujos de esa ciudad.
En las palabras que escribió sobre él su amigo Izrael destacaba que Pekar no era lo suficientemente estiloso escribiendo como para ser un bohemio, tampoco era muy moderno por lo que difícilmente se le podría encasillar como hipster, pese a la vasta cultura que atesoraba. Su amigo dijo que, como Cleveland, una ciudad de trabajadores, él también lo era, solo que lápiz en mano. Así funcionó, leyendo y escribiendo en el tiempo que le dejaba el curro. Sin mayores complicaciones, sin forzarlo, se convirtió en un escritor estadounidense fundamental, aunque a muchos moleste que lo hiciera a través de bocadillos y viñetas, y logró situarnos a todos en Cleveland. Una "cloaca", en palabras de sus habitantes, en la que nos apetecía estar sin que se exaltase nada idílico ni mítico de ella.