CULEBRÓN GASTRONÓMICO

Amores de verano

El romance fue intenso, pero resistió unos meses. Es lo que tiene la pasión fogosa, que se apaga con las primeras lluvias. Hedonistas, periodistas y otras voces de la ciudad nos cuentan su flechazo de un solo estío con los granizados, los kebabs y el Sunny Delight

| 23/07/2021 | 16 min, 5 seg

VALÈNCIA. Como alguien dijo un vez, la gastronomía valenciana es un alborotado culebrón, y en él se dan cita los negocios, las traiciones y los amoríos, mientras escatimamos en lealtades. Los matrimonios tratan sobre el poder, que nadie se lleve a engaño, y el romanticismo se reserva para las vacaciones. Un chispazo que nos enciende el estómago, abotargado de tanta comilona, pero dura lo que una noche de verano y se apaga con las lluvias de septiembre. El teorema nos sirve tanto para las personas que besamos, como para las canciones de verbena o los sabores de los helados. Creímos que la intensidad sería para siempre, y fue solo para un rato -qué alivio-.

La felicidad pasa rápido, como las olas del mar. Todavía me recuerdo bailando Sonia y Selena, perreando con Don Omar y asistiendo al primer Low (Cost) Festival, donde tocó Vetusta Morla. Hubo un verano en el que coleccioné cromos adhesivos, otro en el que cacé Pokemones (Edición Amarilla) y vaya que sí resolví Sudokus. El aburrimiento me llevó a leer El Código Da Vinci y La Sombra del Viento. Ninguno de estos asuntos me interesa mucho a día de hoy, como tampoco volvería a beber Malibú con piña ni Choleck con Licor 43. Merendábamos tarrinas de vainilla con cookies y untábamos Nocilla entre dos galletas. Pocos restaurante me han hecho tan feliz como la parrilla de la hamburguesería Pika-Pika, o el chino donde descubrí el arroz tres delicias, pero ambos cerraron tras un par de veranos. Recuerdos fugaces, y no por ello menos importantes. El chico que más he gustado me llevó a su casa y me enseñó su diario, donde había escrito que yo también le gustaba a él, pero me dio mucha vergüenza y me fui corriendo. Visto y no visto.

Me han dicho que escribo demasiado en primera persona, así que voy a dejar paso a las terceras. Hedonistas, periodistas, creativos y pensadores varios que, en mi opinión, hacen mejor esta ciudad de València. Todos tienen su propio amor de verano, ya sea con un alimento, un plato o un restaurante al que no volverán -porque es tóxico, porque ya no sienten lo mismo o porque lo perdieron de vista para siempre-. Aquel helado que les duró lo que la novia, el plato que les pirraba hasta la indigestión o el vino que jamás volvieron a encontrar en ningún confín. La pasión es tórrida, violenta y ferviente. Efímera, perecedera y siempre (¡siempre!) necesaria.

Lidia Caro, la hedonista literaria

Hubo un verano hace el suficiente número de años para que la cicatriz haya cauterizado, pero no tantos como para que haya desaparecido su brillo (preocupante brillo), en el que desayuné (desayunamos) helado de avellana y pistacho. ¿O fue de chocolate negro y almendra? ¿O de leche merengada y un sabor anodino? El caso es que fue un helado ingente, desproporcionado, del tamaño de un amor de verano con vacaciones escolares. Fue en Gijón (¿La Ibense, Heladería Los Dos Hermanos?) y el cucurucho era tan grande como los buques atracados en el puerto del Musel. Diría que el puerto estaba cerca y el helado estaba delicioso y nos empezamos a querer y hacía calor y la crema (no tan helada) se deshizo en mi puño y acabó en una papelera. O en el estómago de una paloma.  Nos dio una indigestión, demasiada azúcar. 

No he vuelto (no hemos vuelto) a compartir helado en Gijón.

Álex Zahinos, periodista ferit

Era marzo y, sin embargo, verano. El viaje al pueblo de papá había sido cebado con expectativas muy precisas: "Verás cómo se come allí", decía. Para abreviar, mi padre tenía razón y yo acabé hinchado como embutido. Pero justo antes de volver conocí a mi perdición: solomillo con salsa de roquefort. ¡Dios santo! Aquel ya era mi plato favorito, pero nunca antes en ese esplendor: el solomillo –prometía la carta– ibérico; la salsa –remarcó el camarero– casera y riquísima. Decía la verdad. Contado en cursi, en aquella comida me apunté varios pecados capitales. En palabras de mi madre: "Hijo, qué bestia, nunca te había visto comer así". Lo repetía esa misma noche, mientras me aguantaba la frente junto al lavabo. Entre vómitos, calentura y sollozos me despedí de aquel plato para siempre. La indigestión es una dosis muy concentrada de desamor.

Patricia Moreno, creativa generacional

Como hija de los 90, del poder de la televisión, de las canciones del verano y de los alimentos procesados, ante el reto de recordar un producto que marcó un verano, rápidamente brota en mi mente el Sunny Delight. Podría decir algo más romántico, una referencia local y extinta; sin duda, eso conectaría con nuestro zeitgeist. Pero no, no estaría siendo sincera. Tiene delito. En la tierra de las naranjas, una niña bebiéndose una botella de más de un litro de refresco de naranja al día. Así fue. Y, por descontado, mucho tuvo que ver la pegadiza canción del anuncio, ‘Boogie boogie’ de Piercing, recogida en un CD que se regalaba en los supermercados con la compra del producto. Incluía, además, el ‘cómo se hizo’ del spot para ver en el PC. Yo emulaba a las chicas que aparecían en el vídeo mientras hacía la digestión en la urbanización del apartamento de verano en la Marina Alta. Lo siento, pero esta es mi infancia. Artificial, auténtica.

Kike Parra, cronista del costumbrismo

Tomar un limón helado fue una de las pocas extravagancias que mis padres me permitieron, no solo aquel verano, sino en general. Creo que estaba a punto de salirme el bigote, bastantes domingos íbamos a comer al restaurante de un amigo. Sí, fue el verano de comer limón helado a todas horas y de pensar que mis padres seguían siendo jóvenes. A una isla desierta me llevaría limones helados. O se los daría a probar a un extraterrestre mientras se recupera del jet lag. En aquel restaurante, mis padres pedían vermú, y cerveza, y vino, todo en la misma comida. A los niños nos dejaban repetir el postre. Así que tomábamos limón helado dos veces. Lo servían sobre una copa con agua caliente en el fondo y venía envuelto en papel de celofán amarillo y transparente. Parecía un regalo. La chispa más pequeña de un cometa. Hace poco pedí un limón helado de postre. Me lo trajeron a la mesa sin celofán ni agua caliente. Vino con cara de estar acabado. Esta vez no me gustó ni su sabor ni su desnudez.

Con los limones helados de aquel verano me hubiera construido una casita junto a la playa.

Ana Illueca, artesana de ideas

El kebab. Fui a Estambul y comí tantos que un día el olor a cordero y especias se metió en mi cerebro y generé un rechazo igual de grande que mi pasión por ellos el día anterior. La pasión turca, dicen. Pues yo sentí pasión por sus ensaladas con verduras frescas y sabrosas, por los infinitos matices que dan sus especias, por sus salsas llenas de dulcesalado. Y por su cordero también, hasta que lo odié. Todavía lo huelo. El último día me puse enferma del estómago y me dieron como remedio cucharadas de café. Así, a palo seco. Tambien patata cocida, yo no entendía nada. Debería volver para resarcirme... La vida del turista es demasiado dura.

Sergio Fernández, agente cultural atómico

¿Vale Izal? No, ahora en serio. Un verano, en nuestro local de confianza, se habían quedado sin granizado de limón, por lo que no podíamos hacernos nuestra clara previa al ‘mentiroso’. Ante semejante drama optamos por la opción más innovadora: añadir granizado de frambuesa a la cerveza. La cuestión es que nos gustó bastante, y otros clientes que vinieron más tarde, cuando nos vieron consumir un refrigerio tan colorido, se pidieron lo mismo. Al día siguiente, el dueño había puesto un cartel con la oferta de la semana, que era precisamente “cerveza con granizado de frambuesa”. Duró todo ese verano, para más tarde terminar como terminan todos los amores de verano: fugazmente, pero con elegancia. ¿A todo esto, alguien recuerda ‘Copacabana’?

Marta Hortelano, pintora de historias

Cuando eres pequeño, todo te parece una aventura. Cuando eres mayor, un problema. Eso explica que cada agosto los pinchos morunos de los chiringuitos de la feria me parecieran un manjar y ahora un atentado sanitario. Y es que así fue durante varios veranos de mi infancia, con la llegada de los feriantes a finales de agosto. Paseo por los cacharritos, pincho a la plancha en la zona de los bares ambulantes y chocolate con churros para rematar la fiesta. Con los años, no sólo no he vuelto a comer demasiados pinchos morunos, sino que mi obsesión con la higiene y las bacterias me prohibiría frecuentar determinadas barras. Prefiero cerrar el pico. 

Aunque a veces, el enemigo está detrás de una inofensiva mantequilla de tres colores, el Tulicrem. Una suerte de grasa hidrogenada, con su aceite de palma, sus triglicéridos y su azúcar refinada que durante algún verano ocupó las rebanadas del pan de mis meriendas. Reconozco que nunca me gustó, pero me parecía guay, y que ahora sería directamente ilegal solamente por su composición. Pero su rosa, blanco y marrón de la fresa, vainilla y chocolate me parecían una combinación perfecta para esos veranos. Si ahora me lo ponen delante, no me lo comería ni aunque estuviera pasando hambre en Supervivientes. Grasa de coche con colorante para untar.

Vicent Molins, transformador de la valencianía

Fue un verano de los de la vida anterior, cuando fluían densos y viscosos, tan pesados que los días duraban meses. Al contrario que en la vida nueva, tan acelerada que junio y septiembre hacen bisagra sonriendo al pasar. Mi madre estrenaba la temporada llenando el congelador de castañas heladas. Que parecía que volviera de recoger robellones. Jolgorio en frío. La castaña helada tenía el punto de sofisticación elemental que no tenían otras meriendas de verano. La horchata con fartons requiere solo instinto, pero la castaña... La castaña era otra cosa. Una técnica ejercitada para no colapsar en boca, para desmenuzarla a plazos. Y entre los dedos, una granada de mano que ante cualquier movimiento en falso se desparramaba haciendo bluff. 

Fue el verano de buscar el VHS de 'Instinto Básico' que mis padres compraron en primavera. El juego frío y calor. Morder la castaña tal que deslizarse cuesta abajo por la ladera nevada. Nieve en polvo. Nieve húmeda. Nieve artificial. Pronto descubrir que el placer requiere esfuerzos: el golpe de la sensibilidad dental. Someter a la castaña helada a un DAFO para concluir que no merecía la pena. El final del verano. Ahora he visto que en la Rosa del Jericó las tienen: "Rellenas de nata fresca y cubiertas de chocolate, ¡explosión de frescura!". Es hora de volver a morder.

Paula Pons, la hedonista veterana

Yo creo que mi romance de verano son los helados industriales. Siempre me obsesiono con uno y solo me pido ese, pero al año siguiente, o los quitan o cambian la receta. Y entonces dejan de ponerle el mismo chocolate de la puntita del cucurucho, que es la verdadera razón por la que me los pido. Y tengo que volver a elegir mi helado favorito de ese verano. Las primeras semanas de verano, siempre estoy enfadada con Frigo y Nestlé por haberme cambiado los helados.

Eugenio Viñas, trendsetter sonoro

Hay veranos en los que uno ejerce de anfitrión. No se elige, sucede. Familiares, amigos y hasta conocidos a los que no se volverá a ver. A sabiendas de lo ingrato, se asume el rol, y aquel verano me obsesioné con mapear los templos de la horchata: Panach (Alboraia), Subies (Almàssera), Rin (València)... Como punto de partida, o quizá como cierre, según el ritmo circadiano de los visitantes, aproveché la excusa para hacerme la ruta más allá de Daniel. Me bebí las mejores y ¿rankeé? los tragos. La experiencia me sirvió para repudiar sus versiones envasadas en plástico y, de alguna manera, allí nació y murió mi amor de verano por la horchata. Es que me parece una bebida insufrible, salvo que se tome sobre una servilleta de papel fino, en una horchatería valenciana, mixta y con ese sabor tan natural, parecido a un empaste de chufa en los dientes. Como no vivo ni remotamente cerca de l'Horta Nord, apenas he bebido horchata desde aquel verano y no se me ocurriría hacerlo de un brik enfriado junto al bote de soja en la nevera.

Ana Climent, narradora de lo rural

Caracoles guisados. De pequeña me los comía como si fueran pipas, no dejaba rincón del plato por mojar en pan. Hasta que llegó el día en el que me encontré, por sorpresa, a mi abuela en el patio de casa. Recuerdo que tenía un paquete grande de sal y una palangana llena de agua a rebosar de caracoles babeantes. Ella hizo el asomo de esconder la escena del crimen, pero entre el tamaño de aquello y que yo ya no tenía 4 años… El trauma fue tal que no volví a probarlos, ¡y mira que me gustaba salir a coger caracoles después de una tormenta de verano! He de decir que me estoy reconciliando con este producto y hace unos meses volví a comerlos en un gazpacho manchego. Será cosa de haber pasado un confinamiento y del crecimiento personal.

Álex Serrano, guardián de la metrópolis

Algunos amores de verano son fugaces, pero otros duran varios años, de forma intermitente. Es como si supieras que más allá de septiembre no tiene sentido seguir, pero que en junio volverás sí o sí a sus brazos. Eso me pasaba a mí con las pizzas del Bigotes. Hasta los 11 años, mis padres tenían un apartamento en Florazar II, una urbanización de Cullera que entonces a mí me parecía el súmmum de la sofisticación. En verano, siempre, de forma indefectible, los fines de semana se cenaba pizza del Bigotes. He comprobado que el restaurante, que sigue existiendo, no se llama así, y tampoco tiene ningún bigote en el logo. Así que no sé por qué mi mente vinculó el mostacho italiano a la pizza de masa fina, bordes quemados y, sobre todo, aceitunas negras, que me volvía absolutamente loco. Probablemente el queso no fuera el mejor y los ingredientes no presumiesen de kilómetro cero, pero verano tras verano, yo vinculaba el calor a ese sabor que me abrasaba la lengua. El resto del año, ninguna pizza me sabía igual. 

Supongo que todo es mucho mejor frente al mar.

El tipo que nunca cena en casa, y a veces cena lejos

Hace años estuve de vacaciones en Malta, y probé un vino que se llama La Valette White. Lo pedí porque empecé a verlo en todas las cartas de los restaurantes a los que iba. Por lo visto, allí es un vino de mesa del que pasan bastante, y que utilizan para hacerse bidés, pero a mí me pareció que estaba muy de la hostia. A la vuelta, intenté encontrar alguna tienda online que me pudiera mandar unas botellitas, porque ya sabes, siglo XXI, las cosas se venden online... No hubo suerte. Se ve que el señor que lo hace ha decidido mantener un perfil bajo y que exportar le ocasiona demasiada faena, así que nada. Ese vino fue solamente para aquellas vacaciones. 

Olga Briasco, devoradora de viajes

Hay amores de verano intensos, eres incapaz de resistirte a sus encantos. Lo intentas, pero cuando los ves, vuelves a caer. Te prometes que solo será una vez, y luego… ¡Pum!, y otra vez enganchada. Me pasó durante dos veranos con las pipas. Las comía a todas horas: viendo una película, un partido de fútbol, viajando en el coche… Tenía cáscaras por todas partes y mis labios parecían los de una cubana porque, claro, lo mejor de las pipas es la sal. Un amor pasional de principio a fin. Cuando cogía una bolsa y la abría no había quién me parara. Lo admito: fue tan irracional y adictivo, que tuve que cortar por lo sano. Y no he vuelto a abrir un paquete.

Hay otros amores más racionales, quizá fruto de la madurez, o que sabes que están asociados a ese momento y lugar. Quieres que sea bonito y perdure en el tiempo, así que los disfrutas poco a poco, y eso hace que los recuerdes con una sonrisa cómplice que nadie puede entender; solo tú. Ese amor para mí es la Savanna Dry, una sidra hecha en Sudáfrica. Al probarla caí rendida a sus encantos por su suavidad, frescura y cierto exotismo. Las manzanas de la variedad Granny Smith (cultivada en Elgin) le daban ese toque jamás conocido hasta entonces. Me acompañó en mis días en Ciudad del Cabo y compartimos momentos que solo ambas conocemos. El adiós fue el de los amores que se separan y saben que ya nunca se encontrarán si el azar no interviene.

Kike Taberner, retratista de lo hedonista

En  los veranos de la primera mitad de los 90, mientras Indurain se batía el cobre con Claudio Chiappucci o Tony Rominger en los Alpes Franceses , yo hacia lo propio jugando al dominó en el Bar Boro de Siete Aguas. Pero siempre lo hacía mientras me tomaba una copa de Marie Brizard con hielo. Ahora los españoles ya no ganan el Tour, y creo que por el tema de la COVID-19 tampoco se puede jugar al domino en los bares. De hecho, hace años que no tomo Marie Brizard, pero en ocasiones, si estoy viendo una etapa del Tour, me viene el recuerdo del licor dulzón.

Ay, el amor. Si fuera para siempre... 

... nadie lo soportaría

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