VINOSOFÍA

Amunt València!

| 06/09/2019 | 3 min, 36 seg

«Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. A una pareja pedir vino valenciano en la calle Laurel de Logroño...».

 ¿Llegará el día en que la ciencia ficción de Blade Runner se haga realidad? Sinceramente lo espero, pero aún falta para que el vino del Mediterráneo, y el valenciano en concreto, consiga el merecido blasón, tanto a nivel nacional como internacional.

Intentemos analizar el porqué: la posición geográfica y la presencia del puerto favorecieron el desarrollo de un florido mercado de venta de vino a granel desde los viñedos de la Comunitat, llegando a su cenit en tiempos de la plaga filoxérica a principios del siglo pasado.

Lo malo es que la venta a granel y el cooperativismo —otrora necesarios para la supervivencia del sector— pueden haberse transformado en un lastre de cara al nacimiento y desarrollo de una identidad clara y definida de nuestra región. En parte por haber caído en la trampa de vender mucha cantidad a precios irrisorios, en parte por haber ahuecado las alas a proyectos de pequeños vignerons que son el verdadero motor del cambio. 

En los años ochenta y noventa, la Comunitat Valenciana fue incapaz de subirse al tren de los vinos Parker, concentrados y maderizados, que marcaron la fortuna de la Ribera del Duero. Se apostó igual con demasiada ligereza por las variedades foráneas, sin intentar definir un estilo propio que permitiera vivir por encima de las modas.

PERO SE EMPIEZA A VER LA LUZ AL FINAL DEL TÚNEL: HAY UNA GENERACIÓN DE RELEVO QUE VIENE PISANDO FUERTE

A principio del nuevo siglo aparecieron los jinetes del vino valenciano —Pablo Calatayud, Toni Sarrión y el ‘inflitrado’ Pepe Mendoza— aprovechando la estela del buque insignia Maduresa; el vino que marcó un hito tanto estéticamente como cualitativamente. Lamentablemente, la crisis dejó tocado el sector vinícola, casi tanto como el del ladrillo. Fueron años oscuros, una travesía por el desierto con el agravio de que, al no encarnar un papel de rescatadores de zonas abandonadas —como ocurrió en Priorat, sin ir más lejos— ni defender una viticultura heroica (Gredos, Ribera Sacra o Tenerife) por características orográficas, la revolución valenciana no logró fascinar al ideario colectivo. A pesar de la presencia de emprendedores de espesor internacional como Toni Sarrión (Mustiguillo), que supo poner la bobal en el mapa, el vino valenciano se ha quedado como actor secundario en las cartas de los restaurantes y en la crítica especializada. 

Pero se empieza a ver la luz al final del túnel: hay una generación de relevo que viene pisando fuerte. Gente preparada, con recorrido e inquieta, que no se mira el ombligo y no tiene miedo a viajar para aprender de los demás productores, incluso se atreven a no beber vinos propios en los restaurantes que frecuentan. Y, sobre todo, con la ambición de conseguir la tan anhelada identidad. Gracias a ellos la comunicación entre bodegas es más fluida y las variedades autóctonas empiezan a ser rescatadas. La lista es larga y muchos proyectos se encuentran aún en gestación, pero ya podemos indicar al veterano Rafa Cambra, a Los Frailes, al joven y mediático Javier Revert, al incansable Rodolfo Valiente, al ‘natural’ Rafa López de VI Elemento, al ‘ever greenDiego Fernández, al trío de Filoxera y Cía (los primeros en recuperar la variedad Arco), a Alberto Pedrón con su Sentencia (y pido disculpas a los que dejo en el olvido) como actores del ‘renacimiento’ valenciano.

En los grandes grupos también ha entrado savia fresca: Jorge Caus al frente de Anecoop, Víctor Marqués en Murviedro, Arnoldo Valsangiacomo y sus hermanos al frente de Cherubino.

El futuro es alentador. Yo, de momento, sigo bebiendo vino francés —mientras pueda pagarlo—, pero tengo mucha fe en estos profesionales. Falta que la Administración empiece a apoyar dichos proyectos en lugar de defender exclusivamente los intereses de los grandes, como suele ocurrir…

Salut

 * Este artículo se publicó originalmente en el número 40 de la revista Plaza

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