En dos sesiones diferentes, piano y pianista parecieron adecuarse más a la intimidad de Schubert que al brillo de Beethoven en su quinto concierto
VALÈNCIA. Las dos actuaciones de Barenboim han iniciado la que podría denominarse “gran semana del piano”, pues al músico argentino sucederán dos importantes nombres rusos: Grigory Sokolov, este mismo sábado, y Alexei Volodin, el miércoles 22. El Festival Beethoven, que ha programado en el Palau de la Música todas sus sinfonías y conciertos para piano, enmarcó la segunda intervención de Barenboim (que interpretó el jueves el Concierto núm. 5), mientras que Volodin se hará cargo del cuarto. Este Festival comenzó el día 10, con Iván Martín como solista del núm. 3, y continuará los días 24 y 25 con David Fray (núm. 2) y Kathia Buniatishvili (núm. 1), En todos los casos, la Orquesta de Valencia, dirigida por Yaron Traub, ejecuta, junto a cada concierto para piano, una o dos de las sinfonías. La integral, que se ha programado con motivo del 30 aniversario del Palau de la Música, fue iniciada el 3 de febrero por Traub y la Orquesta de Valencia, que interpretaron una obertura y dos sinfonías del genio de Bonn.
El interés que siempre promueve Daniel Barenboim se reforzó esta vez por la utilización de un nuevo piano, diseñado por él mismo, y que traía consigo. Con el apoyo de Steinway & Sons y la colaboración del fabricante belga Chris Maene, el músico argentino ha intentado recrear ciertas características sonoras de los pianos del XIX, sin perder por ello el poderío o la estabilidad en la afinación de los instrumentos del XX. Este piano “mestizo” se presentó en Londres el pasado mes de mayo, llegando a Madrid y Barcelona en noviembre. Está, pues, “de gira”, junto a uno de sus creadores. La disposición en paralelo de las cuerdas, que no están cruzadas entre sí como en el prototipo de Steinway, produce unos fenómenos de resonancia diferentes a los que el oyente actual está acostumbrado, generándose una mezcla menor de los sonidos entre los diferentes registros del piano, y, por tanto, una sonoridad más transparente y diferenciada. La mezcla de armónicos y el empaste sonoro pueden variarse y potenciarse en mayor o menor grado, por otra parte, con los pedales y las diferentes técnicas de ataque. La mayoría de los componentes, incluyendo la tapa armónica, el bastidor, las cuerdas graves, el teclado o los martillos, se han diseñado o construido especialmente, y la posición de este último elemento y de las cuerdas es radicalmente distinta. Ignoramos si el nuevo diseño del teclado implica, tal como se rumorea en algún cenáculo musical, un ligero estrechamiento de las teclas, para facilitar, a unas manos pequeñas como las de Barenboim, el abordaje de las extensiones amplias. No sería, por otra parte, la primera vez que se hace, pero conviene señalar que las teclas estrechas conllevan también otro tipo de dificultades.
Según informaba The Telegraph, tras la presentación del nuevo piano en el London’s Royal Festival Hall, Barenboim tocó, para una pequeña audiencia, una sección de la Appassionata de Beethoven en dos pianos: un Steinway tradicional y el nuevo Barenboim-Maene. Algunos oyentes no percibieron una diferencia significativa, pero otros estuvieron encantados con el nuevo sonido. Barenboim señaló que no era superior ni estaba diseñado para reemplazar al Steinway, sino distinto, y con la posibilidad de proveer a los pianistas de una alternativa. “Hay una diferencia en la cualidad del sonido (...) tiene más transparencia, más claridad, y, por sí mismo, menos mezcla [tonal], pero te da la oportunidad de crearla por ti mismo como pianista, y eso a mi me gusta” , explicó.
El recital del martes, donde Barenboim hizo un monográfico de Schubert, sirvió para la presentación en Valencia del instrumento, aunque el formato de la actuación no ofrecía la oportunidad de compararlo con otro gran cola. En cualquier caso, resultó evidente la transparencia señalada por el argentino, aunque muchas veces resultaba difícil calibrar en qué medida se debía al piano o, por el contrario, al pianista. Schubert es, por otra parte, un compositor especialmente adecuado para buscar claridad y limpieza, al tiempo que exige, en las repeticiones de los temas, esa capacidad mencionada por Barenboim para ir “coloreando” el sonido en función de las modulaciones, el ritmo o la textura. Habrá que darle tiempo, al Barenboim-Maene, para poderlo valorar en un espectro amplio de obras e intérpretes.
La promoción del nuevo piano no tuvo la exclusividad en la actuación del músico argentino, que se adentró en las partituras con la mirada honda y la entrega que corresponden a uno de los grandes. También a los grandes pertenece, porque llevan lustros estudiando minuciosamente a los compositores que interpretan, una libertad amplia en su acercamiento a ellos, libertad que saben compaginar con la fidelidad rotunda al espíritu de la partitura. De ahí que el primer aspecto a resaltar en el recital del miércoles fue el fraseo, aéreo y natural, que dejó respirar tranquilamente a la música, sin ponerle ningún tipo de corsé.
Las tres sonatas de Schubert se interpretaron por orden cronológico, pero no son correlativas. La primera, D 568, de 1817 (aunque después sufrió importantes retoques), muestra al compositor con huellas manifiestas de un Beethoven que todavía estaba vivo. Al tiempo, aparecen ya muchos rasgos del particular enfoque que Schubert da a la sonata pianística. Barenboim los iluminó con su habitual lucidez musical, enmarcándolos en una amplia perspectiva sobre el conjunto de sus sonatas. En la partitura siguiente (D 784, compuesta en 1823), donde el estilo de Schubert se presenta ya muy asentado, una intensa seriedad apareció en la lectura del pianista, junto a una dinámica más amplia y una espléndida utilización de la zona grave del piano, trinos incluidos. El nuevo instrumento permitió al intérprete aprovechar la mayor definición de este registro con respecto al resto. Vino después la última sonata que compuso Schubert, en 1828 (D 960), escrita un año después de la muerte de Beethoven y dos meses antes de la suya propia, que ya presentía. Se puso sobre el tablero el carácter obsesivo de los temas, que giran y giran, con caras diversas y el denominador común de unos tintes sombríos y premonitorios. Barenboim la tocó desesperanzadamente, con un fraseo tan meditativo como lleno de tensión.
Ante la altura y la coherencia interpretativa, resultaron irrelevantes los roces que hubo en los pasajes técnicamente más complicados de las tres sonatas: el argentino tiene ya 75 años, y las manos no responden a esta edad, por lo general, con la extrema habilidad de antes. Pero la música sigue brotando de ellas a raudales. Y no sólo eso: siempre está reelaborada, siempre se escucha como nueva. Nunca parece cansado, el pianista argentino, de bucear en las partituras.
Distinta resulta la valoración de la sesión del jueves, perteneciente al ciclo Beethoven. La Orquesta de Valencia, dirigida por Yaron Traub, interpretó en primer lugar la Sexta Sinfonía, cuyo primer movimiento quedará para el recuerdo por el vigor interpretativo, la claridad del tejido orquestal, la calidad del sonido y la rica variación en la dinámica. Los movimientos sucesivos, sin embargo, parecieron leerse con menos interés y, lógicamente, con peores resultados. Tras el descanso llegó el momento de acompañar a Daniel Barenboim en el Concierto “Emperador”. El pianista argentino ha visitado con frecuencia Valencia, tanto como solista como en su faceta de director. Importantes orquestas, como la Filarmónica de Viena, la Sinfónica de Chicago o la Staatskapelle Berlin han sonado con él en el Palau de la Música. Pero también tocó en 2011 con la Orquesta de Valencia, dirigida asimismo por Traub, y con Beethoven en el programa: aquella vez pudimos escucharle el Tercer Concierto. El Quinto lo ejecutó antes (2006) en Les Arts, con la orquesta del recinto dirigida por Zubin Mehta. Y en ambos casos las versiones fueron espectaculares.
Esta vez, sin embargo, las cosas no fueron tan bien. Y no cabe achacarlo al nuevo piano, que respondió con potencia sobrada a las demandas de una partitura con orquesta (aunque la zona aguda se escuchara algo más quebradiza). Los problemas que se vislumbraron el día anterior en los pasajes veloces de acordes, se multiplicaron el jueves con las exigencias de una obra más exigente en bravura. Y se multiplicaron hasta un punto difícilmente aceptable. Máxime con un instrumento cuya transparencia delata todavía más el emborronamiento. El argentino, que los percibió sin duda mejor que nadie, brindó una crispada versión del Quinto Concierto, debida –quizá- al disgusto consigo mismo. Sólo pareció relajarse en el precioso Adagio central, donde fraseó de nuevo con la belleza y la inteligencia derrochada el día anterior. Traub estuvo muy pendiente del ajuste con el solista en todo momento, pero Barenboim, nunca esclavo de las barras del compás, se lo puso difícil en los movimientos extremos.
El públicó, sin embargo, que atiborraba el Palau, aplaudió con entusiasmo, clamando por un regalo. Y, en una sabia elección, Barenboim retornó a Schubert, del que ofreció una memorable versión de uno de sus Impromptus más tristes y conmovedores: el núm. 2 de la segunda serie (D. 935).
No hubo manera de arrancarle más.