'Peter Grimes', de Benjamín Britten, se estrena en Les Arts, con una cálida actuación del tenor americano Gregory Kunde
VALÈNCIA. Poco tiempo antes de su reciente dimisión, el que fuera intendente de Les Arts, Davide Livermore, manifestó su intención de continuar programando a Britten en cada temporada. De hecho, ya venía haciéndolo así: El sueño de una noche de verano (junio 2016), La vuelta de tuerca (junio 2017) y Peter Grimes, que tuvo su estreno este mismo jueves.
No le faltaba razón: Britten es una puerta abierta a la contemporaneidad, muy necesaria en una ciudad bastante cerrada a la ópera del siglo XX. El compositor británico, aún desconocido para muchos valencianos, está ya plenamente integrado en lo que otros países europeos consideran “repertorio habitual”. Su música, que rebusca en todos los estilos y procedimientos del pasado y del presente, para utilizarlos donde mejor conviene a lo que quiere expresar, no provoca en el oyente ningún tipo de rechazo, sino, por el contrario, una empatía notable. Porque Britten trata siempre de llegar al interior de cada persona, sin importarle la coherencia de los postulados artísticos, sino el reflejo de un mundo lleno de contradicciones y ambigüedades. La música no es tonal ni atonal, ni diatónica ni cromática, ni monódica ni polifónica, ni desgarrada ni sutil... sino todo ello a la vez. Los personajes son buenos y malos al mismo tiempo, o no se sabe quién es el bueno y quién el malo. Sus historias suelen tener un final abierto, sin certeza alguna. Eso sí: la música es siempre bellísima, incluso en los momentos de mayor angustia. Y las historias enganchan rápidamente al público, aunque le dejen esa sensación inquietante de inseguridad, de preguntas sin respuesta.
Peter Grimes es un buen ejemplo de ello. La ópera acaba sin que el espectador esté seguro de lo que esconde, respecto a los grumetes, el corazón del marinero, de si acaba o no yéndose a pique con el barco, o si, de verdad, quería casarse con Ellen. La delgadísima frontera entre culpa e inocencia se pone en primer plano, como en otras obras de este compositor. Lo único que aquí queda claro es que la sociedad no tolera al raro ni al diferente, aunque integra perfectamente a quienes practican vicios antiguos y habituales. La producción de la ópera que presenta ahora Les Arts, estrenada en el Théatre de la Monnaie en 1994, con dirección de escena de Willy Decker, mueve al coro -que representa al pueblo de una aldea inglesa marinera- a modo de “enjambre” o bandada de pájaros, con sincronización perfecta de todos sus miembros, vestidos del mismo color, en la misma dirección, acentuando así su carácter gregario. El propio Gregory Kunde calificaba tales movimientos de “ameboides” en un vídeo promocional, y lo cierto es que, además del carácter simbólico, se componen a partir de ellos unos enmarques con bastante atractivo plástico. Ni qué decir tiene: Kunde, encarnando al protagonista, al verso suelto en la aldea, siempre estaba aparte. Pero también aquí aparecen las incertidumbres, pues la obsesión de Peter Grimes por tener dinero se debe a la seguridad de que, entonces, será respetado al fin.
Además de los mencionados movimientos del coro, la escenografía (de John Macfarlane) se limita a figuras geométricas que se abren o se cierran para dejar más o menos abierto el fondo a un cielo nuboso, o para configurar, con pocos trazos, espacios como el de la taberna o la cabaña de Grimes. El mar, siempre mencionado, se vislumbra poco, y siempre entremezclado con las nubes o la playa, aunque se hace sentir con la música, especialmente en los interludios, de una belleza abrumadora. Tanto es así que cobraron vida propia en una partitura independiente: la que se denomina Cuatro interludios marinos de Peter Grimes.
Otro valor del montaje es su extremada concisión y economía de medios, que permiten al espectador concentrarse en lo que toca, sin perderse en detalles accesorios ni historias marginales. La prueba es lo bien que se sostiene la producción veinticinco años después de su estreno. Sólo cabe reprocharle el añadido de la caja de madera con la que carga Grimes al principio de la representación. Quizá un pequeño ataúd. Quizá un símbolo del sentimiento de culpa. En cualquier caso, está de más: la culpa, verdadera o falsamente atribuida, atenaza al marinero desde las primeros e imperativos llamamientos del magistrado: Peter Grimes! Peter Grimes!, y la caja de madera sólo sirve para trivializarla.
Gregory Kunde sirvió al personaje con la amplia gama de recursos que tiene en su haber. Debe recordarse que se trata de un tenor cuya versatilidad le ha permitido afrontar con éxito el Otello de Verdi y el de Rossini con poco tiempo de distancia. Se adentra ahora en una partitura donde el Sprechgesang (a la inglesa) le plantea duras y distintas exigencias... sin relevarle de las anteriores. Porque Britten también le pide cantar, a veces, a flor de labio o con medias voces, como un tenor belcantista, mientras que en otras debe ponerle velas a Verdi para que le acompañe en su trayecto.
La suerte es que el americano, con 63 años, lo canta todo, pero no de cualquier manera. La voz, delicada o potente, se adecua siempre a la partitura y la situación que representa. Cuando tiene que “hablar cantando” (Sprechgesang), como en algunos pasajes del Peter Grimes, también lo hace, aunque la versión angloamericana tenga sus particularidades. Pero, sobre todo, Kunde carga a sus espaldas, sin amilanarse, con el dolor y las aspiraciones de sus personajes, dándoles un índice de veracidad que compensa de sobras cualquier gallito esporádico, sólo importante para oyentes en modo de caza y captura.
En el principal papel femenino (Ellen) estuvo la soprano Leah Partridge, estadounidense como Kunde. Su instrumento no pudo siempre proyectarse con la potencia necesaria, pero el espíritu del personaje –la maestra enamorada, y, sobre todo, el ave capaz de volar sin seguir ciegamente a la bandada- estuvo captado y transmitido a la perfección. Incluso en el abandono final –porque Ellen no está hecha de una pasta distinta al común de los mortales-, cuando, aun protestando, tolera el suicidio inducido de Grimes que aconseja el capitán Balstrode. A este, muy bien interpretado por Robert Bork, le toca el triste papel de proponer el sacrificio del amigo, tras una certera ojeada a las negras perspectivas que se abren ante él.
La veterana Rosalind Plowright dio vida a Mrs. Sedley, ese personaje que, en todos los colectivos, está siempre al acecho para amargar la vida y la libertad del prójimo. Dalia Schaechter, como Aunty, y al igual que las dos “sobrinas”, dibujó bien lo que podría llamarse la “marginalidad integrada”, es decir, la que, en el fondo, se acepta. El resto de comprimarios cumplieron tanto en su faceta de actores como en el canto.
El coro, representando a los vecinos del pueblo, dio una nueva muestra de versatilidad junto a los figurantes, pues el movimiento coreográfico que tenían asignado estuvo resuelto con facilidad, aunque no fuera fácil. Las voces se emitieron con ajuste, voluntad y estilo, pero no evitaron esa permanente tendencia a abusar con los decibelios. La orquesta de la casa, dirigida por Christopher Franklin, entró en materia desde el primer compás, combinando las delicadas pinceladas escanciadas por Britten, con la dureza del drama. A los profesores de la orquesta se les nota cómodos con el compositor inglés, y supieron evocar el mar, con toda su violencia, y a la gente, siempre dispuesta a superarlo.
Peter Grimes es una gran obra, y su programación en Les Arts, todo un acierto. Esperemos que no se abandone la vía abierta por Livermore, y que Britten continúe oyéndose en Valencia. Una vez al año, por lo menos.