Enero, 2021. Toda la hostelería está inhabilitada por las restricciones… ¿Toda? ¡No! Una pequeña aldea poblada por irreductibles bares resiste, todavía y como siempre, al invasor
Me refiero por supuesto a la UPV. Ese oasis, ese Vaticano que tenemos entre la ciudad y la carretera, prácticamente autosuficiente. Si hay ópticas, peluquerías y bancos, ¿cómo no va a haber bares?
Bueno, pues se ve que por algún tipo de jíbiri legal, esos bares siguen abiertos, para surtir de alimento, y sobre todo de cubos de quintos bien fríos a los estudiantes y los profesores.
Es hora de comer, hace un solecito muy rico y me acerco silbando "Walking on sunshine" a la cafetería "El Trinquet", que está entre la escuela técnica de diseño de no sé qué mierdas, y el depósito de la EMT. Es un edificio acristalado de dos pisos, con un voladizo. La terraza está aproximadamente a un tercio de su capacidad, todo son chavales y ninguno parece que haya votado más de una vez. La mayoría están bebiendo cervezas y fumándose unos meisons que parecen piernas ortopédicas. Al pasar entre ellos oigo que se llaman "bro" unos a otros. También dicen "sudo", "en plan" y "me puto flipa".
Solo hay acceso por una puerta, (medidas de seguridad) y, wow, no lo recordaba tan grande por dentro, parece un hangar. Encima, claro, la sensación de amplitud se acrecenta, porque dentro hay solo un par de mesas ocupadas.
La pared de detrás de la barra está cubierta de banderas dedicadas por todos los estudiantes de intercambio, que vinieron a comer morro y a ponerse morenos en la playa en algún momento de su vida. La camarera enmascarada me informa de que no tienen carta ni tapas, porque ahora mismo tal, pero que le puedo echar un vistazo a las bandejas.
Efectivamente, cerca de la entrada hay unos expositores de comida, como los que hay en los Autogrill o en las cafeterías de aeropuerto, para que elijas tu primero, tu segundo y tu postre. No hay que hacer nada de cola. Nos decidimos por unos platos de pasta, pollo y merluza, y obviamente unos quintos, porque es la bebida autóctona del lugar.
En cuanto nos sentamos en la terraza, un chaval con acné se me acerca.
- ¿Tienes fuego, bro?
- Toma. Si vuelves a llamarme "bro", te arranco un brazo y te golpeo con él hasta que mueras.
- Gracias men.
- A cavar zanjas del gas.
- Sudo mazo.
¿Por dónde iba? Ah, vale. Los platos, sí. Pues oye, la pasta no está nada mal. A ver, ten en cuenta que no es pasta fresca amasada por la mamma, es algo masivo, posiblemente hecho en una hormigonera, pero me supo bien. Llevaba pesto y tomate fresco, con unos trozos de ajo muy visibles. Igual es que el hecho de estar bebiendo cerveza en una terraza al sol ya hace que todo me sepa mejor, pero bueno. Por lo que sea entró fácil.
El pollo y la merluza iban con patatas fritas congeladas. Ambos funcionales. El pollo llevaba encima unos trozos de lo que, espero, fuera champiñón, y la merluza una salsita verde. Más secos que una empanadilla de algodón, pero eh, estoy contento, así que incluso suco un poco de pan. Todo sabe a gloria.
Por cierto, 5 pavos cada menú. Precio súper estudiantil, igual vengo más veces.
Llegado a este punto, podría haberme vuelto para casa con el deber cumplido, pero mira, ya que estoy, pienso vivir la full experience. Pienso adentrarme en el corazón de la bestia, en la zona cero.
Voy a tomarme el café en una terraza del Galileo.
Recordaréis que hace unas semanas, en una época en la que estaban prohibidas las reuniones de más de diez no convivientes, unos bros visionarios y adelantados a su tiempo, organizaron una fiesta con SETECIENTAS personas. Obviamente, aquello se convirtió en el Resident Evil, y pese a todo, por lo que sea, sus bares siguen abiertos.
Me siento en la terraza del primero que veo, desde el primer piso, me llega el sonido de una acalorada partida de ping pong. Hay un cartel en la fachada que ofrece menús de tardeo, compuestos por litronas y bravas, o litronas y nachos, o litronas y aros de cebolla, o litronas y ensaladilla. Mi sentido arácnido cree percibir un sutil patrón.
El café, nada, un cortado de bar bastante fuerte, con sabor a quemado. Durante el rato que estuve fuera, nadie más se sentó en la terraza, supongo que todo el mundo ha vuelto a casa, o que les han desalojado por lo de la fiesta. Por una parte, mi yo adulto sabe que aquello estuvo malísimamente mal, pero también tengo claro que mi yo universitario, posiblemente habría estado allí pinchando con el torso desnudo y lleno de pintura fluorescente.
En fin, pues todo eso. No sé hasta cuándo vamos a estar así, teniendo que aprovechar los vacíos legales para ir a una terraza. De lo de hoy, me llevo que he comido feliz y barato, que me ha dado el sol, y que me he sentido como Jalis de la Serna cuando entró en Corea del norte.
Ya sabéis donde encontrarme. Somos la resistencia.
Goza de amplio aparcamiento.