Un chuletón de lomo alto con pimientos y patatas fritas, he ahí una cumbre indiscutible del hedonismo más voraz y disfrutón
Ha sido una década aciaga para el carnívoro en València porque lejos quedaban los años buenos del restaurante Norte de María del Pilar Pérez y Daniel Martí, Araguaney de Maria José y familia o aquel espejismo llamado la Montaraza de Miguel Ángel Rodríguez; un poco (digo yo) en parte por culpa de la creatividad malentendida y en parte por culpa de esta obsesión por comer veggie y sano —que ya me dirás tú qué cosas hay más sanas que un chuletón a la brasa, pero esa es otra historia.
Afortunadamente la ciudad vive un retorno al sentido común, a las casas de comida y a reverenciar el producto por encima de la tontería, que para eso somos un poco agricultores y un poco piratas —hijos de la huerta y la lonja, ahí es nada. Llega una edad, y estoy hablando de la mía, en la que uno tiene claro que lo que realmente quiere son cosas sencillas, personas sin dobleces y comidas memorables. Así que al mambo: estos son los mejores chuletones de València.
Askua nunca se fue, eso (eso, y tantas cosas) hay que concedérselo; y es que son 18 años lo que lleva trabajando Ricardo Gadea con Luismi Garayar: lomo alto de vacuno mayor procedentes de Galicia y Asturias, vacas viejas y maduraciones cortas para unas piezas que siempre están bien pero que cuando están sobresalientes rozan el cielo.
No muy lejos del templo está Gran Azul, que pasito a pasito (suave, suavecito) está haciéndose un hueco bien gordo en el corazón del carnívoro: con el mío lo han conseguido —en la casa de Abraham Brández uno puede escoger dos caminos: por un lado las vacas de razas frisona o la cotizadísima cachena, animal de “capa castaña clara, tupé en la testuz y orejas y cola bien peludas, la cachena cuenta con un nivel óptimo de infiltración en grasa y por eso es de lo más potente en boca, de memoria más persistente que la vaca rubia” y una cornamenta jurásica para un bicho más bien escaso porque son poco más de 4.000 el total de cachenas españolas, según la Federación de Razas Autóctonas.
Por otro el wagyu desde el Parque Nacional de Villarica en el sur de Chile; 800 kilos de buey —esto sí es buey— alimentando como un marajá, con un libro de familia bajo el brazo (¡los papeles! y el árbol genealógico desde sus antepasados en Tajiri) que ratifica su pedigrí y una infiltración que es un escándalo de intensidad, elegancia y sapidez: una jodida barbaridad.
Seguimos en el barrio y es que cómo está la zona de Aragón, eh. Porque Àtic en la Alameda (además de arroces notables y la cocina cosmopolita de Nicolás Román en esa maravillosa terraza cobijada bajo la luz blanca de la ciudad) esconde un arsenal vacuno de lo más interesante: razas holstein de 30 días, simmental de 60 y rubia gallega de entre 100 y 120 días con la garantía de Discarlux y unas papas fritas de diez de la variedad Kennebec.
Chuletones inolvidables en Rausell (¿hay algo que hagan mal los hermanos Rausell?), en Q'Tomas de Jose Tomás, en Kaymus de Nacho Romero (rubia gallega desde Salamanca, vía Albucor) y, como siempre, en ese reducto de la tradición llamado Araguaney: 45 días de maduración en piezas desde Mercamadrid y una parrilla abierta a esa clientela fiel como un San Bernardo, fiel a sus festivales carnívoros y a esos troncos de encina seca procedente de las tierras de Castellón y Teruel.
En Beniferri sigue con paso firme Pablo Chirivella gobernando la brasa de Tavella con sentido común, ganas de hacerlo bien y una cocina anclada en el origen, el entorno y la memoria —vacuno español de Vacum, rubia gallega madurada en València (en Loriguilla) de hasta casi 100 días y cortes sobre el costillar entero de la vaca, tanto el lomo alto como el lomo bajo. Pablo defiende las largas maduraciones (por los matices organolépticos que aportan a las piezas: lácteos, setas, humedad y frutos secos) y la carne con una importante infiltración de grasa porque “esa grasa es el 50% de la carne, sin esa grasa no se podría asar como toca y quedaría muy seca”.
Chuletón de lomo alto sobre la mesa, tiempo por delante, una mujer (o un hombre, aquí cada cual lo que le venga en gana) con curvas y un vino eterno, ¿qué más le puede pedir uno a la vida?