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Cincuenta rockeros murieron a los 27, cien entre los 26 y 28, mil en lo alto de la fama

Un documental británico 27: Gone Too Soon revisa el mito de las muertes prematuras de los rockeros presentándolos como mártires víctimas de su sensibilidad. Una visión mitológica del rock, que elude que las adicciones son un problema de salud mental y que, en el contexto del rock, han servido como reclamo comercial

2/06/2018 - 

VALÈNCIA. La adolescencia es un proceso complejo biológicamente. Es equivalente a la metamorfosis que experimentan los gusanos al meterse en un capullo y salir de ahí convertidos en mariposa. Un niño, cuando está en la vejez de su infancia, cuando por fin comienza a disfrutar con conocimiento de causa de sus juguetes, empieza a sufrir espasmos y convulsiones y se transforma en otra cosa. Es un proceso de años, pero experimenta mutaciones, los granos, los pelos, la tiranía del deseo sexual. Se mira al espejo y ya no es lo que era, es otro ser, con otra voz, feísimo, que está mutando. En definitiva: pierde su identidad. No se reconoce.

Ese problema, ese vacío, encontrarse a cada poco con otra persona distinta en el espejo, deja graves secuelas en su comportamiento. En los tiempos remotos, uno se hacía cristiano y se enfrentaba con su superioridad moral y sus amigos leprosos al Imperio Romano. Luego se traducía en irse a las Cruzadas, arriesgar la vida para rescatar doncellas. Más tarde se embarcaron hacia lo desconocido, a explorar continentes lejanos que era como irse a otro planeta. Muchos optaban por las misiones. La cosa empeoró con el romanticismo y sus suicidios. El fervor revolucionario tampoco lo puso fácil. En los años 30, había dos salidas, o hacerse fascista o hacerse comunista e ir la calle a buscar, en ambas opciones, al rival para exterminarlo.  

La situación no pudo ser canalizada con cierto orden hasta la llegada del rock. Cuando el adolescente, después de los horrores de la II Guerra Mundial, en lugar de matar o ser llevado a la muerte se queda en casa, adquiere poder adquisitivo y puede comprarse cosas, el mercado le proporcionó productos exclusivos para su falta de identidad. En las letras del rock encontraba lo que no se atrevía a decir, la rebeldía que necesitaba para afirmar de lo que carecía y, en definitiva, una forma de pasar el trago de la metamorfosis hasta hacerse mayor y buscar sus placeres con un poco de cabeza.

Esto desembocó en las tribus urbanas, que según el producto que el joven en cuestión hubiese decidido adquirir en el mercado con la paga que le daban sus papás, adoptaba una estética determinada y, como en la época de los falangistas, también se iba a pegar con los que tenían otra estética tribal, es decir, a los que les sacaba el dinero otro tipo de producto de la misma gama.

Cuando uno se hace adulto y recupera una identidad perdida, cuando vuelve a jugar con la seriedad que tenía cuando era niño, como decía Nietzsche, se le deberían pasar estos problemas, pero ya no es así. Hoy en día, las personas permanecen adolescentes hasta pasados los cincuenta años. Hay gente por ahí suelta que pretende morir heavy, o rockero, o gótico siniestro, o skin...

Este drama de nuestro tiempo ha trazado una especie de círculo perfecto. Que el mercado dispusiera de una serie de tonterías estéticas y sonoras para que los adolescentes comprasen su identidad con sus propinas era la solución idónea para que estuvieran distraídos y no repararan en que se están desagradablemente metamorfoseando y les entrasen ganas de atacar al hombre. Pero la rueda ha girado tanto que eso que se adquiría con el dinero que te daba tu abuela y que te hacía creer que molabas, ahora se ha convertido en religión. Hemos vuelto al fenómeno de los primeros cristianos.

Estas nuevas religiones han establecido sus mitos y sus liturgias. Los mitos se celebran, por ejemplo, en redes sociales exhibiendo gustos a diario, y las liturgias se pagan con dinero, ahora que no hay discos, yendo a festivales, comprándose ropa ad hoc o tatuándose. Se sigue sacando mucha pasta a los consumidores de identidad.

No es objeto de esta columna pormenorizar estos comportamientos, pero sirva esta contextualización de la problemática para entender un documental de este año, 27: Gone Too Soon, sobre el llamado Club de los 27, la edad fetiche a la que se mueren los rockeros más famosos, esto es, que han reunido a su alrededor a un grupo más amplio de consumidores pagando dinero religiosamente a cambio de obtener una identidad al poder certificar, mediante esa transferencia monetaria efectuada, que les gusta el rockero del que se trate.

Este documental británico de Simon Napier-Bell, más famoso por sus bandas sonoras que por sus películas, abunda en uno de los mitos sagrados del rock and roll que más estúpida adoración ha generado. Eso sí, aporta cifras elocuentes para observar el fenómeno en perspectiva: Contabiliza que 50 rockeros famosos murieron a los 27, cien entre los 26 y 28 y mil en lo alto de la fama. Es un cálculo que por su redondez se entiende que debe haberse realizado grosso modo, pero ahí está.

Los testimonios los aportan personajes que conocieron el meollo de cerca, como Paul Gambaccini de Rolling Stone o Peter Jenner, manager de Pink Floyd. Este último tiene una teoría: los músicos se ponían tan ciegos cuando eran famosos porque todo el mundo, con el objetivo de ser su amigo, les invitaba a todo. Sin embargo, la narración luego deja de lado este aspecto más prosaico y trata de establecer un martirologio elaborado.

Dice que todos ellos, cuando eran niños, habían sido marginados. Tuvieron problemas en su infancia y por eso, después, surgió la obra de arte. El propio Keith Richards podría haber sido un personaje de Big Bang Theory, pero se puso otra piel encima y para mantener ese personaje que había creado lo único que supo hacer era drogarse.

Hendrix tuvo una infancia terrible y, cuanta más gente le amaba, menos pudo distinguir quién le amaba de verdad. A Janis la machacaron en su pueblo porque sus padres eran liberales, ya empezó a beber para combatir el rechazo antes de ser una estrella. Jim Morrison tuvo un padre que le aplicaba disciplina militar, al gritos, "se hizo popular porque era antisocial, pero era antisocial porque estaba triste". Más extraño suena de lo de Kurt Cobain, que quería tener éxito pero sin que el éxito fuera con él. Y más normal lo de Amy Winehouse, que fue exprimida como una vaca lechera.

De todo el drama, dejando de lado que se nos venda que eran víctimas de su interior porque tenían demasiados sentimientos, sí que se revela una verdad. En tiempos, cuando alguien se ponía hasta las cartolas, no se pensaba en que debería ir a rehabilitación, no se veía o percibía que la personalidad adictiva es un problema de salud mental, pero sí que se dieron cuenta de lo bien que iba como reclamo comercial, pues dejaba pingües beneficios, y eso es lo que se ha explotado, explota y explotará.


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