La propuesta de ponerle tickets a la Plaza de España, en Sevilla, como un espejo para nuevas tentaciones. La amenaza de controlar el turismo creando polígonos turísticos donde había espacios abiertos
VALÈNCIA. El Jardín del Túria, que comenzó a serpentear hace más de 35 años, es un lugar donde pasa mucha gente. Hay muchos turistas. Se encuentran los visitantes con los locales, casi siempre de buen grado. Requiere mantenimiento de su naturaleza, de su patrimonio, y por tanto un dispendio público continuado. El Jardín del Túria es una plaza, kilométrica y lineal, hecha de otras muchas plazas verdes. Una celebración del espacio público, del espacio abierto. El lugar más visitado, espontáneamente, de toda la ciudad.
Si el alcalde de Sevilla tuviera bajo sus designios el Jardín del Túria, podría aplicar sin demasiado problema el mismo argumentario con el que explica su propuesta de privatización de la sevillana Plaza de España: tickets para los visitantes. Poner entrada a partir de “una tarifa no disuasoria sustentada en un estudio comparativo” tendría “gran aceptación y una significativa capacidad para generar ingresos”.
El alcalde dijo:
“Estamos proyectando cerrar la plaza de España y cobrar a los turistas para financiar su conservación y garantizar su seguridad. Además, crearemos una escuela taller de artesanía.
Por su puesto, el monumento seguirá siendo de libre acceso y gratis para todos los sevillanos”.
Que en este ejercicio de especulación podría traducirse en:
“Estamos proyectando cerrar tramos del Jardín del Túria y cobrar a los turistas para financiar su conservación y garantizar su seguridad. Además, crearemos una escuela taller de jardinería.
Por su puesto, seguirá siendo de libre acceso y gratis para todos los valencianos”.
Lejos de ser una anécdota al paso o un caso local sin aplicación para otros lugares, el affaire Plaza de España es ya una demostración poderosa de lo que ocurre cuando una ciudad -es Sevilla, pero son la mayoría de nuestras ciudades- está definida a partir de la narrativa de sus visitantes. Cuando para diseñar la urbe se piensa en turismo, primero en turismo, después en turismo, su silueta acaba adquiriendo la forma de quienes la visitan.
La medida sobre la Plaza de España podría parecer un mecanismo para controlar el exceso de visitantes. Ponerle puertas al campo. Ordenar el tráfico. O acaso una medida con la que compensar las externalidades negativas que causa el turismo en los espacios multitudinarios (por esa regla de tres, habría que ponerle entrada a muchas plazas en los centros históricos). Pero más que una medida de control, lo es de asimilación. Las leyes de la tematización turística se imponen sobre la convivencia y la conjunción de usos. Ya que hay tanta gente, no desperdiciemos el tráfico: ¡moneticemos el paso!
La plaza de los sevillanos configurándose a partir de las coordenadas de quienes la incluyen en su tour. Como si no tuviera sentido un espacio abierto donde vecinos y visitantes se crucen.
La Plaza de España -afortunadamente no se ha planteado así en el Túria- pasa a ser vista como un ‘servicio premium’: una vez que el objetivo municipal se cumple (¡vienen muchos turistas!), la siguiente pretensión evolutiva es lograr sacar más rédito económico a cada visitante. Después llegará la posibilidad de pagar un extra por no hacer colas, poder comprar un fast pass.
Trae al recuerdo la propuesta que hizo el alcalde de Granada para reposicionar la marca turística de la ciudad. Con el objetivo de proyectar una imagen granadina de mayor excelencia cayó en una herejía: ¡anunció que quería cargarse las tapas que se regalan con la cerveza! “No vamos a promocionar más tapas gratis, nunca más. Las tapas hay que pagarlas porque son alta gastronomía”. El tapagate provocó una fuerte reacción social (las tapas gratis como identidad de la ciudad) y con el alcalde, claro, fuera de la alcaldía. Él solo quería tener turistas de calidad, capaces de pagar por las tapas.
Plantear las relaciones entre ciudad y turismo a partir de la imposición de tasas y de tickets, creyendo con eso basta -la ensoñación por la que quienes van a ver la Gioconda no pagan entrada- es la síntesis de un debate trucado. Claro que pueden ponerse tickets a espacios paradigmáticos de la ciudad. Incluso al Jardín del Túria. La cuestión está en dónde pone la atención la ciudad. Si en nuestra ciudad se conjuga únicamente el verbo ‘visitar’, su personalidad termina siendo la de quien visita y el espacio público una oferta adaptada.
De fondo, una evidencia: nuestras ciudades se prepararon mejor para el efecto 2.000 que para los efectos de la combinación poderosa entre Ryanair y Airbnb.