La ciudad cuyo diseño visual se define tras las marquesinas recoge el testigo de sus pioneros. Lo hace en pleno debate sobre si la mejor representación es una marca-ciudad unificadora o una multitud de fragmentos
VALÈNCIA. En 1994 Paco Bascuñán, pionero y maestro de diseñadores, recibió el encargo de Ferrocarrils de la Generalitat Valenciana para señalizar las paradas del tranvía. Ocurrió que más que poner imagen a cada marquesina, creó el imaginario para una València pequeña normalmente huérfana de códigos visuales. Benimaclet, La Carrasca, Vicent Zaragozá, Benimaclet, Marxalenes, Pont de Fusta, Primado Reig…
28 después, con el inicio en la actividad de la Línea 10 de Metrovalencia, ilustraciones asociadas a localizaciones concretas han reabierto una cuestión estratégica: ¿València debe tener emblemas visuales únicos que engloben toda su complejidad o ser un puzzle de imágenes cuya integridad se compone de pequeñas piezas? En esa búsqueda, la elección de creaciones que pusieran ‘rostro’ a paradas como las de Alacant, Russafa, Amado Granell-Montolivet, Quatre Carreres, Ciutat de les Arts, Oceanogràfic, Moreres o Natzaret, ha estado dirigida por la opción coral de múltiples autorías.
Mientras que con Bascuñán el collage con tintas planas sintetizando el contexto de cada estación era el denominador de todas sus intervenciones, la combinación de estilos variados ha copado el planteamiento de la Línea 10. Es el poder blando de los transportes para ensamblar el lenguaje visual de los espacios en corto. La manera de resolver esa consecución de pedazos define la propuesta integral.
Lupe Martínez, mujer de Bascuñán y guardiana de su memoria, recuerda cómo el momento influyó en la toma de decisiones del diseñador: “A finales de los ochenta la ciudad se estaba haciendo más grande, debido a la ampliación de la red de comunicaciones en el transporte. En ese momento, estaba trabajando en la señalización de las líneas de metro y anteriormente había realizado la de la autopista A7. Su trabajo se basó en el uso de imágenes muy llamativas que recogen lo más específico del paisaje urbano o de la historia del barrio en la que se sitúan: son imágenes populares, con personajes del barrio, de la arquitectura, el paisaje o las tradiciones artesanas”.
Del recorrido de aquella línea de tranvía, de oeste a este, las paradas se diseñaron -recupera Lupe Martínez- “de manera funcional, con el número de línea, el nombre de la parada, los planos…”. Pero fue decisiva la creación de una ilustración, “con un lenguaje muy pop, que representaba lo más característico de cada zona. El trabajo inicial tiene en la trastienda una parte de investigación y documentación muy exhaustiva”.
El resultado cumplió con uno de los propósitos más ambiciosos de un buen diseño: logró generar adhesión. “Los habitantes de cada barrio -sigue Martínez- se identificaron con cada una de las ilustraciones y, sobre todo, las hicieron suyas. Creo que fue lo más importante de este trabajo. Era muy reconocible, muy popular. No había ninguna ilustración de grandes personajes de culto, sino los de toda la vida, los que eran suyos, los que conocían. Igualmente se daba en las paradas en las que la ilustración representaba, si era el caso, la huerta o la playa… paisajes que forman parte de nuestra memoria y que siempre serán patrimonio de la ciudadanía”. Logró, en fin, que el paisaje visual de los tranvías se camuflara en el paisaje físico de cada barrio.
Para componer sus síntesis geográficas, pasadas casi tres décadas, algunos autores de las ilustraciones de la Línea 10 comparten ese proceso a medio camino entre la cartografía y la sociología. Simone Virgini, que ilustró la de Moreres, pasó “una tarde tranquila tomando fotos y haciendo bocetos mientras paseaba por el barrio”. Elga Fernández, para reproducir Natzaret en un imaginario, se documentó gráficamente: “mi idea era pasear, tomar café y hacer las compras con mi hija, que en aquel momento era muy pequeña, mientras sacábamos fotos y conocíamos el barrio. Fue una mañana muy agradable. Descubrimos que Natzaret tiene el mejor pan de Valencia.
Con toda esa información, con más que me mandaron de la asociación de vecinos, me hice una carpeta bastante buena para comenzar a trabajar”. Diego Blanco, con la parada de Alacant, tuvo en cuenta que era la “más céntrica de toda la línea y, pese a que tiene su propia comunidad de vecinos y comerciantes, me apetecía mostrar también el tránsito de turistas que hay en esas calles. Si paseas por la calle Alacant, puedes ver a personas en sandalias y calcetines y a otras en pijama sacando a sus mascotas. Ese contraste captó toda mi atención”.
A todos ellos la decisión de cómo sintetizar multitud de elementos ocupó la mayor preocupación. “Tomé como referencia los elementos del entorno de Moreres que más llamaron mi atención: los edificios, la avenida con palmeras, el parque y el puente tan característico que hay. Para poder representarlos, decidí dividir la composición en varias escenas, como si se tratara de un cómic mudo”. En la de Alacant, Diego Blanco observó “el ritmo de vida que tiene la zona” y decidió “que la escena debía mostrar el ‘ajetreo mediterraneo’... o eso es lo que escribí en mi libreta ese día”. Elga Fernández superó el vértigo a representar Natzaret “sin caer en el dibujo detallista” apelando a “las ciudades de Mary Blair y las explosiones de color”. “Salvando las distancias -comenta-, dibujé por separado todos los edificios que iban a formar parte de la ilustración, como pequeños bloques que permiten infinidad de combinaciones. Las primeras pruebas fueron un fracaso porque había demasiado detalle en los edificios y no funcionaba, así que eliminé colores y detalles. Los cubos se hicieron más bonitos y así lo único que hubo que hacer es combinarlos de una manera certera. El rosa del mercado ayudó mucho a definir los colores finales y el uso de elementos como la antigua estación de tren, las casas de pescadores, la casa del alcalde Alfaro, una de las panaderías o el puente de Astilleros hicieron un Natzaret muy real, colorido y lleno de energía”.
En esa dicotomía sobre si la composición de una urbe se conforma de pequeños retazos o de una unidad centralizadora, la propia Elga Fernández recuerda cuando llegó a València y se encontró con las imágenes de Paco Bascuñán: “venía de Galicia para realizar una beca de estudios artísticos y corrí a la librería preguntando por libros de aquel diseñador genial que no sabía quién era, pero me flipaba mucho. Tenían Diccionario en desorden, nada más y eso me valía para comenzar a saber de él. Así funcionan las ilustraciones que encontramos en la calle. A veces nos hacen click y nos emocionan. Nos dan bocaditos de lugares y los hacen únicos”.
“Representar la identidad de un barrio -concluye Diego Blanco- ayuda a las personas que lo habitan a crear un sentimiento de pertenencia más especial. Me gusta pensar que esos vecinos sienten que se valora y se invierte en su barrio, que es, en definitiva, el fragmento del mundo dónde han decidido vivir”.
Ante la obsesión de no perder el tren de la marca-ciudad, con una imagen esquemática que lo abarque todo, la polisemia define con mayor exactitud la composición de una ciudad que en realidad son muchas.