VALÈNCIA. El verano se ha muerto ya. Se empieza a morir un poquito cuando se aproxima septiembre, que es también cuando uno acepta que no queda más remedio que volver a la rutina previa a los días de calor, cuando caminar, pensar y meterse en al agua hasta que me salgan agallas era lo único importante. El resto del año vivo descontando el tiempo que queda para volver a simular la indolencia de las lagartijas cuando toman el sol. Vengo repleto de verano y muy dispuesto a saborear septiembre, ese mes que Umbral describió como nadie (“Cómo se agradece septiembre a cierta edad. Tarde de sol frío, naufragios silenciosos por el cielo, un viento como una música que no suena, pero emociona las mejillas, un sol redondo y fuera de órbita, como una luna equivocada”: así comienza Un ser de lejanías). Septiembre anómalo por fallero, irreal, pero ¿qué es real a estas alturas del siglo? ¿Los veranos cada vez más ardientes y lluviosos? ¿La desvergüenza de que la macarena que casi nadie quiere bailar ponga sus manos sobre el apellido de Lorca mientras los suyos celebran a quienes lo asesinaron? Ahora sí que nos vendría bien un monumento fallero diseñado por Dalí… Aprovecho la paz veraniega para reforzar los muros de mi refugio traslúcido y endeble, leyendo, escuchando, viendo, compartiendo tiempo con los amigos y olvidándome de prácticamente todo lo demás, que es el noventa por ciento de las cosas.
Qué necesaria es Fran Lebowitz y qué bien que Tusquets haya decidido recuperar sus dos libros en un único y nuevo tomo: Un día cualquiera en Nueva York. El tirón de Supongamos que Nueva York es una ciudad, serie de Netflix dirigida y conducida por Scorsese la ha puesto de moda entre el público español, que tiene esa enorme facilidad para perderse lo que realmente importa y, a cambio, dejarse llevar por lo que es prescindible o, directamente, una estafa. Esto lo supe cuando empezaba a formarme como periodista musical, se nos engaña con facilidad. Fran Lebowitz hace tiempo que es una institución cultural neoyorquina. Sus columnas para Interview -la revista de Andy Warhol, con el cual nunca tuvo buena sintonía-, la hicieron popular en su país, es decir, en Nueva York, aunque luego se las arregló para gustar en algunas otras grandes ciudades civilizadas del antiguo imperio. Aquellos primeros textos dieron forma a su primer libro, Vida metropolitana (editado aquí por Tusquets en 1985 y convertido hoy en pieza de coleccionismo). Después llegaría Social studies (1981) que se publica por primera vez en castellano en este volumen junto con su obra anterior. Quienes hayan disfrutado del discurso con púas que despliega en la serie, agradecerán este libro.
Lebowitz vivió una de las mejores épocas culturales de Nueva York y eso, unido a su inteligencia y a su inconfundible sarcasmo da pie a textos atemporales (otros, en cambio, adolecen de un envejecimiento poco favorecedor). No es una opinadora cómoda. Su causticidad no atiende a las razones de otros. A veces incluso puede ser cruel, pero también la vida lo es, y quien no lo recuerde siempre puede acudir a la canción homónima de cuando Gabinete Caligari morían por ser Joy Division. La incorrección política la inventó Lebowitz cuando la transgresión periodística parecía ser exclusivamente cosa de hombres. Niños, artistas, homosexuales, políticos, viandantes, las noticias, los libros de autoayuda, las discotecas… nada ni nadie escapa a su mirada lacerante. Roma, por ejemplo, “una ciudad curiosa se mire como se mire. Basta con pasar una hora en ella para darse cuenta de que, en realidad Fellini no hace otra cosa que documentales”. Yo me imagino a Lebowitz conociendo las fallas, pero las de marzo, no las de septiembre. Creo que le encantaría esa filosofía de quemarlo todo y volver a empezar, aunque es posible que, de ser así, sus motivos no fueran los mismos que mueven al tradicional espíritu fallero. Esta mujer es una destarifadora nata
El sentido del humor, tan necesario para sobrevivir, a algunos ahora mismo nos resulta tan imprescindible como el oxígeno. A todas las personas que estén de acuerdo con eso, recordarles que, seguramente, Un día cualquiera en Nueva York se escribió para ellas, aunque vivan en València. Ojalá alguien se animara a editar aquí Intelligence for dummies de Glenn O’Brien, el libro con el que inauguré el verano y cuya lectura he ido intercalando con otras a lo largo de las últimas semanas. Durante los últimos años de su carrera O’Brien colaboró con la edición inglesa de GQ, pero nunca ejerció de autoridad en moda sino de experto en estilo. Con la moda, entendida como industria, era implacable: “No tiene sentido que una persona recicle latas y botellas si luego tiene miedo de ponerse otra vez las zapatillas deportivas del año pasado. De alguna manera, la moda es inmune al análisis político”. Y luego: “La moda es realmente aburrida: puedo vivir vistiendo la ropa del año pasado. Deberíamos convertir toda esa energía en oratoria”. O’Brien también empezó escribiendo en la Interview de Warhol. Allí mismo escribió una reseña de Hunky Dory de Bowie, breve pero entusiasta. Para entonces, Bowie ya había hecho su primera visita a la Factory y le había puesto a Warhol la canción ‘Andy Warhol’. Ese momento es pasto de la elipsis en la película Stardust, un drama centrado en los meses previos a que Bowie alcanzara el estrellato. Si la película versa sobre un artista ficticio habría ganado mucho. Como road movie funciona. El problema es que el director se hace ficción de una historia real una cuando a él le interesa, y eso, con un protagonista tan gigantesco, no es juego limpio. La ficción tiene que serlo incluso si cuentas una historia real, la realidad tiene que perder peso que se come la ficción. Eso son exactamente los veranos para mí. El resto de estaciones no son más que realidad que conduce a ese inevitable, imprescindible estado de ficción.