Son la sangre que corre por las venas de internet, las instrucciones que codifican los algoritmos, omnipresentes en nuestras vidas, se encargan de dar vida a casi todo lo que conocemos
VALÈNCIA. El mundo se está reencantando por arte de sourcery: los monjes SEO practican rituales en nombre del dios-algoritmo PageRank, elevan sus plegarias optimizadas al monte Google, sacrifican la belleza del discurso con el puñal keyword, tocan a los portales pidiendo un donativo de links. El séptimo arte es inspirado por el hado Big Data, la música la recomienda el oráculo Spotify, que ha terminado por devorar el misterio del descubrimiento fortuito. El nuevo paraíso es la primera página de resultados. Los atajos hasta él, eso sí, siguen pasando por el dinero: la bula ahora se llama promoción, campaña, test A/B. El destino lo decide un conjunto de instrucciones diseñado por mentes que ni tan siquiera llegan a entender siempre del todo el alcance de su creación. El algoritmo es el auténtico deus ex machina, el encantamiento, al abracadabra, el conjuro para iniciados, el secreto de la nueva cábala que escudriña el hipertexto alucinante de internet.
¿Exagerado? Nos habremos quedado cortos, en todo caso. Porque a pesar de que el concepto algoritmo se escucha cada vez en más ámbitos tras haber escapado de la prisión del conocimiento de unos pocos, aunque se haya vuelto un término popular que ya ha descendido hasta el terreno de lo común, los algoritmos que gestionan nuestras vidas -sí, las gestionan- siguen siendo para la mayoría algo parecido a la magia. Cuando leemos en la prensa que los algoritmos son los auténticos operadores en el juego de la bolsa -algoritmos con nombres como Ambush, emboscada, o Raider, invasor- no podemos sino pensar en algo siniestro que se mueve en la sombra, que se escurre, que corre por un cable a toda velocidad. Los algoritmos pueden así remitirnos a los centinelas de Matrix deslizándose por las entrañas de Wall Street y del resto de parqués del planeta financiero. El algoritmo de Google -sus algoritmos, en realidad- es ni más ni menos que Google: toda la compañía gira en torno a este cerebro capaz de procesar cantidades inimaginables de información y ofrecer a una velocidad asombrosa la respuesta a una pregunta, la solución a un problema. Como el ordenador de Star Trek u otras tantas creaciones de la ciencia-ficción, solo que de verdad y al alcance de nuestro smartphone.
Siendo precisos, y esta cuestión lo exige, “un algoritmo es una receta [...] una secuencia de tareas destinada a conseguir un cálculo o un resultado particular […] La palabra proviene del apellido de Abu Abdala Muḥammad ibn Mūsā al-Jwārizmī, el célebre informático del siglo IX de la era moderna (a cuyo nombre se debe también la palabra álgebra). Originalmente, se conocía como Algorismus al proceso para calcular números hindú arabigos […] Conforme la palabra fue ganando popularidad en los siglos sucesivos, el término «algoritmo» vino a describir cualquier conjunto de instrucciones matemáticas para manipular datos o para razonar un problema”, en palabras de Ed Finn, director fundador del Center for Science and the Imagination y autor del sobrecogedor y bastante técnico La búsqueda del algoritmo. Imaginación en la era de la informática, editado por Alpha Decay y traducido por Héctor Castells Albareda, un libro factor cincuenta -puede que sesenta también- para protegerte de la ignorancia de los verdaderos mecanismos que te han llevado hasta la playa, el chiringuito, el chalet o el hotel rural. Porque detrás de cualquier comparador de precios para tus vacaciones hay una legión de instrucciones algorítmicas haciéndote la vida más fácil, y si no más fácil, al menos más cómoda.
Pero la comodidad no es siempre necesariamente positiva a medio y largo plazo: un exceso de comodidad para el placer o el descargo instantáneo se puede traducir en la atrofia de un cuerpo sano. La comodidad indudable que nos ofrecen los algoritmos esconde un peligro que ya se ha infiltrado en nuestras vidas como el malware en nuestros ordenadores: el algoritmo enfoca, y todo lo que queda fuera de foco, mengua o desaparece. Como cuenta Finn, Netflix produjo House of Cards en base a toneladas y toneladas digitales de datos obtenidos sobre sus usuarios gracias a su musculoso algoritmo, que para que nos entendamos, predijo que una serie así funcionaría a las mil maravillas. A día de hoy, y salvo por el destierro de de su protagonista Kevin Spacey debido a su comportamiento, la crítica ha estado muy de acuerdo en darle la razón al algoritmo del videoclub online: House of Cards ha sido todo un éxito mundial. ¿Y qué tiene de malo que un conjunto de instrucciones promueva la creación de series sensacionales? Nada, a excepción de todo: todo lo que el algoritmo va a considerar que no es susceptible de tener éxito, y claro, éxito para una compañía es sinónimo de éxito económico. ¿Cuántas películas maravillosas no han funcionado en taquilla? ¿Cuántos libros han sido considerados solo con el paso de las décadas -y la muerte de su autor-? ¿Cuántos discos son auténticas joyas por mucho que sean el gozo de una minoría respecto al total del mercado global?
Advierte Finn: “Si permitimos que nuestras máquinas culturales [los algoritmos] establezcan el marco crítico, terminaremos viviendo enteramente en el espacio de lo «eficazmente computable», olvidando todo lo que hay más allá de nuestros límites rotulados”. Ahí queda la advertencia. Del algoritmo moira que decide el porvenir de la cultura a la casualidad que propone el valenciano Álex Devís en su libro de relatos Si la casualidad lo permite. Historias de ciencia, amor y brotes psicóticos (Ediciones Hidroavión, 2018), porque lo mejor después de una exposición pronunciada al brillo cegador de la perfección algorítmica es la sombra intermitente de lo que ocurre por azar, lo que no se puede prever, la materia que sirve de cimiento a la colección de narraciones de Devís, que arranca con un cálculo de posibilidades aplicado a situaciones cuanto poco, poco probables, y continúa con varias bromas del destino, giros y cuentas atrás hacia algo que al final, en el colorín colorado, se revela o no. La situación inesperada como complemento al algoritmo previsor, el factor humano y cósmico aplacando la ambición programada de nuestra eficientísima prole matemática que nunca creerá que uno y uno pueden ser tres.
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