Cierto discurso generacional asegura que aburrirse antes de internet era bueno para muchas facetas de la vida. En realidad, el tedio ahora es el mismo, pero han mejorado sensiblemente los callejones sin salida a los que nos empuja
MADRID. Un profesor de Psicología de la Universidad de Virginia, Timothy D. Wilson, realizó junto a varios colegas un estudio sobre el aburrimiento publicado en la revista Science en 2014. Muchas de las conclusiones que arrojaba el experimento no constituían especiales sorpresas, pero hubo un par que daban buena cuenta del fenómeno al que nos referimos.
Se encerró a un grupo de voluntarios en una habitación sin nada que hacer. Se les pedía que pensasen en soledad. Se les aplicó una descarga eléctrica. Se les preguntó cuántos de ellos pagarían por no volver a recibirla. Tres cuartas partes contestaron afirmativamente. Estos fueron los elegidos para un segundo encierro.
Ahora la descarga eléctrica se la podían aplicar ellos mismos a voluntad con un dispositivo. En la habitación, seguían sin tener nada que hacer. Solo pensar sobre sus cosas, repasar su vida. Los resultados fueron divertidos. Un 67% de los hombres y un 25% de las mujeres se aplicó voluntariamente una nueva descarga. Un 17% lo hizo más de una vez.
Entre la comunidad científica existió cierta controversia y debate por las conclusiones del estudio, sobre por qué decidieron aplicarse descargas eléctricas los voluntarios. ¿Era por aversión a pensar, a poner el cerebro en funcionamiento, por la dificultad de llevar los pensamientos a un lugar placentero? O en caso contrario ¿Fue por una curiosidad derivada del aburrimiento?
Causarse dolor a uno mimo porque no puedes causarte otra cosa. Esto, pequeños chavalotes y algunos ya entrados en años, es lo que era el mundo antes de internet en lo que respecta a muchas esferas de la vida, pero en particular a una, que es la que viene al caso en esta columna: nuestros hábitos como televidentes.
Llegabas a casa del colegio, se iban tus padres a dar un paseo ¿y qué hacías? Poner la tele. Era algo automático. El problema era la tele. No había nada. Todas las series míticas y espacios inolvidables que se comentan hoy en día con viva nostalgia no llegaban ni al diez por ciento de la parrilla. Las tardes que nos habremos pasado viendo toros sin entender nada porque lo daban en lugar de Barrio Sésamo en una programación especial.
La llegada de más canales, por mucho que digan los aparatos ideológicos neoliberales, no trajo necesariamente más calidad ni mejor oferta. Ocurrió algo similar a la TDT que también prometía el oro y el moro y sus más alta cotas de calidad exclusiva las ha alcanzado emitiendo a un señor con bigote doblado montando un mueble.
Si tuviésemos que analizar qué hizo por nosotros todo este tedio, este aburrimiento soporífero que nos perseguía, la conclusión es que nos empujó a ver lo que se supone que no deberíamos ver.
Partamos de la situación, un niño sin hábito de lectura desarrollado. Es decir, que en soledad no le da por coger los libros de Vargas Llosa que tiene su padre en la estantería junto a tomos de Filosofía y Reino Natural que le vendieron en la época del boom de las enciclopedias a domicilio.
Ese niño puede leer tebeos, pero estos entran en casa como mucho una vez a la semana. Y hasta Reyes, no tendrá más libros de El Pequeño Nicolás. Se los sabe de memoria todos, libros y tebeos. Ya no soporta leer las mismas historietas ni aunque sea sentado en la taza. Por supuesto, ese niño no va a ponerse a estudiar porque eso era peor que apretar el botón de la descarga eléctrica solo dios sabe por qué. Ese niño ¿qué hacía?
Ponía la tele y se tragaba lo que le echasen. Ver Con las manos en la masa atendiendo a cómo se pocha la cebolla sentado del revés, boca abajo, en el sofá no era un típico cuadro de expresionismo soviético, eran las tardes de muchos chavales.
Ya en los 90 la oferta de series aumentó considerablemente y hasta las nueve de la noche te habían caído unas cuantas series chorras americanas que adornaban mínimamente tu interior. California Dreams, Salvados por la campana, Los rompecorazones, Parker Lewis nunca pierde... un largo etcétera.
El problema es que en verano uno podía quedarse tirado quince días en casa y estas series eran un momento muy concreto del día, por la mañana o en la sobremesa ya no daban. Hacía falta entonces recurrir a lo primero que hubiera por ahí tirado. Te podías meter matutinas reposiciones con olor a naftalina de Vacaciones en el mar, Colombo, Bonanza... el Batman de los años 60.
No pasaba nada, estábamos preparados. En los 80, cuando se acababa La Bola de Cristal y nuestra vida no daba más de sí, muchos nos habíamos quedado bastantes sábados viendo Gente Joven hasta la hora del almuerzo. La gente que critica a Operación Triunfo con el monóculo debería meterse una sesión de bailes regionales de Gente Joven. No creo que la brecha de siete puntos de un porrazo de un gris en la cabeza sea más que haber visto este rústico espacio solo una mañana de tu vida.
En esa existencia patética que llevábamos algunos, si nos dijeran que podríamos un día abrir el ordenador y acceder a todas las series del mundo completas y gratis no nos lo habríamos creído.
Esta desigualdad lúdica nos ha llevado alguna vez a numerosos ancianos a esgrimir una teoría nostálgica de estas que refuerzan la autoestima generacional y, por tanto, no pueden ser más estúpidas e irrelevantes, como todo aquel que habla bien de sí mismo.
Se trata de una visión edulcorada del pasado la cual sostiene que como antes nos aburríamos, terminábamos haciendo cosas más creativas e incluso aprendiendo, pues te veías obligado a ver o leer algo que en principio no se correspondería con tus gustos. No hagan ni caso.
La gente ahora también se aburre. Tener mil millones de series y películas a tu disposición sirve para que, llegado el momento, ponérselas sea tan emocionante como verte la cara en el espejo cada mañana. Ocurre parecido con la oferta musical. Haz un viaje al pasado y dile la verdad a tu yo adolescente. El momento en el que tienes a tu disposición el 99% de la música publicada en el planeta Tierra lo más habitual es que cuando vas a escribir en el buscador del Spotify, te digas: "¿Qué coño pongo?"
Sin embargo, lo que ha evolucionado y muy bien son las formas de combatir la apatía. No hace falta que mencionemos la infinita oferta que supone YouTube para llenar horas muertas. El selecto cine de autor de la nouvelle vague que te pueden escupir si no lo has visto se puede muy bien acompañar con un par de horas viendo a gente explotarse granos. Son vídeos muy populares y tengan cuidado de no dejarse llevar atraído por el acongojante hecho de que hay algunos granos con varios millones de visitas. A partir de ese momento empezará a ver sus espinillas como potenciales fuentes de ingresos. Mucha ci-fi y mucha distopía, pero ni dios anticipó este momento, que está pasando.
O echarse la noche viendo peleas callejeras, en la cola del súper, una discusión de tráfico, algo que le han dicho a uno en un bar... es lo más. Difícilmente pueda haber algo más atractivo para nuestro cerebro que la vergüenza ajena. Sientes pena, asco y dolor por la pelea lamentable a la que asistes, pero por eso pinchas y le das a que empiece otra. No puedes parar. ¿En qué queda el botón de las descargas eléctricas del experimento en comparación?
Pero hay mucho más. No solo ya matamos el tedio con herramientas que nos permiten interpelar al presidente de los Estados Unidos de América, como Twitter, o mandarle una fotopolla, lo que uno quiera, sino que la tediosa actividad de estar metido en esta red social nos quita el tiempo para lo que supuestamente era entretenido. Y en lo que sí que han revolucionado nuestras vidas las nuevas tecnologías de forma innegable es en la posibilidad de matar el tedio con otras personas no solo cibernéticamente, sino de manera presencial. Citarte con quien sea previa tasación ganadera con la información que facilita el usuario de una aplicación de contactos para ver qué pasa. Si creen que viendo Se ha escrito un crimen con el bocata de Nocilla se aprendía mucho sobre la mente humana hagan el favor de probar a follarse a una persona nueva cada quince días; luego me cuentan.