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LOS DÍAS DE LOS OTROS

Diario del viaje de Lewis Carroll a Rusia

16/05/2018 - 

VALÈNCIA. En el año 1867 el escritor Lewis Carroll realizó un viaje de dos meses a Rusia acompañado de su amigo Henry Parry Liddon. Así surge Diario de un viaje a Rusia, publicado en España por Nocturna Ediciones. Fue el único viaje que Carroll realizó fuera de Inglaterra. Todas las experiencias y sensaciones las recogió el escritor en un diario sencillo y muy reflexivo. Charles Lutwidge Dogson, más conocido literariamente como Lewis Carroll, nació dentro de una familia  de gran tradición británica. Tenía un bisabuelo obispo, un abuelo militar y un padre aficionado a las matemáticas que, sin embargo, acabó convertido en párroco de su pueblo. Charles fue el tercero de once hermanos. Pronto se revela como un niño inteligente pero con una tartamudez que le hace ser muy tímido. Estudia en colegios cristianos y se convierte en un profesor de matemáticas. Ejercerá durante 27 años aunque no cumplirá con el principal requisito que se pedía para aquel puesto se trabajo: ser sacerdote.

Aunque las matemáticas ocuparán buena parte de su vida, pronto empieza a inclinarse por el mundo del arte. Con poco más de 20 años se fascina con la fotografía de placas y comienza a realizar retratos y desnudos artísticos. En ese tiempo empieza a escribir casi por diversión. Sin el poso ni el calado de otros autores coetáneos. Pero un buen día se marcha de excursión con unas amigas entre las que está Alicia Liddell. De esa excursión nacerá Alicia en el País de las Maravillas, el libro publicado en 1985 que le convertirá en el autor de uno de los libros más esenciales de la historia de la literatura.

Dos años después, en 1867, Charles se marchará de viaje a Rusia con su amigo Liddon. Carroll escribirá anotaciones durante el viaje pero, curiosamente, no saldrán a la luz hasta muchos años después. Un 13 de julio, Charles embarca en Londres para llegar a Calais y de ahí sigue el viaje por tren hacia Bruselas. De ahí marchan a Colonia y atraviesan toda Europa -visitando iglesias, teatros y monasterios-  hasta llegar a Rusia. Así anota Carroll algunas conversaciones con los rusos que, gracias a su dominio de ciertas lenguas clásicas, le permiten farfullar el idioma:

            "El conductor empezó diciendo sorok cuando bajé. Era el aviso de la tormenta que se avecinaba, pero yo no presté atención y tranquilamente le di los 30. Los recibió con desdén y resignación y, sosteniéndolos en su mano abierta, pronunció un elocuente discurso en ruso del que destacaba la idea de sorok. (...) Me limité a coger los 30, volver a meterlos en el monedero y contar 25 esta vez. Al hacerlo me sentí como quien tira del cordón de la ducha."

Será divertido comprobar cómo Lewis, con su flema británica, intenta instruir a los “salvajes” rusos y mucho más saber de qué modo sale de los embrollos idiomáticos. Hay una divertida anécdota que da buena cuenta de lo universal que es el lenguaje visual y lo mucho que nos ha enseñado un juego como el Pictionary. Una noche, tras cenar en casa de unos amigos, Liddon y Carroll quieren marcharse pero antes deben ponerse los abrigos para combatir el invierno ruso. Sin embargo, el de Liddon no aparece por ningún lado. Los ingleses intentan gesticular pero nada sale bien: primero le lleva un cepillo de ropa y después un colchón y una almohada para hacer la siesta. Entonces apareció la inteligencia de Carroll:

            "Una vez más el brillo de la inteligencia iluminó las sencillas pero expresivas facciones de la joven; esta vez tardó mucho más tiempo en volver y lo hizo trayendo, para nuestra consternación, un enorme colchón y una almohada, y empezó a preparar un sofá para la siesta(...). Se me ocurrió una idea feliz y apresuradamente dibujé un apunte que representaba a Liddon con una chaqueta puesta, recibiendo una segunda y más grande de manos de un benigno campesino ruso. El lenguaje jeroglífico tuvo éxito donde todos los otros medios habían fracasado y volvimos a Petersburgo con la humillante certeza de que nuestro estándar de civilización se reducía la nivel de la antigua Nínive."

A veces se percibe en Carroll una cierta soberbia y condescendencia ante los rusos, como si la diferencia idiomática significara en verdad una diferencia en la inteligencia de cada cual: “(...) el alemán que yo hablo es casi tan bueno como el inglés que oigo; esta mañana, en el desayuno, para el que había pedido jamón frío, el camarero, después de haberme traído las otras cosas, se inclinó sobre la mesa y me dijo bajito, en tono confidencial: Yo trae en minutos la jamón frío”. En otro momento, Carroll anota la necesidad de tener tres idiomas para que dos personas puedan conversar: “El arzobispo no hablaba más que ruso, así que la conversación entre él y Liddon se llevó a efecto de una manera muy original: el arzobispo hacía una observación en ruso que era traducida al inglés por el obispo. Así que una conversación sostenida enteramente entre dos personas requería el uso de tres idiomas”.

El diario está lleno de descripciones minuciosas de pinturas y obras de teatro, de su encuentro con niños rusos por las calles, de las diferencias entre los ritos de las iglesias católicas, anglicanas, judías o rusas, de las calles de las ciudades (sobre todo de San Petersburgo, a la que calificó como 'ciudad de gigantes'. Para el escritor, las mujeres moscovitas “exteriormente parecían cactus con brotes de los más variados colores”. De la comida dijo que el pan moreno que comían los monjes era comestible pero nada sabroso, que la sopa de repollo no estaba mal y que los licores como el de serbal le ponían contento. Los amigos se alojaron en el mítico hotel Dusso, uno de los más caros de Moscú. También uno de los más célebres pues eran huéspedes frecuentes escritores como Lev Tolstói o Fiódor Dostoievski y compositores como Piotr Chaikovski. Fue este mismo hotel en el que Anna Karénina residió ficticiamente en la novela de Tolstoi.

El diario termina con el regreso, con las luces del hogar que Carroll ve desde lejos:

            "Permanecí en la proa durante casi toda la travesía hablando a ratos con el marinero vigía;           otras veces, contemplando, en esta última hora de mi primer viaje al extranjero, las luces de Dover, que lentamente se ampliaban en el horizonte, como si el viejo país estuviese abriendo los brazos para recibir a los hijos que volvían al hogar, hasta que finalmente las luces se               destacaron con la claridad de los dos faros de los acantilados. Entonces, lo que había sido           únicamente el destello de una línea sobre el agua oscura, como un reflejo de la Vía Láctea, cobró forma y sustancia en las luces de las casas de la orilla, hasta que la tenue línea blanca tras de ellas, que al principio sólo parecía una neblina serpenteando en el horizonte, fue al fin visible en el gris crepúsculo: los blancos acantilados de la vieja Inglaterra."


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