VALÈNCIA. A Sebastián Lelio siempre le ha interesado configurar sus ficciones alrededor de personajes que no suelen ocupar el centro de atención. A veces porque son demasiado normales y sus vidas parecen insignificantes a primera vista. Otras porque intentan pasar desapercibidos dentro de una sociedad que no admite la diferencia, que intenta establecer una pátina de homogeneidad para evitar cualquier tipo de excepción a la regla. En realidad, buena parte de su obra gira alrededor del concepto de libertad, también de dignidad. De libertad personal e individual, la que intentan alcanzar esos seres que con tanto cariño describe y que a menudo se encuentran constreñidos por los prejuicios y los convencionalismos dentro de un entorno demasiado intolerante y represivo.
En Gloria (2013) el director consiguió radiografiar las contradicciones y necesidades de una mujer madura que intentaba encontrarse a sí misma en medio de un panorama un tanto gris y decadente y cuyo trayecto se impregnaba de un vitalismo inesperado más allá de miserias y decepciones mundanas.
En Una mujer fantástica (2017) se acercaba al personaje de Marina, una mujer transexual que debía enfrentarse al desprecio y la incomprensión de la familia de su pareja, introduciéndonos en su parcela más íntima, mostrándonos sus inseguridades y sus miedos más profundos, pero al mismo tiempo revelándonos un coraje, una valentía y una fuerza a prueba de bombas. Se trataba de una película más espectral, en la que había espacio para fugas oníricas a través de las que la protagonista intentaba escapar de la realidad, de los tabús, del rechazo, del acoso y la humillación a la que era sometida.
Ahora, en Disobedience, vuelve a incidir en buena parte de esos temas que han vertebrado su filmografía haciendo totalmente suyo un encargo que nace del empeño personal de la actriz Rachel Weisz en adaptar la novela de Naomi Alderman del mismo título (publicada en 2006), que narra en primera persona el regreso de una fotógrafa afincada en Nueva York al entorno judío ortodoxo londinense en el que nació después de la muerte de su padre, el rabino de esa comunidad.
Weisz se convierte así en Ronit, una mujer que se debate entre el amor hacia su progenitor y el dolor que siente después de haber sido repudiada durante su juventud por un comportamiento considerado impropio, y que tendrá que hacer frente a la presión y la incertidumbre que le provoca volver a rememorar los fantasmas del pasado. El choque entre la vida moderna neoyorkina y el espacio claustrofóbico, ultraconservador y hostil en el que se adentra la cámara de Lelio resulta brutal. Ronit será ese elemento que no encaje, la oveja negra que regresa para desestabilizar el orden establecido dentro de una atmósfera viciada de miradas acusatorias y rigidez moral en la que la religión y sus normas pesan como una losa. Al principio de la película, vemos a Ronit fotografiar a un hombre lleno de tatuajes en la piel, que no significa otra cosa al fin y al cabo que la transformación del propio cuerpo desde la libertad de elección. Cuando vuelva a su hogar, la vida de Ronit se cubrirá de luto a través de una sobriedad casi monacal, con el negro de los atuendos marcando la cadencia visual de la película.
En Disobedience resulta igual de importante lo que se dice que lo que se calla e intuye. Sebastián Lelio construye un drama romántico de emociones contenidas casi como si se tratara de un thriller por la carga de angustia y tensión que se percibe en cada plano. Porque hay verdadero terror en el rostro de Esti (Rachel McAdams), que ha tenido que engañarse a sí misma casándose con el discípulo del rabino, Dovid (Alessandro Nivola) porque fue incapaz de escapar a esa losa de conservadurismo en la que se encontraba atrapada, porque tenía miedo de traicionar su fe.
Como ocurría en Una mujer fantástica, las mujeres de Disobedience se encuentran presas dentro de una sociedad que las oprime, que prefiere expulsarlas o mantenerlas sometidas para que no sean dueñas de su propia identidad.
Por eso los momentos de catarsis y reivindicación propia en ambas películas son tan importantes. En Disobedience a través de una magnífica escena de sexo en la que los cuerpos por primera vez no son los protagonistas, sino los rostros de esas dos mujeres que encuentran en la intimidad la única parcela donde sentirse ellas mismas y liberar el deseo reprimido, decidiendo por primera vez ellas mismas y revelándose así contra las reglas del patriarcado que había intentado humillarlas y destruirlas.
Sebastián Lelio firma el guion junto a la autora teatral británica Rebecca Lenkiewicz (que ya colaboró con Pawel Pawlikowski en Ida (2013), de marcado carácter feminista y que ha basado parte de su obra en poner de manifiesto la opresión y marginación de la mujer en el seno de nuestra sociedad. El director vuelve a contar con el gran Matthew Herbet para componer una banda sonora que rompe con la monocromía minimalista a través de notas sonoras disonantes y utiliza la canción de The Cure 'Lovesong' para imprimir toda esa melancolía en torno a la juventud perdida que lleva implícita la película en su discurso interno.