Se estrena ‘Exorcismo en el Vaticano’, una nueva película de terror con mujer poseída por el mal y basada en el manido recurso del metraje encontrado
VALENCIA. Hace solo unas semanas reseñábamos la aparición de ¡Sigue grabando!, un interesante volumen colectivo que analiza en profundidad la relación entre el cine de terror, el falso documental y el found footage, un género en auge, como demuestra la existencia del propio libro (coeditado entre la Semana de Terror de San Sebastián y el Festival Internacional de Gijón) o el estreno regular de películas que siguen la fórmula, como Exorcismo en el Vaticano (The Vatican Tapes, Mark Neveldine, 2015), que después de ser masacrada sin piedad por la crítica estadounidense llega este fin de semana a las pantallas españolas para contar la historia de una joven de 27 años que comienza a comportarse de manera inexplicable, hasta que un grupo de sacerdotes la examina y llega a la conclusión de que está poseída. El siguiente paso, por supuesto, es practicarle un exorcismo.
Si de extirpar el demonio de un cuerpo inocente hablamos, El exorcista (The Exorcist, 1973) es la madre de todas las posesiones. La película de William Friedkin marcó un auténtico hito, no solo por su fabulosa recaudación en taquilla, sino porque reubicó el género de terror, hasta entonces asociado generalmente a la marginalidad y los bajos presupuestos. El film abordaba por primera vez las posesiones diabólicas desde un punto de vista realista, y aunque abusaba de los efectismos y fue acusado (con razón) de proselitismo católico, aterró a espectadores de toda clase y condición, al presentar a una madre recientemente divorciada (ojo al dato) que debe hacer frente a la posesión de su hija de 12 años (Linda Blair). La película cuidaba hasta el más mínimo detalle, desde la elección de Max Von Sydow para enfrentarse al mal (un actor que era la pura encarnación de la metafísica tras sus trabajos con Ingmar Bergman) hasta la inquietante música de Mike Oldfield.
El impacto del film se vio magnificado por infinidad de leyendas urbanas, que iban desde la presencia de imágenes subliminales en el metraje hasta una supuesta maldición relacionada con quienes habían participado en el rodaje, relatada con detalle por Jesús Palacios en el libro Hollywood maldito. Tampoco faltaron interpretaciones como la del director John Boorman, convencido de que se trata de una pesadilla masculina sobre la pubertad femenina: “La sexualidad femenina emergente se compara con la posesión diabólica, y los hombres de la película –casi todos sacerdotes célibes– se unen para abusar y torturar a la niña, en sus esfuerzos por devolverla a su inocencia presexual”.
Por su parte, el escritor Stephen King, en el estupendo Danza macabra, cree que “es una película que habla de un cambio social explosivo, un enfoque finamente afilado para toda la explosión juvenil que tuvo lugar a finales de los sesenta y principios de los setenta. Era una película para todos aquellos padres que sentían, en una especie de agonía y terror, que estaban perdiendo a sus hijos y no podían entender por qué o cómo estaba sucediendo”.
Sin embargo, Peter Biskind, en el ensayo Moteros tranquilos, toros salvajes, asegura que “la película propone una especie de ferviente oscurantismo medieval. Igual que El Padrino (The Godfather, Francis Ford Coppola, 1972), anticipa la revolución maniquea de la derecha y se adelanta a Reagan y sus parloteos sobre el ateo Imperio del Mal. Satán es el padre malo que se instala en la casa de la madre divorciada en lugar del padre-marido ausente. Las familias que rezan juntas y permanecen unidas no tienen encuentros obscenos con el diablo”.
Más allá de las múltiples y jugosas interpretaciones que puede suscitar El exorcista, lo cierto es que la película de Friedkin ha marcado hasta hoy la pauta a seguir en el tema. Es el título canónico en lo que respecta a posesiones demoníacas, nunca superada por sus secuelas oficiales, que las tuvo. La primera la firmó, precisamente, John Boorman. En El hereje (Exorcista II) (Exorcist II: The Heretic, 1977), un sacerdote encarnado por Richard Burton investigaba los traumas psicológicos que aquejaban a la ya adolescente niña del film inicial tras el exorcismo al que había sido sometida, pero el confuso guión de William Goodhart y la deriva de la película hacia territorios más cerca del drama que del terror puro impidieron que se repitiera el éxito precedente. Todo parecía indicar, de hecho, que la saga no tendría continuidad. Hasta que William Peter Blatty, el autor de la novela en que se basó la película de Friedkin, decidió tomar cartas en el asunto.
Fue en 1990 cuando el escritor, no conforme con que sus personajes durmieran el sueño de los justos, decidió adaptar al cine su novela Legión, centrada en la historia de un sacerdote y un policía que se reencuentran con un personaje al que se creía muerto: el padre Karras. Se estrenó como El exorcista III (The Exorcist III) y no despertó pasiones. Aunque no era la primera película de Blatty, que había debutado diez años antes con La novena configuración (The Ninth Configuration, 1980), también basada en uno de sus libros, resultaba evidente que el novelista no estaba dotado como cineasta, y ni la presencia del veterano George C. Scott logró que el tardío cierre de la trilogía alzara el vuelo. Pero ya se sabe que el demonio nunca descansa, y menos si puede reportar dividendos a Hollywood, así que con la llegada del nuevo siglo y la resurrección vía remake o reboot de los clásicos del terror de los setenta y ochenta, era cuestión de tiempo que a alguien se le ocurriera rescatar personajes.
Lo hizo Renny Harlin en El exorcista: El comienzo (Exorcist: The Beginning, 2004), donde se nos cuentan las correrías de juventud del sacerdote interpretado por Von Sydow en los dos primeros films de la franquicia. El resultado fue tremendamente polémico, ya que la productora, Morgan Creek, había contratado inicialmente al reputado Paul Schrader para dirigir la cinta. Pero cuando el responsable de American Gigolo o Mishima (y guionista de Taxi Driver y Toro Salvaje) entregó la película terminada, la compañía la rechazó y encargó a Harlin que la rehiciera. William Peter Blatty calificó la experiencia como la más humillante de su carrera, mientras que Schrader se tomó la revancha cuando al año siguiente Morgan Creek finalmente decidió estrenar su versión, con el título de El exorcista: El comienzo – La versión prohibida (Dominion: Prequel to The Exorcist). Obvio es decir que la educación calvinista de Schrader (que no vio una película hasta cumplir los 18 años de edad) suponía, a priori, un aliciente extra que, sin embargo, no deja huella en un film planteado como un thriller psicológico que, esta vez sí, parece dar por finiquitados a los personajes de Blatty.
El exorcista instauró la figura del niño diabólico en el cine, y su enorme éxito provocó una avalancha de clones de baratillo. Cine de explotación destinado a los programas dobles de los cines de periferia con denominación de origen mayoritariamente italiana. Históricamente, la industria transalpina se ha caracterizado por sacar partido de cualquier moda cinematográfica estadounidense, y las posesiones diabólicas no iban a ser menos. Incluso el venerable Mario Bava (en colaboración con Alfredo Leone y bajo el seudónimo de Mickey Lion) vio como El diablo se lleva a los muertos (La casa dell'esorcismo, 1973), con Telly Savallas (el popular Kojak) y Elke Sommer, que interpreta a una turista alemana de vacaciones en Toledo (!), era utilizada para aprovechar el tirón comercial de su título. El tráiler americano (donde se estrenó de manera tardía) ni siquiera tenía rubor alguno en citar El exorcista y La profecía (The Omen, Richard Donner, 1976).
Hubo más, muchas más. Por ejemplo, la alemana Magdalena, vom Teufel besessen (Magdalena, Possessed by the Devil, Walter Boos, 1974). O las italianas Anticristo (L’anticristo, Alberto de Martino, 1974) y Poder maléfico (Chi sei?, Ovidio G. Assonitis y Robert Barrett, 1974). Desde Canadá llegó La maldición de Cathy (Cauchemares, Eddy Matalon, 1977), y en España tuvimos La endemoniada (Amando de Ossorio, 1975). Las posesiones se pusieron tan de moda que hasta la televisión americana produjo Satán, fuerza del mal (The Possessed, Jerry Thorpe, 1977), un telefilm con Harrison Ford. El extravagante brasileño José Mojica Marins tampoco desaprovechó la oportunidad para rodar O exorcismo negro (1974), aunque la verdadera blaxploitation, es decir, la versión afro de El exorcista, fue Abby (William Girdler, 1974), también conocida como The Blaxorcist (no es broma). Pero para título cachondo el de The Sexorcist, nombre por el que se conoce también L’ossessa (Mario Gariazzo, 1974), otra serie Z italiana que, en este caso, explotaba la vertiente más erótica de la posesión diabólica, dirección en la que aún daba un paso más la también italiana Posesión de una adolescente (Malabimba, Andrea Bianchi, 1979), de la que existe una versión con insertos hardcore. Que, para rematar la lista, una madura Linda Blair recuperara el papel que le hizo famosa acompañada de Leslie Nielsen en la parodia Reposeída (Repossessed, Bob Logan, 1990) era solo cuestión de tiempo.
La mayoría de ellas seguían el patrón instaurado por el film de Friedkin, con la adolescente de turno hablando en lenguas extrañas, lanzando espumarajos de colores y convulsionándose descontroladamente sobre la cama. No hay posesión ni exorcismo posterior a la película de 1973 que no siga la fórmula. Pero sí hubo títulos anteriores que abordaron el tema. Sin ir más lejos, la española Las melancólicas (Rafael Moreno Alba, 1971), donde un médico interpretado por Paco Rabal trata a una mujer traumatizada por la muerte de su madre a causa de un exorcismo. También contenía un exorcismo Naked Evil (Michael F. Johnson), una cinta británica de 1966 sobre ritos vudú que había pasado sin pena ni gloria, pero que fue hábilmente reestrenada en 1973 con el nuevo título de Exorcism at Midnight y unas cuantas (y chapuceras) escenas extra. Nadie que tuviera la oportunidad de sacar unas monedas a costa del diablo iba a dejar de intentarlo.
Y en esas seguimos. Exorcismo en el Vaticano es solo el último eslabón de una larga cadena de títulos, casi a uno por año, que han llegado a las pantallas en la última década, y que apenas aportan al tema efectos especiales más vistosos o nuevos formatos (el citado found footage). A El exorcismo de Emily Rose (The Exorcism of Emily Rose, Scott Derrickson, 2005) seguirían La semilla del mal (The Unborn, David S. Goyer, 2009) y El último exorcismo (The Last Exorcism, Daniel Stamm, 2010), que pese a su título, no fue el último, porque en 2013 se estrenó El último exorcismo 2 (The Last Exorcism Part II (Ed Gass-Donnelly). El sueco Mikael Håfström trató de ponerse trascendente en El rito (The Rite, 2011) protagonizada por Anthony Hopkins, y diversas clases de demonios también anduvieron entreteniéndose dentro de cuerpos humanos en Devil Inside (The Devil Inside, William Brent Bell, 2012), Expediente Warren (The Conjuring, James Wan, 2013) y The Exorcism of Molly Hartley (Steven R. Monroe, 2015), por citar algunas.
El asunto ha llegado a tal extremo que hasta hay directores que reinciden en el tema, como Scott Derrickson, que le cogió el gusto de nuevo en Líbranos del mal (Deliver Us from Evil, 2014), una película con el mismo título (tanto en inglés como en castellano) que un documental de Amy Berg de 2006, un incómodo film sobre Oliver O’Grady, sacerdote pedófilo que usó su encanto y su autoridad como líder religioso para violar a docenas de niños de familias católicas por el norte de California durante más de veinte años. Aquí no hay presencia de demonios sobrenaturales ni caros efectos especiales, sino un terror muy real.
Si el estreno de El exorcista en 1973 dio lugar a las interpretaciones de John Boorman, Stephen King o Peter Biskind reproducidas más arriba, ¿podemos extrapolar sus conclusiones de entonces y aplicarlas al tremendo auge del cine de posesiones diabólicas que vive la industria actualmente? ¿O, por el contrario, el contexto es otro y debemos analizar estas películas como reflejo de una sociedad de consumo capitalista que nos posee hasta anular nuestra voluntad? ¿Necesitamos nuevamente la metáfora del Mal absoluto en tiempos de permanente amenaza terrorista global? Sabemos que el cine de terror siempre ha sido un reflejo de su tiempo, pero quizá nunca antes había podido ser considerado un síntoma tan claro de la representación de los miedos de un mundo al borde del colapso. Piénsenlo la próxima vez que se sienten ante una pantalla con medio kilo de palomitas sobre el regazo.