VALÈNCIA. No es por llevar la contraria, pero en vista de los que nos viene encima con Rocketman, el biopic de Elton John, animo a quien lea esto a que busque Tommy en la cartelera. La película, rodada en 1975 por Ken Russell, vuelve a los cines, imagino que aprovechando el tirón taquillero que se le presupone a Rocketman, que puede acabar convirtiéndose en algo así como la nueva Bohemian Rhapsody antes de que nos haya dado tiempo a olvidarnos de Bohemian Rhapsody. En cualquier caso, los biopics de estrella del rock y del pop poquísimas veces me convencen. Y sin ánimo de parecer esnob ni elitista, cuando estos encuentran el beneplácito del gran público, da más cosica aún. En realidad ya no tengo ni idea de cuál puede ser la composición de eso que llamamos gran público y casi que prefiero seguir así.
Si alguien quiere ver a Elton John interpretando su personaje de los setenta, el de los primeros pasotes y extravagancias, la estrella descarada intentando sortear la primera ola que le trajo la fama, debería intentar ver Tommy. Su aparición es breve, pero perfecta en una película sicalíptica a más no poder, uno de esos despropósitos que amas y odias a partes iguales y que solamente pueden llevar la firma de Ken Russell. En los setenta, Russell se debatía entre el cine de autor y la alucinación sin límites. Lo descubrí con 12 o 13 años, cuando sus películas se estrenaban en las llamadas salas de arte y ensayo. Es un decir, claro, porque aquí estrenar no es que estrenara mucho. La censura se encargaba de aligerar sus películas eliminando escenas problemáticas, logrando que, en algunos casos, resultaran más bien ininteligibles. Otras directamente quedaban inéditas en España. Tommy no se libró. La versión que vi en el cine Oeste –un éxito comercial, por cierto, estuvo casi medio año en cartel- llegaba sin alguno de los bailes de Tina Turner haciendo de la camella Acid Queen y algún otro detallito más. A pesar de ello –los cortes eran más que sabidos gracias a revistas como Fotogramas- a mí la película me impresionó, seguramente porque estaba en la edad en la que necesitaba algo impresionante, y el destino hizo que fuese con Tommy.
La estética de la película era mareante. Hubo quien la comparó con las realizaciones de Valerio Lazarov para los programas de variedades que se emitían los sábados por la noche. Tommy tenía algo de aquel inagotable Ballet Zoom, pero también cosas que te dejaban turulato. Ann-Margret estaba despampanante y Oliver Reed parecía no saber muy bien qué hacer en medio de aquel desbarajuste, aunque siendo habitual en los repartos de Russell, ya debía estar acostumbrado. Los invitados eran brutales, empezando por Jack Nicholson, que ya venía sobreactuado de casa, y eso que aún era joven. Eric Clapton hacía de sí mismo con su sosería habitual y Keith Moon, lo mismo pero con el efecto contrario, con mucha gracia y mala leche. Al final, el gran triunfador de la película era Roger Daltrey, que se convertía en la encarnación perfecta de Tommy, el personaje que queda sordomudo y ciego al presenciar el asesinato de su padre. Russell había hecho la versión cinematográfica de la ópera rock –la primera de la historia- homónima creada por Pete Townshend y grabada por The Who en 1969.
Y en medio de todo aquel circo, aparecía Elton John encarnando -cinco minutos de escena- al Mago del Pinball, al cual Tommy derrocará tras un encarnizado duelo dándole al flipper. El atuendo de Elton John era prácticamente una variante más de lo que era su aspecto entonces. Una cosa chillona y deslumbrante, excesiva, hortera y maravillosa a la vez. La iconografía de Russell en esta película era así. De repente veías Ann-Margret desplegando erotismo y a los veinte segundos la tenías haciendo un baile inenarrable. El único que se lucía constantemente era Daltrey, tan exagerado encarnando a un joven privado de casi todos sus sentidos, que daba risa. A mí, el momento que más me gusta es al principio, cuando durante los bombardeos de Londres en la II Guerra Mundial, unas bailarinas corren por la calle en ropa interior y con máscaras de gas y una de ellas se queda mirando en dirección a la cámara. Creedme, no existe mejor antídoto a la avalancha de melodrama que nos espera con Rocketman que este destarifo audiovisual llamado Tommy.
Para quienes no tengan suficiente con esta joya, recomendar también la todavía más infame Lisztomania. Russell inició su carrera filmando documentales sobre músicos de clásica. Por eso después haría una película sobre Mahler y luego esta que ahora comento sobre Franz Liszt. Como Russell era voraz y también metió mano a una obra de D. H. Lawrence, Mujeres enamoradas, con aquel momento cumbre del homoerotismo -en una época en la que el homoerotismo solía mostrarse de manera discreta en el cine y en casi todo- en la que Oliver Reed y Alan Bates decidían pelear desnudos y que en España, tardó unos cuantos años en ser recuperada. Lisztomania también fue víctima de algún que otro corte. Yo me quedé sin verla porque solamente aguantó una semana en cartel, en el cine Palacio, que si no recuerdo mal, que estaba en pleno barrio chino de Valencia. Una de esas salas que, al estrenar películas de arte y ensayo –es decir, donde había sexo y alegría; tenía también películas clasificadas S, es decir, de porno leve- atraía por igual a cinéfilos y pervertidos. Y para una tierna criatura como era entonces quien aquí escribe, no siempre era fácil distinguir a unos de otros
El otro día comentaba en Facebook con Caballero Reynaldo lo que sin duda era lo mejor de Lisztomania: Rick Wakeman, músico al que Reynaldo adora y al que yo también aunque sólo sea porque es el pianista de ‘Life On Mars?’ y ‘Changes’, ambas de Bowie. Ataviado como si fuera el Thor de la Marvel, Wakeman interpreta a una especie de nibelungo creado por Wagner para preservar la raza aria o algo por el estilo. Una cosa indescriptible y a la vez muy divertida, sobre todo vista cuatro décadas después de su estreno. Porque, a pesar de ser tan descerebradas, creo que siempre voy a preferir películas como Tommy o Lisztomania a taquillazos facilones como Rocketman o Bohemian Rhapsody.