VALÈNCIA. Aunque sin inauguraciones ni actos oficiales, los museos de València continúan recibiendo visitantes con una agenda que nada entre las suspensiones y la puesta en marcha de los proyectos programados. Entre ellos, la reciente apertura de la exposición de Juana Francés en el Institut Valencià d’Art Modern (IVAM) o, también, la apertura de la sala dedicada a la pintura del Barroco italiano en el Museu de Belles Arts de València, cuya inauguración estaba prevista para el miércoles 30 de octubre, acto en el que iba a participar el director del centro, Pablo González Tornel, y la secretaria autonómica de Cultura, Pilar Tébar, y que fue cancelado esa misma mañana.
Con todo, su apertura al público sí se ha llevado a cabo en estos días, en los que los visitantes del museo han podido acceder a esta nueva sala de colección permanente, un espacio integrado por un total de trece obras de reconocidos artistas a través de las que la pinacoteca se propone hacer una fotografía del panorama de la pintura italiana durante la segunda mitad del siglo XVII y primera del XVIII, un viaje que no solo pone el foco en su capital, Roma, sino que también mira a la producida en otros focos artísticos como Nápoles, Florencia o Bolonia.
Entre las obras que se presentan, cuatro se incorporan por primera vez al haber sido adquiridas recientemente por la Generalitat, siendo este el caso del Ecce Homo de Guido Reni, un San Jerónimo de Mattia Preti, un Santo Tomás de Aquino del entorno de Bernardo Strozzi o el retrato de aparato de Cosme II de Medici, gran duque de Toscana de Cristofano Allori, que convivirán con otras firmas como Luca Giordano, Francesco Solimena o Ciro Ferri.
Esta apertura supone un paso más en la reordenación de los fondos que se ha venido llevando a cabo por parte del museo en los últimos años, tiempo en el que se han generado nuevas salas de colección permanente con las que la pinacoteca camina hacia la ejecución de un plan museológico que renovará gran parte de su discurso. Entre las salas de ‘nuevo cuño’ están las dedicadas a Ignacio Pinazo, los Benlliure o Joaquín Sorolla, en este última caso recuperando un espacio perdido hace años aunque, en esta ocasión, con un nuevo enfoque.
En torno a 1600 Roma se convirtió en el epicentro del catolicismo reformado y en el domicilio de las artes. Allí convivieron dos tendencias pictóricas aparentemente antagónicas: por un lado, el clasicismo contenido de los Carracci y, por otro, el realismo teatral de Caravaggio. Además, la presencia de Rubens en la urbe y el auge de la pintura veneciana introdujeron el color y el movimiento como nuevos valores del arte barroco gracias a maestros como Pietro da Cortona.
La centralidad de Roma no debe oscurecer que la península italiana fue mucho más que la capital del papado. Así, en Nápoles y otros centros del sur el inicial naturalismo caravaggesco fue modulándose con una pincelada cada vez más libre y empastada, como la que caracteriza la obra de Luca Giordano o Mattia Preti. Florencia, por su parte, desarrolló un academicismo basado en el dibujo minucioso que tuvo en los retratistas de la familia Medici a sus más finos intérpretes, mientras que Bolonia, de la mano de Giovanni Lanfranco o Guido Reni, consolidó un lenguaje clasicista que tuvo amplia difusión en otras geografías como la francesa.
A finales del siglo XVII se consolidó en Europa un lenguaje artístico de notable homogeneidad. Los viajes de algunos de los grandes maestros como Rubens y Bernini, el desarrollo de una cierta visión histórica de la Antigüedad y el predominio de la cultura cortesana en centros como París o Viena dieron lugar a la cultura tardobarroca de la que fueron intérpretes artistas como Francesco Solimena o Corrado Giaquinto.
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