1985: Primeras noches en Brillante
Hay un bar en Valencia donde descubrí lo que era vivir la noche. Todavía existe, aunque hace lustros que no tiene nada que ver con el local original
VALENCIA. Que un artista como Alan Vega actuara prácticamente de repente en valencia, allá por 1986, fue como una especie de milagro. No sé si él se fue de aquí pensando lo mismo. El concierto que ofreció en Espiral en febrero de aquel año fue uno de esos acontecimientos que, a poco que te pares a pensar, casi resultan absurdos.
Como suele ocurrir en estos casos, y sobre todo en aquellos años prehistóricos, el asunto dio de sí para vivir unas horas irrepetibles en un momento irrepetible de mi vida, ese que te proporciona el tener 23 años, en una época sin internet en la que los mitos podían seguir siéndolo siempre. Una época en la que las reivindicaciones a gran escala aún no existían. Faltaban años para que surgieran el Sònar y el FIB, para que la historia empezara a acordarse de pioneros como Vega, que transitaban por caminos complejos y fueron la semilla de una música que hoy nos resulta de lo más cotidiana.
En aquel entonces, la historia de Vega era esta. Formaba parte del dúo Suicide, uno de los grupos bandera de Nueva York, abanderados de la generación del CBGB, inactivos entonces. Hacían rock electrónico desde comienzos de los setenta, cuando en ese campo solo operaba Kraftwerk. Formaban parte de la generación de artistas neoyorquinos que dibujó el patrón del punk y luego, cuando los ingleses lo explotaron, aprovecharon el momento para intentar darse a conocer. Pero la música de Suicide era incómoda incluso en medio de la incomodidad que propugnaba el punk. Demasiado extraña, excesivamente siniestra. Vega cantaba como un Elvis del averno emparentado con Lou Reed, y Martin Rev generaba sonidos sintéticos amenazadores. Sus actuaciones eran legendarias porque el cantante se encaraba con un público que, la mayoría de las veces, despreciaba lo que hacían. Un dúo que elige llamarse Suicide no está pensando precisamente en alegrarte la velada.
En cuanto a la Valencia de entonces, la situación era esta. Hoy se nos vende que en aquella época, y gracias a las muchas discotecas y locales que proliferaban tanto en la costa –lo que empezaba a configurarse como la ruta del bakalao-, como en la ciudad, esto era un pozo de sabiduría musical. Y no, os aseguro que no era el caso. Es cierto, aquí sonaba una música que en otras ciudades no gozaba de ese favor popular, lo cual creó un escenario alternativo muy cercanos a los dictados londinenses. Esa música –algunos disc jockeys se referían a ella como vanguardia, así, como si fuese un subgénero en sí misma- se consumía con una mezcla de hedonismo y curiosidad, pero no nos engañemos, la mayoría del público que la escuchaba podía abrazar con el mismo fervor a Bolshoi que a Siouxsie, a Immaculate Fools que a PiL. Alan Vega no era carne de Spook, así que la expectación ante su visita era más bien baja.
Aclarado este punto, que me parece muy importante, prosigo. Alan Vega llegó a Valencia para actuar en la discoteca Espiral, sala de L’Eliana que ya había programado algunos conciertos históricos. El neoyorquino venía a promocionar –nunca mejor dicho porque estoy convencido de que aquella visita era en realidad una gira de promoción costeada por la multinacional que entonces intentaba amortizarlo- su último álbum, Just a million dreams. Un disco desastroso a todos los niveles, pues resultó ser un intento fracasado de convertir en un artista comercial a alguien que de ningún modo lo era. Lo peor es que el disco, en su afán por transformar a Vega en eso, salió malo de solemnidad. Escuchándolo treinta años después, mientras redacto estas líneas, me sigue resultando infumable, de esas cosas que si no existieran casi mejor.
Le conocí con la coartada de una entrevista para Ruta 66. Vega era un tipo simpático y un pedazo de macarra tremendo. Nada de postureo. Podía ser escultor y cantante y lo que tú quieras, pero era un tío de la calle y lo llevaba escrito en la cara y en cada una de las cosas que hacía. El impacto por tenerlo cerca –debió de ser una de los primeros artistas extranjeros admirados que conocía en persona- fue efímero. Me chocó que repudiara el citado álbum no por ser flojo, sino por la ocasión que su discográfica había desaprovechado para hacer de él una estrella. Porque Alan Vega tenía un ego que no cabía ni colocándolo apaisado en el viejo cauce, lo cual no me parece ni bien ni mal, pero entonces me resultó asombroso que lo hiciera patente con tan poco pudor. Le pregunté por sus compañeros de escena en Nueva York –Ramones, New York Dolls, Television…-, pero solo tenía palabras para sí mismo y para Suicide. Estaba encantado de conocerse y, por descontado, la música que se hacía en aquellos momentos le parecía menos que caca. “Cuando pones la radio no hay nada, no suena nada interesante. Lo mejor son los ruidos de las interferencias. Es la música de Dios”.
Un rato después estaba sentado en la mesa de un restaurante con él, su guitarra –Sesu Coleman, un veterano del underground neoyorquino- y la gente que le acompañaba. Por aquel entonces Vega ya era amigo de Springsteen –que en los últimos años ha interpretado en directo Dream baby dream de Suicide- al que describía como un tipo muy normal también en privado. Cuando le mostré los diferentes vinilos de Suicide que llevé para que me firmara, me agarró paternalmente de la barbilla, como si fuera su hijo y en realidad estuviera hasta las narices de firmar autógrafos para luego seguir durmiendo en un apartamento cochambroso. Entonces le pusieron un plato de pallella –él la llamó así- delante que no le convenció lo más mínimo y se pidió un chuletón. Mientras esperaba a que se lo sirvieran, muerto de hambre, empezó a comerse los trozos de carne que asomaban por el arroz. Los cogía con los dedos, negros de suciedad, tanta que daba grima verlo. El underground neoyorquino también consistía en eso.
Antes de la actuación Vega ofreció una rueda de prensa, o algo similar –en la foto que ilustra este artículo se ve saliendo del local a J.R. Seguí, colaborador de Valencia Plaza- en Brillante. Cómo conseguimos que Alan Vega terminara allí, no me lo preguntéis porque ahora mismo no tengo ni la más remota idea. Lo único que sé es que allí fue donde le hice la entrevista oficial. Una vez más estuvo amable con todo el mundo, y se hizo fotos con Rosita, camarera del local y miembro de Bongos Atómicos. También accedió a posar sentado en una moto aparcada en la puerta del bar, más chulo que un ocho, cien por cien Alan Vega.
Hay un bar en Valencia donde descubrí lo que era vivir la noche. Todavía existe, aunque hace lustros que no tiene nada que ver con el local original