LOS DÍAS DE LOS OTROS

El día que Sylvia Plath mordió a Ted Hughes

22/02/2017 - 

VALÈNCIA. Febrero debió ser para Sylvia Plath algo parecido a lo que abril fue para T.S. Elliot. Esto es, el mes más cruel. El 11 de febrero de 1963 Plath puso en marcha la maquinaria de su imaginación por última vez. El objetivo no era otro que morir de la forma más sofisticada, estilizada y despiadada posible: metiendo su hermosa cabeza, llena de versos salvajes, en el horno. Cuentan sus biógrafos que, hundida en una depresión severa, la niebla y grisura de aquella mañana londinense acabó por decidirle.

Leo durante este mes de febrero de 2017 y con cierta desesperación dos libros de publicación reciente con la intención de encontrar en ellos la explicación de una decisión tan atroz: Diarios completos, Sylvia Plath (Alba Editorial) y La caja de los deseos, Sylvia Plath (Nórdica Editorial). El primero es una colosal edición -obra de Juan Antonio Montiel y con traducción de Elisenda Julibert- de los cuadernos más íntimos de una autora con una lucidez extraordinaria pero con una existencia doliente. El segundo de los libros es una compilación de la prosa más selecta de una de las mejores poetas de todos los tiempos. Cuentos, ensayos y relatos que van desde 1952 hasta 1963, el año de su muerte.

Los diarios de Sylvia Plath son, probablemente, los más cercanos que he leído. La poeta se presenta como una amiga íntima y una no deja de sentirse sino como una privilegiada que tiene acceso a sus sentimientos más profundos. Es imposible no parecer una entrometida leyendo esos cuadernos morbosos. Plath creía que al convertir en escritura una parte de su vida, de algún modo, justificaba su existencia. Y en esos diarios, como decía al comienzo, el mes de febrero fue de una particular importancia.

Domingo por la noche, 23 de febrero, 1958. Este es el vigésimo sexto 23 de febrero que he vivido: más de un cuarto de siglo de febreros, pero ¿sería capaz de rescatar un recuerdo de todos ellos y trazar la escalera de caracol que asciende (o desciende) hasta mi vida adulta?

Es curioso comprobar cómo Plath iba coleccionando febreros. De algún modo intuía que en ese mes terminaría su existencia. Otros febreros también fueron intensos en sus cuadernos. Esencialmente todos aquellos que destinaba al amor, pues Plath fue, ante todo, una cazadora de amores; una mujer que deseaba a los hombres de una forma libérrima, una madre averiada que se desajustó con la vida.

Sábado, 25 de febrero de 1956. (…) He repasado la lista de hombres que he conocido en Cambridge y me he quedado de piedra: sin duda no merecía la pena seguir viendo a aquellos con los que rompí (esa es la verdad), pero ¡qué pocos de los que he conocido merecen la pena! Y qué pocos he conocido.

La estancia de Plath en Cambridge fue decisiva. Allí escribió febrilmente. Y no sólo en sus cuadernos que iba engordando cada día. Imaginen un domingo 19 de febrero a una veinteañera Sylvia con hambre por experimentar todo tipo de deseos -“Anhelo traspasar la materia de este mundo: pasar a estar anclada en la vida mediante la colada y las lilas, el pan de cada día y los huevos fritos, y un hombre, el desconocido de ojos oscuros, que coma mi comida y mi cuerpo y mi amor (...)” -. Llueve copiosamente y Sylvia se refugia en sus cuadernos:

Yo también quiero ser importante. Siendo diferente. Y todas estas chicas son iguales. 

Fue años de aprendizaje, de construcción, también de sufrimiento. Aquel sábado 25 de febrero de 1956 fue el primer día en el que Sylvia Plath y el poeta Ted Hughes -el que sería su gran amor y padre de sus hijos- se conocieron en una fiesta universitaria. El domingo 26 de febrero, instalada en la resaca más atroz, Sylvia escribía:

Una nota breve después de una larga orgía. La mañana gris, completamente sobria, me observa con sus puritanos ojos de una blancura gélida, anoche me emborraché de lo lindo y ahora estoy tirada después de dormir seis horas tan plácidamente como un bebé (…).

Aquella noche de febrero se inauguró una de las historias de amor más tremendas de la literatura. Sylvia lo describió así: 

Luego ocurrió lo peor, cuando el tipo altísimo, moreno y atractivo, el único con un buen tamaño para mí, que había estado rondando a varias mujeres y cuyo nombre yo había estado preguntando pero nadie supo decirme, se acercó y me miró a los ojos. Resultó ser Ted Hughes.

Entonces ella le recitó uno de sus versos, y él le dio un sonoro beso en la boca y le arrancó un precioso pañuelo rojo que Sylvia llevaba para después besarle en el cuello; entonces la poeta decidió morderle la mejilla durante un buen rato tan fuerte que Ted salió de aquella habitación donde comenzó su pasión con unas gotas de sangre resbalando por su rostro. Así comenzó todo: con furia y pasión. Y así siguió hasta el final. Ted y Sylvia se enamoraron, tuvieron hijos -Frieda y Nicholas-, escribieron, se siguieron amando, después vieron crecer a sus hijos y empezaron a discutir por cualquier motivo. Sylvia comenzó a no soportar al hombre fuerte y protector que siempre había anhelado. Uno al que deseaba y admiraba. Un hombre, sin embargo, que con bastante frecuencia solía emborracharse y conquistar a mujeres. Por una de ellas, la poeta Assia Wevill, Ted abandonará a Sylvia. La separación se hará efectiva en octubre de 1962. Ella, desesperada, se marcharía dos meses después con sus hijos a un piso cerca de Primrose Hill. Un mes después, en enero del recién estrenado 1963, Plath vería por fin publicada su novela autobiográfica La campana de cristal, bajo el seudónimo de Victoria Lucas. Un mes después, en febrero, pondría fin a su vida haciendo honor a los versos que ya había escrito un tiempo antes.

  Morir
 es un arte, como todo.                                                                                                                                    
Yo lo hago excepcionalmente bien.

Nadie ha podido leer los diarios de Plath en los años y días anteriores a su muerte, pues Ted los destruyó. Resulta complicado establecer entonces qué pasó por la cabeza de esta mujer aquel 11 de febrero de 1963 cuando, después de preparar el desayuno a sus hijos y de taponar las puertas de la cocina con toallas, Sylvia abriría el gas y metería la cabeza en el horno con la intención, pienso ahora, de fulminar todos sus recuerdos hermosos con Ted. Quizás solo intentaba borrar de su imagen aquel otro febrero de hacía siete años, cuando sintió la carne y sangre de su futuro marido entre sus dientes. El día en el que quiso, en definitiva, demostrar algo que es bien sabido: que nos besamos porque no podemos comernos. Porque es mucho mejor ser poeta que caníbal. Pero Plath jamás lo creyó.


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