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El horror como atracción turística

23/08/2017 - 

VALÈNCIA. Hace unos meses, un alumno del instituto donde trabajo encontró un cadáver en una casa abandonada. Vio una ventana rota, entró a curiosear y halló el cuerpo. Al día siguiente, un grupo de adolescentes se coló de nuevo en la casa, a pesar de que la policía ya se había llevado al fallecido.

No hay duda de que la muerte ejerce una extraña fascinación en el ser humano. Y el mercado, que siempre está atento, lo sabe bien.

Cerca de esa plaza de toros explotó un coche-bomba y murieron diecisiete personas, dice el guía. Estamos en Medellín, Colombia. Los turistas levantan sus móviles y apuntan con sus cámaras. Tras el éxito de las series Narcos y El patrón del mal, los touroperadores que ofertan narco-rutas alrededor de la figura de Pablo Escobar se han multiplicado. Incluso algunos de sus familiares y empleados (léase sicarios) han decidido montar su propia ruta por los lugares emblemáticos de la sangrienta historia de este capo de la droga: el edificio Dallas, la hacienda Nápoles o el barrio Pablo Escobar.

Los turistas fotografían la plaza de toros y el minibús sigue. Tal vez nos lleven a la discoteca Oporto donde murieron más de 20 personas, dice alguien. Si es que todavía está en pie...

Pronto lo averiguaremos. Y si existe, pasará a formar parte de nuestro Hoffman.

Algunos compran productos para conseguir ser más felices en esta sociedad capitalista: un coche deportivo, una ático o una camisa de marca. Otros (autoungidos con cierta superioridad moral, como si no fuese el mismo juego) consumimos experiencias: viajamos a lugares recónditos, cocinamos comida exótica, escuchamos música étnica y nos epatamos visitando una antigua esclavería donde miles de jóvenes africanos, recién cazados, eran hacinados como animales hasta la esclavitud o la muerte.

Recuerdo que hace unos años, visitando Polonia, decidí ir a ver el campo de concentración nazi Auschwitz-Birkenau. Puse la dirección en el GPS del coche de alquiler y rápidamente marcó la ruta junto a la etiqueta ATRACCIÓN TURÍSTICA. No podía creerlo. Un campo de exterminio catalogado junto a las atracciones de feria, los zoos y las pistas de esquí.

Fue un paseo extraño por el campo de concentración, entre centenares -tal vez miles- de fotos de prisioneros en los pabellones convertidos en museo: todos con el pelo rapado pero cada uno con unos ojos distintos, cada uno enfrentándose al sufrimiento (y por tanto a la cámara que los retrató) con una actitud totalmente diferente: del miedo al desafío, pasando por la resignación, el abatimiento y la mirada ausente de quien ya marchó dejando su cuerpo a la deriva.

Campo de Auschwitz (Foto: EFE)
Vitrinas llenas de objetos robados a los presos: bolsos, joyas, pelo, ortopedias, botones, muñecas, viejas fotos… La vía del tren de la muerte atravesando el campo de punta a punta, las letrinas, las “habitaciones” que más bien parecían establos, las ruinas de lo que un día fueron las cámaras de gas…

Pero esto no es lo más sorprendente. Sabía lo que iba a encontrar, más o menos. Lo que no me esperaba era enfrentarme con grupos organizados, algunos vestidos de igual forma (los de camiseta naranja eran los más numerosos), guías chinos alzando una banderita para que los miembros de su tour los siguiesen o niños pequeños observando los montones de pelo humano. Supongo que el GPS tenía razón y Auschwitz, por extraño que suene, es hoy en día una atracción turística más: ¡Visite el acuario más grande del mundo, la tumba del dictador más sanguinario -¡cuya construcción costó cientos... qué digo cientos, miles de vidas!- o pase la noche en una cárcel suiza reconvertida en hotel (a las celdas de asesinos con más de seis cadáveres a sus espaldas se les cargará un suplemento)!

Chernobyl, Hiroshima o el edificio Dakota de New York forman parte del mercado de las experiencias. En este caso, experiencias relacionadas con la muerte y el sufrimiento, con el encogimiento del estómago y la trascendencia casi mìstica ante el horror. Escenarios de la crueldad humana a los que acudimos en peregrinación con diferentes excusas: guardar memoria de lo ocurrido para que no se repita, presentar nuestros respetos a las víctimas o concienciarnos de los males que nos acechan.

Pero por desgracia, no importan nuestras razones, pues ese no es el objetivo fundamental de este mercado. El capitalismo va aparejado a cierta indiferencia por lo emocional. Los delfines son obligados a vivir encerrados en una piscina y a hacer piruetas cada día no para castigarlos, sino porque da beneficios a sus dueños. Los bosques son talados no porque nos molesten los árboles, sino porque construir chalés es más rentable. Los africanos fueron esclavizados durante el imperialismo no por odio racial, sino porque el sistema esclavista daba beneficios. Y fueron liberados cuando fue más rentable tener trabajadores asalariados.

Tristemente, el turismo del horror se consolida no porque forme parte de una campaña de sensibilización orquestada por gobiernos o asociaciones bienintencionadas, sino porque da beneficios.

Nosotros tenemos nuestra experiencia extrema y alguien se enriquece. Lo que pase o deje de pasar en nuestro interior, si tomamos conciencia o no, ciertamente es algo secundario.

Lo peor es que visitamos Auschwitz y salimos tristes, impactados. Ponemos frases en twitter sobre la maldad humana y después, delante de un café, criticamos a los inmigrantes sirios, por ejemplo, que vienen a robarnos el trabajo. O votamos a partidos homófobos porque a algún dios no le gustan esas cosas antinatura. O seguimos teniendo cuentas en bancos que desahucian y se aprovechan de la gente. O, simplemente, vivimos indiferentes a los problemas del mundo actual, sin hacer ni siquiera un pequeño gesto para evitar el cambio climático, la xenofobia, la explotación infantil, la violencia de género, etcétera.


Por suerte, en unos años, podremos visitar un Memorial sobre las víctimas sirias en el Mediterráneo, con urnas llenas de zapatitos de niños encontrados flotando sobre las olas y testimonios de algunos supervivientes. Quizás hasta haya guías chinos con banderitas: en esta playa aparecieron cuarenta cadáveres, explicarán. Venían de noche en patera porque los gobiernos europeos no querían acogerlos a pesar de que solo huían de terroristas que asolaban su país. Si me siguen podrán ver urnas con su pelo... Y otros tantos memoriales a los animales recién extintos, a las lenguas recién desaparecidas, a los paisajes recién reconvertidos en urbanizaciones, y a todas esas muertes por desnutrición o explotación laboral infantil que ocurren ahora mismo sin que les prestemos mucha atención, en el momento exacto en que visitamos Austchwitz en un tour organizado y se nos escapa una lagrimita.

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