Se ama desde el primer día. Me lo dijo una amiga en el peor de los tiempos y lo he pensado, lo he escrito y lo he repetido siempre, también incluso en los días felices. Se ama desde el primer día. No es solo la fascinación o el momento mágico en que todo se detiene y un rayo de luz lo inunda todo como en los iconos ortodoxos. Al contrario. Es una conmoción poderosa, un instante de silencio en que se abre paso una premonición, un abismo que se calcula no en el espacio sino en el tiempo, la sensación de sucumbir aunque nada se note, aunque el cuerpo se mantenga erguido, el rostro sereno y la mirada siga deteniéndose en los mismos objetos y el mismo mundo que nunca cambia de color.
En el caso de Annie Ernaux, la amé desde la primera frase: todas las imágenes desaparecerán. Quizás porque los comienzos en futuro me resultan sugerentes y contradictorios. Bíblicos como las tablas de la ley. Apocalípticos, como aquellos versos de Federico García Lorca que hablaban del futuro y de los remordimientos por todo aquello que hemos dejado de hacer: “vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan”.
En el caso de Ernaux, luego de esa primera frase, aparecieron todas esas imágenes condenadas al olvido: la mujer en cuclillas que orinaba tras un bar después de la guerra, los recuerdos de un verano en Padua en la que sorprendieron a un hombre afectado por la talidomida, la estación de Termini en Roma en la que un hombre se masturbaba dentro de un vagón, una cena en Venecia bajo un techo de plantas, una exposición en el París de los años ochenta, una película tras otra, una película tras otra, escenas escogidas con Alida Valli o Escarlata O’Hara.
El primer capítulo me resultó delicioso. Una sucesión de imágenes que desaparecerán por el olvido al que estamos condenados. El nombre que ahora recordamos será el mismo nombre que recuerden generación tras generación, hasta acabar siendo olvidados por completo: la mujer que orinaba tras el bar, el hombre que caminaba por Padua con las manos pegadas al hombro o el viajero de Termini que observaba a las chicas por la ventanilla mientras se tocaba arrellanado en su asiento. Ese tipo de concatenaciones de asuntos dispares, de historias mínimas, evocan a los frescos renacentistas, a cuadros del Bosco, a las estatuas de santos alineadas en la fachada de la Catedral de Nôtre Dame... a esa acumulación de recuerdos sin orden que es nuestra infancia y nuestra vida. Todo ello desaparecerá.
Siempre vuelvo a lo mismo
Compré el periódico un sábado por la mañana solo para leer el suplemento de cultura, sabiendo que lo que antes era un signo de distinción, ahora lo es de anacronismo. Con el primer café, leí la entrevista a Annie Ernaux, un nombre que solo me sonaba de algunas cubiertas, de vagas referencias, o familiar quizás por ese apellido francés que tiende a confundirse con tantos otros. Y me embaucó su retórica del fracaso, o del antiéxito, del trabajo laborioso por contar las historias de posguerra, su tenacidad por relatar su vida, la importancia de la escritura, su condición de mujer y obrera, aunque viviera a las afueras de París en una urbanización sin historia.
Tuve que consultar el nombre al dar la referencia en la librería. Me hubiera llevado cualquier cosa que estuviera firmado por esa escritora, e inmediatamente la librera acudió con un ejemplar de Los años. Con esa felicidad de sábado por la mañana, acabé abriendo esa maravilla tumbado en una hamaca y saboreando un sol tímido que asoma tras la tormenta. Todos estos recuerdos desparecerán, pero mientras tanto perduran en mi memoria como momentos luminosos.
Siempre vuelvo a lo mismo, pensé. Autores franceses contemporáneos, editoriales repetidas, hombres, historia, autoficción. Dudé precisamente por eso, por la repetición de una determinada literatura en contra, lo sé, de dejar espacio para nuevas geografías y nuevas voces.
Siempre vuelvo a lo mismo: Argentina. Ese lugar al que llegué de manera azarosa y al que, de forma arbitrariamente sentimental, sigo unido cuando miro las calles y los paseos por Google Maps para recordar exactamente cómo eran, cuando busco un detalle dentro de un cuento de Borges, cuando cito casi sin querer a Julio Cortázar, o rememoro ciertas escenas de Gabriela Cabezón Cámara o Leila Guerriero.
Ninguna patria se escoge, ni la de nacimiento ni la de adopción, pero esta última, en cambio, nace de un consentimiento mutuo, de un enamoramiento profundo, de un golpe de corazón repentino ante un acento rioplatense que se cruza por la calle o ante las últimas noticias sobre la inyección del FMI a la administración argentina, la victoria del peronismo o la salida de tono de su presidente.
En esas circunstancias me vi, otra vez, escogiendo un nombre francés, Ernaux. Revisé los últimos artículos de esta sección y vi más de cinco referencias en los últimos años. Siempre volvemos a lo mismo. Porque en el fondo, quizás, solo podemos hablar de una misma cosa, de ciertos lugares y ciertos temores, aunque de maneras distintas. Eso me ocurre desde hace tiempo: no logro despegar un texto de otro, no consigo abrir brecha, separar esta emoción de la emoción pasada, el pensamiento actual con el anterior, todo se confunde en mi cabeza, todo parece de otra época y, sin embargo, me encuentro de nuevo con un libro francés entre las manos.
Así pues, al abrir Los años noté esa perturbación interior que precede al enamoramiento, esa inquietud de las cosas importantes. Su prosa extraordinaria, su sensibilidad, la descripción de las escenas de posguerra en la campiña francesa, la disparidad de imágenes (que desaparecerán) y las ideas que siempre me han acompañado, a veces en silencio, a veces sustanciadas verbalmente.
“Frente al tiempo fabuloso (cuyos episodios tardaron en ordenar, la Derrota, el Éxodo, la Ocupación, el Desembarco, la Victoria) encontraban apagado ese, sin nombre, en el que les había tocado crecer. Sentían, o casi, no haber nacido cuando había que salir en tropel por las carreteras y dormir en paja, como los gitanos. De ese tiempo no vivido guardarían una añoranza tenaz. La memora de los otros les provocaba una nostalgia secreta de esa época que se habían perdido por poco y que esperaban vivir un día”.
Y no solo es el arrebato de ese estilo y de esa novela, es el deseo de haber descrito de esa manera los recuerdos de la infancia. Es sobre todo esa capacidad de evocar una memoria que no es la mía, pero que lo parece. Algún día, pensé, quiero escribir así. Escribir a trompicones, a fogonazos, con la prosa apocalíptica del futuro incierto. Y con ello regresar al pasado, al sol entrando por la ventana de la cocina de mi abuela, a la aceitera sobre la mesa, al tomate con la sal, la cafetera vaporosa impregnando la sala de su aroma, los escondites, los discos viejos de ese piso de protección oficial, los libros antiguos, el calor de los primeros días de primavera.
Mientras leía, recreaba no solo las escenas de posguerra de las familias humildes de Francia, sino que observaba la mía propia. Escenas estáticas en las que aparece mi abuela sobrevolando a toda la familia. Una habitación aparte para que los niños no molesten durante la comida. Las botellas de cognac en la sobremesa. El azucarero rojo de flores. Los vasitos donde vertía un dedo de leche condensada mientras los adultos tomaban café. Las cartas. Las historias. Los chistes repetidos.
Leí a Annie Ernaux como quien se enamora de manera repentina. Con esa admiración por las escenas exactas. Por ese logro que alcanzan únicamente determinados escritores: el reconocimiento de que, en el fondo, está relatando la vida del que está leyendo. Y vi mi infancia, vi las escenas luminosas de primavera, las risas de quienes ya no están, la mesa sobre la que nos reuníamos cada domingo. Por un instante, pude volver a lugares ya olvidados. Y aunque todas las imágenes estén condenadas a desaparecer, me sentí feliz por leer el libro que hubiera querido escribir.