VALÈNCIA.- Pese a todos estos años viviendo en Valencia —actualmente y desde hace un tiempo, en Alaquàs, donde nos atiende— no ha perdido el acento conquense que revela sus orígenes. Es hijo del éxodo rural que desplazó a miles de manchegos hasta las principales ciudades de España para buscar trabajo y fortuna. O, al menos, trabajo. «Yo llego a la cocina porque mis padres emigraron en su día del pueblo. Me metieron a trabajar en un restaurante. Al principio yo no tenía la cocina como devoción: entré porque tenía que trabajar». Torrijos quería ser mecánico. «Me gustaba mucho la mecánica, pero mi madre no quería que fuera mecánico, decía que los mecánicos siempre tenían las manos llenas de grasa. Quería que fuera camarero, porque teníamos un primo que era camarero y mi madre lo veía tan guapo y bien plantado. Pero yo nunca he sido camarero». Nunca lo fue.
«Cuando me vieron en el restaurante la pinta de pueblo que tenía me dijo ‘hala, a la cocina, que con esa pinta de pueblo no puedes estar’».
En el restaurante Las tres cepas, que ocupaba el número 22 del paseo Neptuno, estuvo cuatro años. «Hablé un día con el propietario y le dije ‘señor Pepe, ¿se acuerda que yo entré hace tres años pero para trabajar en sala?’ Y me dijo: ‘¿Ahora quieres cambiarte? Yo no me cambiaría, con lo bien que lo haces en la cocina’. Y era verdad».
El crítico gastronómico Antonio Vergara, con quien Óscar tenía buena amistad, apuntó que la habilidad culinaria de Torrijos provenía de una intuición dormida que siempre había estado ahí, esperando a salir y renovar la cocina. «De la infancia tengo recuerdos de momentos gastronómicos. Tendría yo ocho o nueve años, mis padres en verano se iban los dos al campo a trabajar y cuando volvían, yo ya les tenía la comida preparada. Me había fijado en cómo mi madre cocinaba. Un día le puse manzanas a un guiso con patatas. Dijeron ‘vamos a ver el invento’. Y se las comieron; estaban buenas. Cosas de la intuición».
* Lea el artículo íntegramente en el número 82 (agosto 2021) de la revista Plaza