El cocreador del podcast ¿Puedo hablar! debuta en la novela con La mancha
VALÈNCIA. Un desgarro en la propia identidad. Un dolor macerado tras años de huida. Un fracaso que impregna cada costura, cada movimiento, cada frase. Con estos elementos poco halagüeños en la mochila, Valentín regresa en 2013 a su localidad natal, Baratrillo de la Mancha, tras no encontrar trabajo en un Madrid paralizado por la crisis económica. Agazapado de nuevo en el hogar familiar e inundado por el miedo, encontrará en su entorno las claves para exorcizar unos cuantos demonios juveniles y se enfrentará a heridas que nunca cicatrizaron, pero también se topará con inesperadas historias de sufrimiento y resistencia.
Desde esta premisa se construye La mancha (Plaza & Janés), la primera novela del periodista Enrique Aparicio (Alpera, Albacete, 1989). Un relato (de clase) sobre transitar la disidencia, tejer complicidades, reapropiarse del espacio público y recuperar la memoria de quienes habitaron los márgenes. “Maricón gordo de pueblo” es su descripción en redes, pero también un mantra y un conjuro contra el temor, la norma y el inmovilismo. Creador junto a Beatriz Cepeda del pódcast ¿Puedo hablar!, Aparicio presentará su nuevo libro el próximo 6 de junio en la Librería Bartleby.
-En este libro partes de la autoficción y, de hecho, agradeces a tu familia ser “el barro” de esta narración. ¿Has tenido dudas o fricciones internas al incluir ciertos elementos por considerarlos demasiado íntimos?
-No tengo complejos en partir de algo que he presenciado o me han contado y llevármelo al terreno de la ficción. Evidentemente, con ciertos detalles piensas si no sería más fácil inventarte algo. Por ejemplo, me planteé cómo contar la salida del armario de Valentín con su madre, que es calcada a la mía. Pero esa reacción ambivalente de su madre, ese ‘no expreso que sea una tragedia, pero tampoco hago una fiesta’ me servía, porque dejaba al protagonista en un limbo. En cuanto a la segunda voz, la de Ramona, el núcleo es real, pero lo he tamizado mediante la ficción.
Ojalá este libro complete y reconstruya mi relación con mi pueblo, mi familia, conmigo mismo, con ser marica, con esa adolescencia traumática… El vínculo potente no es de mi vida hacia la novela, sino de la novela hacia mi vida. La mancha representa una clausura vital: ya he trabajado con la literatura esos asuntos, ya puedo pasar a lo siguiente.
-Reflejas una homofobia mucho más sutil que la sufrida por generaciones anteriores, más soterrada, pero que está presente y afecta igualmente a la construcción de la identidad.
-Quería una novela sin bullying porque ya existen muchas obras en las que, si eres un maricón de pueblo, en algún momento te dan una paliza. La violencia física sigue formando parte de nuestra vida y, de hecho, las agresiones homófobas aumentan cada año. Pero, mayoritariamente, nos enfrentamos a la violencia simbólica, a una ‘presión atmosférica’. No es casual que las personas del colectivo LGTBIQ tengamos vivencias similares.
Según Valentín “el golpe que no llega está siempre llegando”: si estás convencido de que lo eres da permiso a los demás para descargar violencia contra ti, vives hipervigilante. Hay otro componente terrible: aprender que, si disimulas bien, quizá te libres. Muchos atravesamos nuestra adolescencia en absoluta tensión… Nos planteamos continuamente qué gestos hacer, cómo expresarnos, cómo andar... Nadie sale indemne de hacerse adulto así y sin poder compartir lo que te pasa. Incluso existe una capa más de perversión: si en tu instituto había otro maricón, decías ‘menos mal, si es más maricón que yo, si disimulo mejor, le pegarán a él y no a mí’. Es una tortura. Ese miedo y esa ansiedad se te meten dentro. Ojalá en treinta años lean La mancha como algo obsoleto. Pero para ello hay que compartir esos relatos, como tantos otros autores hicieron antes. Me gusta haber contribuido a ese linaje explicando cómo era ser un marica adolescente en los primeros 2000.
-A menudo, cuando se habla de los entornos rurales, existe el peligro de caer en la romantización, la condescendencia o en el desprecio. Pero esta obra muestra un panorama mucho más complejo…
-Para mí era fundamental hacer un retrato de un ámbito rural (no del rural, porque no hay uno solo) donde se mostrara que los pueblos no son un paraíso ni un infierno. Resumiría su especificidad en las distancias cortas, en un sentido tanto literal como metafórico. Si eres señalado en un pueblo, eres señalado a muy corta distancia, no tienes escapatoria. Pero esas distancias cortas son geniales si, por ejemplo, un familiar está enfermo y las vecinas actúan como tejido de apoyo. Cuando hablamos de ‘irnos a un sitio donde nadie nos conozca’, de lo que huimos no es del pueblo, sino de las opresiones sociales que están en todos sitios, pero que allí sientes más intensamente. Huyes de la homofobia, el machismo, el racismo…
-Para Valentín ‘volver’ al pueblo es un fracaso. Lo vive con culpa porque ‘traiciona’ sus expectativas vitales, pero también con cierta vergüenza de clase.
-Valentín está a punto de tomar conciencia de clase, pero su relación con sus orígenes es muy complicada. Él es el resultado de un esfuerzo titánico de sus padres: han sacrificado sus vidas para que su hijo sea la persona más distinta a ellos posible y eso crea una desconexión enorme. Logran que vaya a la Universidad, que la vida que proyecta no tenga nada que ver con la suya. Le llena de culpa darse cuenta de que sus padres lo dieron todo para que tenga un porvenir maravilloso y no ha logrado ni la primera casilla: encontrar trabajo. Aunque se debe a la crisis económica, eso no le sirve. El fracaso del desempleo se suma a la mancha que ya lleva dentro.
-Otro asunto que vehicula la relación del protagonista con su entorno es su cuerpo. En ocasiones habla de él con asco, como cuando recuerda su gordura adolescente o lo compara con quienes le rodean.
-Valentín es hiperconsciente de su cuerpo porque ha aprendido que su cuerpo está mal. Y ha intentado vengarse de eso esforzándose para que su cuerpo guste y sea el dispositivo que lo lleve primero a la aceptación y luego a la discriminación, a ser él quien pueda discriminar. No hay nada más poderoso para no sentirte rechazado que rechazar tú. Aún no se ha dado cuenta de que esa perspectiva es tóxica y destructiva. Cuando conoce a Julio, que es mayor que él, piensa que solo por tener un cuerpo joven ya le ‘gana’, porque con eso no puede competir. Sigue recordando su cuerpo adolescente y pensando que ‘estaba mal hecho’, que su físico era otro lastre más. Se compara con su prima, que era mucho más atractiva. Incluso siente que su cuerpo no encaja en el paisaje del municipio, con su casa o sus padres.
-El periodista y escritor Bob Pop destaca que en este texto has trazado unas “genealogías de los márgenes”. ¿Por qué era importante para ti abordar esas historias cotidianas de resistencia?
-Ahí reside la clave de la novela: Valentín empieza a levantar las narices de su herida. Está tan centrado en sí mismo que no registra el sufrimiento de los demás. Al tomar perspectiva, descubre que su dolor no lo ocupa todo y que a su alrededor otras personas también sufren. Y aunque sus historias no sean exactamente como la suya, puede aprender de ellas.
Dentro de esas genealogías, consideraba esencial hablar de la resistencia femenina. Por eso se intercala la voz de Ramona. El espacio doméstico manchego es muy femenino y está lleno de resistencias cotidianas. Es cierto que alberga un silencio persistente, pero si uno pregunta, le responden. Valentín comienza a fijarse y tener curiosidad, encontrando ejemplos de lucha en su entorno. Abrir el plano le permite aprender a hacer frente a los escollos, resistir y celebrar. La resistencia no es solo épica y bélica, sino también saber estar tranquilo.
-También recorres la memoria de hombres gays que salieron al mundo en circunstancias, aparentemente, muy distintas de las actuales y de los códigos de socialización que desplegaron. ¿Cómo crees que es actualmente la relación dentro del colectivo LGTBI entre integrantes de distintas generaciones?
-La historia del colectivo está supeditada al peligro, la vigilancia y la violencia. Los espacios de encuentro eran lugares de resistencia y clandestinidad. Además, había muy pocos por lo que coincidían gente de diferentes edades, clases u orígenes. Los espacios a los que yo llegué eran más diversos. Si hablamos de hombres gays, se juntaban quienes aprendieron socializar desde esa clandestinidad (y con una hipersexualización enorme) y generaciones como la mía, que ya habían accedido a chats de Internet y esperaban cosas distintas. Si llegabas al ambiente con 18 años, había personas que te podían enseñar mucho, no solo de sobrevivir siendo marica, sino de la cultura que hemos conformado. Pero he visto mucha desprecio de maricones jóvenes hacia otros más mayores. Es absurdo pues, por esa inercia, cuando ellos envejezcan, también serán considerados ridículos por los recién llegados..
El colectivo tiene una relación compleja con el intercambio generacional. Tampoco tenemos a tanta gente que nos sirva de correa de transmisión: la crisis del VIH arrasó con varias generaciones que nos podrían contar muchas cosas, si encima les humillamos…
-El personaje de Ramona demuestra que, pese al cliché, una ‘mujer de pueblo’ no tiene por qué ser simple o no tener anhelos y aspiraciones que excedan los horizontes del hogar y la familia.
-Las mujeres rurales del pasado no solo encarnan el espíritu que proyectamos de esa época, sino que parecen siempre las encargadas de protegerlo, las guardianas de las normas sociales. Es una visión presentista y considero paleto pensar que nuestros ancestros no tuvieron inquietudes, aunque fueran producto de su contexto. Esas mujeres ejercen de cordón umbilical que nos ha enseñado cuestiones vitales, como no conformarse y no aceptar las cosas sin más. ¿Por qué una chica pobre, en ese pueblecito, no iba a fantasear y a desarrollar una visión crítica sobre su entorno? De hecho, en cuestiones de clase, era mucho más avanzada que Valentín.
Para documentarme hablé con África Sánchez, una señora de 95 años de Alpera, que es un archivo viviente. Vivió su juventud en la posguerra y era consciente de las cosas que no podía hacer y sus hermanos sí. El franquismo impuso una tabula rasa donde solo entraba un modelo de feminidad. Y las mujeres de esa época sabían leer la situación, aunque no fuera con las palabras de Judith Butler o Simone de Beauvoir. Ramona narra lo vivido en sus propios términos. Es una ficción, pero si creemos que en los pueblos no hubo gente de todo tipo, somos paletos. Que no nos haya llegado su testimonio no significa que no existieran.
-Más allá de su ubicación geográfica, a Ramona y Valentín les une su relación con la cultura, entendida de una forma transversal y diversa. Para ambos constituye un espacio de identidad y emancipación.
-Ramona es consciente de sus limitaciones, pero está decidida a hacer algo con ellas. Y hablamos de una cultura que abarca libros o películas, pero también asuntos cotidianos: narraciones, chistes, refranes… Ella deja constancia de ese conocimiento popular, su herencia es ese saber tradicional, a menudo despreciado, pero tan valioso como el institucional.
Por otra parte, mi madre, como la de Valentín, realiza ganchillo, una actividad artística que ha sido vista con condescendencia, como algo anacrónico. Esa vertiente artística no ha recibido atención y nuestras parientes la ejercían sin grandes ínfulas. Si a mi madre una pieza no le queda bien, la deshace y empieza otra vez, sin apego. Haciendo ganchillo me ha enseñado a escribir, igual que mi padre cuidando las viñas. Lo hago de otra manera, pero con su mismo cuidado y paciencia.
-Otra cuestión que atraviesa el libro es el espacio público: a quién le pertenece, cómo lo habitamos y si es posible reapropiarse de él. ¿Cómo nos moldea nuestra forma de transitar esos ámbitos compartidos?
-En el espacio público se materializan muchas leyes sociales no escritas. Hay quienes lo habitan expansivamente y otros intentamos pasar inadvertidos y nos hacemos pequeños. Si crees que te puede caer una paliza fuera del ámbito doméstico, saldrás lo mínimo. El problema es que Valentín ya no distingue el peligro real del imaginario. Para él la calle constituye un campo de minas. La mancha habla mucho de las miradas, de sentirse vigilado en cada esquina. Valentín lleva ese temor tan interiorizado, que cuando finalmente se expone y no ocurre nada, se queda sorprendido. Se ha pasado 15 años en su madriguera, pero su entorno ha evolucionado.
A raíz del libro me ha escrito gente de 50 años que sigue yéndose al pueblo de al lado para hacer la compra porque tiene todavía abierta esa herida. Pero la vida te obliga a reelaborar esa relación con tus orígenes, si no es la crisis económica, como le pasa Valentín, será otra circunstancia. La mancha aborda ese reencuentro y cómo dejar de perpetuar en tu interior unas leyes que no son ni tan totales ni tan potentes.
-La mayoría de mujeres que surcan este libro ejercen de un modo u otro de cuidadoras. ¿Hasta qué punto La mancha es, también, un libro sobre cuidar y ser cuidado?
-Esas mujeres no tuvieron alternativa, se daba tan por hecho que ni se lo planteaban. Intentan ejercer su papel como buenamente pueden, pero Ramona tiene muchos conflictos y se pregunta, por qué motivo, si ella cumple con sus obligaciones, no le dejan estar a su aire cuando las finaliza. También hay un conflicto soterrado sobre quién carga con los cuidados. Si Valentín acepta ser cuidado y no cuidar, tiene una vida más cómoda, pero eso le provoca culpa. Aunque las víctimas principales del heteropatriarcado son las personas oprimidas, sus consecuencias también afectan a las opresoras: su vida está moldeada por esas leyes. La manera de habitar la norma es férrea, única, con pocas opciones. Valentín empieza a destapar el circuito de los cuidados y se da cuenta de que si se preocupa por los demás y les acompaña, se siente mejor y genera conexiones inesperadas.
-Frente a los discursos actuales que demonizan Internet, en La mancha se habla de él como una ventana al universo. ¿Lo fue también para ti?
-A Valentín le ponen Internet y su habitación pasa de ser un sitio aislado a estar conectado con todo el mundo. El Internet de esos años no se parecía demasiado al actual, no estaba colonizado por las redes sociales, que pertenecen a empresas con intereses claros y vampirizan nuestro tiempo. Era un campo mucho más abierto y libre. Para él, fue una tabla de salvación a la que se entregó sin dudar. Eso tiene sus consecuencias, pero hay que celebrar que Internet llegara a nuestra adolescencia porque permitió que fuera menos solitaria. Bendito el señor de Telefónica que me instaló el router con 15 años. Se hizo de día.
Quería que en este libro hubiera cierto archivo de la transición al mundo 2.0 y también de las torpezas que cometíamos. Internet nos sostuvo durante años; sin él, todo hubiera sido más penoso y hay gente que se habría quedado por el camino. Gracias a los vínculos online, tuvimos un balón de oxígeno para soportar la vida.
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