FASE 1 EN REQUENA

«Esto no es hostelería»

Si estás de bajona no leas este artículo, porque aunque Requena ha pasado de fase no llueven longanizas, ni alegría, ni billetes. Pero el embutido está tan sabroso como siempre

15/05/2020 - 

“COMUNIDAD VALENCIANA FASE 0”, “CORONAVIRUS EVITE VIAJES”, “PROHIBIDO DESPLAZAMIENTOS INNECESARIOS”. Un bar de carretera sin camiones, un restaurante de carnes a la brasa cerrado a cal y canto, bodegas que nadie visita, la Valencia Castellana en fase 1. ¿Y qué? Me esperaba que iba a ser llegar a Requena y adentrarme en el final feliz de una película de Capra, con sus habitantes unidos por el bien común, ángeles que consiguen las alas y una atmósfera navideña en mayo –para la temperatura que han tenido esta semana bien podríamos haber estado en un glacial día de Navidad–. En lugar de eso, la visita al municipio parecía un largometraje de Haneke, con sus planos vacíos y escenas de inacción. Decepción total, esperaba que desde los balcones lanzasen longanizas y morcillas. En cada esquina, una simpática muchacha tendiéndome una bota de vino. En las avenidas, un chico patinando y ofreciendo tapas de morteruelo.

Oswaldo y Juan

Oswaldo Guaman Matute y Juan Luis Ortiz García son pareja. Es lo primero que me han dicho cuando se han presentado. Oswaldo lleva la mitad de su vida en España –«hace 21 años que viene acá desde Cuenca, en Ecuador»–. Juan regenta La Miguelita desde el 2001 y trabaja en hostelería desde hace aún más tiempo. Sonríen con familiaridad cuando atienden a la escasa clientela. O eso parece, con la mascarilla no se distingue una sonrisa sardónica y de una cálida. «El lunes fue un poco de locura, la gente salió enloquecida, tenías que estar muy pendiente de que se cumplieran todas las medidas. Se puso a llover por la tarde y la gente aguantó», cuenta Juan rememorando el pico de trabajo. La Miguelita es un bar con todas las cosas que hacen a los bares bar. Hay una barra, en la que ahora nadie puede apoyarse, dos grifos de cerveza, una cafetera azul pálido y estantes con botellas de Terry y Soberano. En la entrada hay un dispensador de hidroalcohol y varios sprays desinfectantes. «Mi negocio está en el almuerzo y en el menú, el menú lo hemos dejado de dar porque no compensa guisar si no hay gente. Por la noche nos estamos reinventando con el tema de comida a domicilio».

En el exterior hay una terraza con mesas puestas en fila. Dentro las mesas están bastante separadas unas de las otras, con un mantel de papel puesto a espera de que se abra la veda. «Los fines de semana reventábamos con el tapeo. Pero ahora la gente lo que quiere es no salir, tiene miedo».



Los números hablan: el miércoles 13 de mayo a las 12:00 solo habían gastado tres kilos de longaniza, cuando lo normal son ocho o nueve. «Menús dábamos al día 25 o 30 y ahora, cero». Juan está preocupado, Oswaldo es menos pesimista: «Si no va bien, pues se cierra. Buscaremos otro trabajo o al campo. Nos iremos a Ecuador o a Nueva York, donde tengo familia. Pero antes lo vamos a intentar». Yo no quiero que se vayan, a quien te da tu primer almuerzo en dos meses de confinamiento se le coge cariño. Un bocata de lomo-queso, doble de cerveza y aceitunas en recipientes individuales –olvidad lo de compartir los encurtidos o los cacaus– que me supo a abrazo.

«Estoy súper pesimista. Éramos cuatro trabajadores y reforzábamos con dos más los fines de semana. Ahora nos hemos quedado tres y nos vamos a matar a trabajar para ganar la mitad. Llevo muchos años en la hostelería y para mí esto no es hostelería. La hostelería es contacto, salir, hablar, relacionarme con mis clientes. Mi negocio es de pueblo, mis clientes son muy amigos». Juan decía esto vestido con un guardapolvo añil, como de artesano de alguna industria manual en peligro de extinción. «Nunca he lavado tanto en mi vida. Me he comprado varias batas para ir limpiándolas rápido y con frecuencia. Lejía en todo. Le he dicho a la chica que está con nosotros que la voy a ascender, que va a ser bioquímica, pinche de cocina, limpiadora y bióloga. Hay que hacer de todo, y luego además cocinar». Yo quería escribir un artículo costumbrista inspirado en el realismo sucio norteamericano y me ha quedado un reportaje inocuo, muy norma ISO 22000.

Antonio y Carlos

Antonio sale de detrás de la barra del bar del Hotel Doña Anita para atenderme, acaba de servir una cerveza al único parroquiano que se ha pasado en toda la mañana, un señor con sombrero y gama cromática de señor de comarca de interior. Beiges, marrones, ocres, grises y el bigote manchado de espuma. Se ha tomado la caña en la terraza y no ha hecho más gasto.

«La cosa está  muy parada, porque claro… se junta el miedo y la gente de València que no puede venir. Porque la gente del pueblo sale, pero no tanto. Se han juntado tres factores: el miedo, el mal tiempo que nos ha hecho y que la gente de València está encerrada en casa. Pero bueno, si estás en casa no ganas nada. Al menos abres la puerta y echas el día aquí, es lo que toca».



En la misma plaza está el Hotel La Villa. Carlos se pasea por la puerta algo nervioso, hablando con el móvil –«macho, tío, es que menuda putada»–. Le pregunto que cómo ve el asunto: «Pues lo veo turbio. Ten en cuenta que mi negocio es alojamiento y servicio al que se aloja, si la gente no puede moverse ni viajar… Pero estás en casa y no haces nada o te vas al negocio y haces 10 euros. Pues voy al negocio y hago 10 euros y que pase el tiempo. ¿Que si saldremos? Pues saldremos a base de pan y agua y ya comeremos carne.

¿Que si hay reservas aquí? Aquí no. Esto no es Benidorm, ni Cullera, ni Gandía. Vamos a ver, esto es Requena».