VALÈNCIA. Un joven indio, una lesbiana negra, un musulmán, varios afroamericanos más, y mujeres, muchas mujeres, son algunas de las personas que hemos visto desfilar con un Emmy en la mano, en la última entrega de estos premios de televisión que tuvo lugar el domingo pasado. No está mal. Sobre todo porque los galardones no han obedecido a la necesidad de cuotas, sino al hecho incontestable de que las series en las que han trabajado y puesto su talento (como intérpretes, creadores, guionistas o productoras) son excelentes.
Efectivamente, vamos a hablar de los premios Emmy. Es inevitable. Ya sé que hemos dicho mil veces con gran convicción, como creyéndonoslo, que no nos importan, que es una operación de marketing de la industria y puro cancaneo. Ya. Pero me juego mi colección completa de Perdidos a que han echado no un vistazo, sino varios, a los discursitos, a los chistes del presentador y, por supuesto, han cotilleado lo de la alfombra roja "¿pero has visto a Jane Fonda? ¿en serio va a cumplir 80? ¿Y qué me dices de Nicole Kidman? Maravillosa ¿no? Qué monos los niños de Stranger Things. Y blablabla".
Pero una vez reconocida y satisfecha nuestra frivolidad, nos quedan las series. Aviso previo: no creo en esa categoría de “lo mejor”, ni en los Emmy ni en casi nada. ¿Cómo se decide eso? Es un concepto que forma parte de ese nocivo modo de entender el mundo como una competición, ese pensamiento binario que dice que señalar el valor de algo o de alguien es rechazar al resto. Me hace muchísima gracia cuando al reconocer un trabajo con una estatuilla hortera, de pronto el mundo se divide en ganadores y perdedores y se elaboran complejas teorías sobre el porqué no ha ganado tal o cual. ¿Perdedora Evan Rachel Wood y su delicadísimo trabajo en Westworld? ¿Matthew Rhys y su torturado Phillip Jennings de The americans? ¿Jeffrey Tambor (Transparent) con uno de los mejores personajes de los últimos años?
En lo que sí creo es en su condición de espectáculo, de escaparate y de signo, por lo tanto, de material para el análisis. Así que vamos a ello. Que hayan sido nominadas todas esas personas e historias tan diversas y habitualmente poco visibilizadas no obedece a ningún tipo de discriminación positiva, sino al grato hecho de que sus series simplemente existen. No, no es una boutade ni una perogrullada. Es que hace unos años hubiera sido impensable que existieran. No hubiera sido posible que un guionista y actor indio tuviera su propia serie, como sucede con Aziz Ansari y su estupenda Master of None, o que las ficciones favoritas de las cadenas estuvieran protagonizadas por mujeres, como Big Little Lies, El cuento de la criada o Feud, siendo además la mayoría mujeres que ya no cumplen los 40 y en algunos casos ni los 60, como sucede en esta última.
Hubo un tiempo en que las series que contaban de verdad trataban, en lo básico, sobre lo mismo: la historia de un hombre maduro blanco y heterosexual más o menos en crisis. Cierto que se trataba de Breaking Bad, Los Soprano o Mad Men, obras esplendorosas e imprescindibles, pero cierto también que dejaban poco espacio para ficciones con otros y sobre todo otras protagonistas.
En sus años de reinado también estaban triunfando House, True Detective, Boardwalk Empire, Dexter, 24 o Deadwood. Los hombres que las protagonizan son, sin duda, personajes complejos y fascinantes (menos Jack Bauer, las cosas como son), construidos con detalle y mimo, de forma que nuestra empatía está con ellos sin ningún problema, aunque sean serial killers, sociópatas, mafiosos, asesinos o simplemente despreciables. No solo eso, sino que, en ocasiones, colocan a los personajes femeninos, en general peor construidos o simplemente subsidiarios de estos señores, en lugares muy incómodos. El caso paradigmático es el de Skyler White, la sufrida esposa del protagonista de Breaking Bad, objeto de desprecio y odio furibundo por parte de los fans de la serie, encantados con que un humilde profesor de instituto abrazara el mal y se convirtiera en un monstruo, narcotraficante y asesino, pero no con la evolución de una mujer que ve estupefacta cómo su marido se transforma en otro hombre y decide no recorrer ese camino, enfrentándose a él para salvar a su familia. La propia actriz, Ann Gunn, denunció la situación en un famoso artículo en el New York Times, que abrió un muy necesario debate en torno a la representación de las mujeres en las series y los límites y tópicos que constriñen a sus personajes.
Creo que estaremos de acuerdo en que la categoría reina de los Emmy es la de mejor serie dramática. La que gana ahí es LA SERIE. Es así porque, sorprendentemente, el drama está mucho mejor considerado que la comedia, que se percibe como un género menor y menos “real”. Tendemos a creer que la vida de verdad está en los dramas y no en las comedias, porque el sufrimiento y la ruindad nos parecen mucho más realistas que la risa y la alegría, por más que todas esas cosas existan, ¡afortunadamente!, en la realidad, o que la comedia pueda ser amarga, o que sin sentido del humor no merezca la pena vivir. Dicho esto, la historia reciente de los Emmy, desde el 2000 hasta hoy, muestra como las series dramáticas premiadas se centran principalmente en personajes masculinos mientras que la comedia aparece como un mundo más compartido con protagonistas masculinos y femeninas al mismo nivel (Friends, Modern Family), con mayor presencia de mujeres, tanto en calidad de protagonistas (Veep) como de creadoras (30 Rock), y también de personajes LGTBI (Will and Grace, Modern Family). ¿Tal vez precisamente porque se considera un territorio “menor”? Dejamos este debate para otro día.
El emocionante discurso de Lena Waithe al recoger el Emmy al mejor guion por un hermoso capítulo de Master of None, y su ‘aquí estamos un chico indio y una lesbiana negra’.
La presencia de dos actrices de Hollywood como Nicole Kidman y Reese Whiterspoon recogiendo premios en calidad de productoras por una serie, Big Little Lies, protagonizada por mujeres diversas y complejas. Los reconocimientos a la extraordinaria El cuento de la criada, con su plasmación de un futuro distópico en el que las mujeres han perdido los derechos, o del inolvidable capítulo San Junípero de esa serie imprescindible que es Black Mirror. La presencia en las nominaciones, que no perdedoras, de obras y artistas como Transparent, Atlanta o Feud, con sus protagonistas sexagenarias. Todo ello informa de la variedad y el grado de madurez que han alcanzado las ficciones televisivas, y permite constatar que no hace falta un hombre blanco heterosexual al frente para construir una obra de interés para la cadena y también para la audiencia. Pero lo que me parece más importante es recalcar que estas obras y artistas han ganado por su excelencia, no por su condición de estandarte de alguna minoría o causa social. Porque las historias protagonizadas por mujeres maduras, personas LGTBI, indios, negras o gentes de cualquier color, son también nuestras historias.
Ahora solo hace falta que esto continúe y no sea un espejismo. Por eso, para acabar y por si acaso, pongamos un poco de escepticismo, siguiendo a la gran Shonda Rimes que, tras los Emmy, ha comentado en una jugosa entrevista en Vanity Fair: “Odio la palabra 'diversidad'. Sugiere otra cosa. Como si hubiera algo inusual en contar historias que involucran a mujeres y personas de color y personajes LGBTQ en televisión. (…) Para mí es una vergüenza que estemos todavía en una situación en la que seguimos teniendo que resaltar estos momentos... Espero que no sea una moda. Espero que la gente no se dé por satisfecha porque han visto a mucha gente ganar, y que entonces piensen que ya hemos cumplido.” Pues eso, que no decaiga.