A principios del siglo XX, este hijo de molineros nacido en la localidad valenciana de Anna logró fama mundial y amasó una gran fortuna gracias a sus “mecanismos asombrosos”
VALÈNCIA. La vida de Francisco Sanz (1871 – 1939) está poblada de curiosidades y aventuras, en las que le imaginamos sorteando guerras y revoluciones en el curso de sus constantes giras a ambos lados del Atlántico. A Sanz se le encumbró en vida como “el mejor ventrílocuo del mundo”, pero fue muchas otras cosas: un empresario muy innovador, un excelente cantante lírico y uno de los discípulos más aventajados del guitarrista clásico Francisco Tárrega. Nos cuentan en el Museo de Titelles de Albaida (MITA), donde se custodian cuatro de sus famosos autómatas, que los movimientos de sus personajes alcanzaban tal realismo que a veces el público salía despavorido del teatro; aterrorizado al pensar que aquellos muñecos habían cobrado vida propia. La anécdota nos recuerda aquel primer susto de la historia del cine, cuando los hermanos Lumiere proyectaron una película en la que una locomotora se acercaba a la cámara, creando la ilusión de que arrollaría el patio de butacas.
Sanz nació en Anna, localidad valenciana en la que sus padres, de origen humilde, trabajaban como molineros. Sus inquietudes artísticas se manifestaron desde muy joven, aunque fueron la guitarra y el canto lírico, y no el arte de los títeres, sus primeras fuentes de interés. En 1885 se traslada a València, donde entra en contacto con el mundo de la escena. Con solo veintitrés años ya es un concertista de guitarra reconocido y empieza a participar como cantante en distintas zarzuelas. Más tarde se acerca al género de la comedia a través del monólogo y de la Oratoria fin de siglo, donde ya despunta por su talento innato para imitar voces y desubicar el sonido de su voz para crear tensión escénica.
Después de asistir a su primer espectáculo de ventriloquía, el joven Francisco Sanz quedó fascinado. Es cuando empieza a preparar un montaje protagonizado exclusivamente por marionetas con el que inaugura el Salón Arnau de Barcelona en 1903. Era ambicioso y visionario, y en pocos años evolucionó desde planteamientos básicos, con escenografía y muñecos precarios, hacia un tipo de espectáculo inédito en la España de aquel momento. Llegó a formar una próspera compañía con cerca de treinta autómatas que él diseñaba meticulosamente con la ayuda de Francisco Boví y el ingeniero y carpintero Lorenzo Mataix. Sus personajes fueron ganando complejidad técnica y realismo “humano”. En este proceso era esencial el timbre personal y característico que Sanz concebía para cada una de sus creaciones, que ya estaban mucho más cerca de los robots que de los títeres.
“A comienzos del siglo XX se produce una transformación en el mundo de los títeres, que quedan relegados, junto a los guiñoles, al mundo de los feriantes y desplazados. Se percibe como un arte menor dirigido a públicos con escasos recursos -explica José Izquierdo en la biografía de Francisco Sanz publicada en 2014-. Al mismo tiempo, toman auge los "autómatas", que pretenden diferenciarse ofreciendo espectáculos que puedan convivir dentro de las variedades en los teatros circo de la época, complementando el inicio del cinematógrafo”.
La temática de estas representaciones de ventrílocuos gira alrededor de las noticias de actualidad, con especial predilección por los asuntos políticos. Sanz llega a referirse en alguna ocasión a este tema resaltando que adoptaba el rol de los periodistas, comentando de forma "irónica" la realidad social y política del país, “con la salvedad de que a los muñecos se les permitía un grado de carga satírica que difícilmente se les hubiera consentido a los actores”. Una de las claves del éxito arrollador de Sanz a nivel internacional -sobre todo en América Latina- fue la gran complejidad argumental de sus obras, cuyo recorrido narrativo fue adoptando la forma de sainetes.
De este modo, explica Izquierdo, Sanz trasladó la ventriloquía de las tabernas de pueblo, de los tablados de feria y los circos para llevarla a los más importantes teatros de España y América. Se convirtió en un artista de cabecera para la elite social, política e intelectual de la Villa y Corte, con una masa de seguidores encabezada por el propio rey Alfonso XIII. “Eran espectáculos de gran nivel cuyo público era principalmente la burguesía catalana, madrileña y valenciana, y a partir de 1913, también la de América Latina -nos explican fuentes del MITA-. La pena de Sanz es que él sabía que cuando él muriera, sus personajes morirían con él; volverían a sus cajas. Porque entre ellos había una trama de interrelaciones que solo él conocía en profundidad. Fue construyendo una historia compleja a lo largo de los años, y la gente seguía esas historias como si fuesen un culebrón”. Entre esta gran familia había personajes icónicos como Doña Eduvigis, Juanito, los dos Torerillos, Don Melanio y sobre todo Don Liborio, a quien el director José Luis García Berlanga, gran admirador del ventrílocuo valenciano, rindió homenaje en su última película, París-Tombuctú.
Escena de París-Tombuctú, con Liborio
Sanz se mostraba a sí mismo como un personaje más de la farsa, en la que ofrecía todo el caleidoscopio social e ideológico del país, con la astuta idea de alcanzar la sensibilidad de todos los públicos. En las distancias cortas era tímido, y rara vez concedía entrevistas o hablaba de su vida personal, pero su biógrafo apunta que era un liberal en la línea que representaba José Canalejas, dentro del partido fundado por Sagasta. Hablamos de la España del 98, un país en descomposición que trataba de aferrarse a la tradición ante la pulsión revolucionaria de los inicios de siglo XX. Sanz formaba parte de esa intelectualidad que miraba a la cultura francesa y simpatizante republicano pero que acabó, como otros liberales católicos, acercándose en algún momento a la monarquía borbónica. “Vio en el modelo político de la Restauración una solución a la desintegración de España a comienzos de siglo tras la crisis del 98. Finalmente, desencantado por la descomposición del sistema y sobrepasado por el estallido de la Guerra Civil y la escasez de horizontes profesionales, entró en una profunda depresión”. La guerra le obliga a exiliarse en Francia hasta 1939. Ese año regresó a València, donde murió meses después.
El olvido es un destierro del que tampoco se escapan los genios. Sin embargo, de tanto en tanto algún acontecimiento cultural pone a Francisco Sanz en su lugar, para que sus hazañas lleguen a oídos de las nuevas generaciones. En el año 2009, el MuVIM le dedicó una exposición, coincidiendo con la restauración de algunos de sus autómatas más célebres. Ese mismo año, Pau Martínez y Gabriel Ochoa realizaron un documental en colaboración con el IVAC repasando su trayectoria artística. Este documental tomaba como base narrativa el metraje de una de las mayores joyas del patrimonio fílmico valenciano, el docudrama antes citado Sanz y el secreto de su arte (1918), dirigido por Maximiliano Thous y restaurado en 1997 por la Filmoteca Valenciana. Se trata de una película asombrosa en la que el propio artista, en un gesto completamente insólito en un ilusionista, enseña las entrañas de su trabajo, desmontando sus autómatas para mostrar el sofisticadísimo mecanismo de muelles, cuerdas y botones que permitían a sus personajes fumar, quitarse sombrero, o beber un vaso de agua.
“A mí, como profesional del títere, las aportaciones de Francisco Sanz me siguen pareciendo increíbles. Y -nos explica Miguel Ángel Fernández, director de la compañía teatral aragonesa El Antídoto-. Además, destacaría que era un cantante lírico excelente”. El pasado mes de junio, Fernández estrenó El mejor ventrílocuo del mundo, un espectáculo que rescata la figura de Francisco Sanz y la de uno de sus discípulos más aventajados y de fama mundial, el salamantino Sr Wences. Previsiblemente, la obra llegará a la Comunitat Valenciana en 2022.
Versión completa y restaurada de Sanz y el secreto de su arte (1918)