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'HISTORIAS DE CINE'

Gloria y ocaso de Cecil B. DeMille, el hombre que popularizó el exceso

La Filmoteca recupera esta Semana Santa ‘Sansón y Dalila’ y ‘Cleopatra’, dos de las mejores películas de un cineasta desmedido

18/03/2016 - 

VALENCIA. La anécdota la recogía Peter Bogdanovich en su libro sobre John Ford. Ocurrió el 22 de octubre de 1950. Joseph Leo Mankiewicz era presidente de la Liga de Directores (Screen Directors Guild) desde mayo de ese año. Cecil B. DeMille, el director de películas de gran presupuesto, había aprovechado una estancia en Europa de Mankiewicz para poner en marcha una propuesta terrible: Quería que todos los miembros de la asociación firmaran un juramento de lealtad. Eran los años del Consejo de Actividades Antiamericanas, del senador McCarthy, del anticomunismo feroz. Aquello era poco menos que un mandato dictatorial. A su vuelta de Europa, Mankiewicz se encontró con la propuesta de DeMille y la rechazó. Pronto descubrió que aquella propuesta no iba a acabar ahí.

Según relataba el propio Mankiewicz a Bogdanovich, “muy pronto empezaron a salir noticias sobre mí en las columnas de chismorreo. ‘¿No es una pena lo de Joe Makiewicz? No sabíamos que fuera un rojillo’. Empecé a darme cuenta de que me estaba jugando la carrera”. El ventilador le apuntaba a él. Se convocó una reunión de toda la Liga, la del 22 de octubre, y Mankiewicz fue en avión para estar presente. Asistieron todos los miembros. “Fue algo terrible [en ocasiones Mankiewizc se refirió a esta noche como ‘la peor’ de su vida]: el grupo de DeMille pronunció cuatro discursos. La cosa duró cuatro horas”. Mientras estos cineastas hablaban, sentado sin decir nada, junto al pasillo, con su vieja gorra de beisbol y sus zapatillas, se encontraba John Ford. Todos esperaban a saber qué pensaba él. Era el gran Padre Blanco. Era el cineasta más respetado. Pero antes que Ford habló DeMille, el instigador del conflicto, que quería salir de esa reunión habiéndose cobrado la cabeza de Mankiewicz y reforzado sus posiciones ultraderechistas.

“Cuando DeMille dio su gran discurso, hubo un momento de silencio, y Ford levantó la mano.  Se levantó. ‘Me llamo John Ford’, dijo. ‘Hago películas del Oeste’. Hizo un elogio de las películas de DeMille como director. ‘No creo que haya nadie en esta sala’, dijo, ‘que sepa mejor lo que quiere el público estadounidense que Cecil B. DeMille, y desde luego sabe darle lo que quiere’. Luego miró directamente a DeMille, que estaba sentado frente a él. ‘Pero no me gustas C. B.’, le dijo, ‘y no me gusta lo que has estado diciendo aquí hoy. Propongo que demos a Joe [Mankiewicz] un voto de confianza y luego nos vayamos a casa a domir un poco’. Y eso fue lo que hicieron”. Aquella noche, Mankiewicz salvó su carrera gracias a Ford. Aquella noche, también, se cavó la tumba del prestigio de DeMille. Ford le había sentenciado. A él, al cineasta que siempre triunfaba, al rey de la taquilla, al primer director que podía competir con las estrellas en salario… Había protagonizado el momento de su vida que le definiría para siempre: Ford sería Mozart; él, Salieri. Tratado hasta entonces como el gran monarca de la Paramount, el intocable se convirtió en un apestado entre los profesionales. 

 John Ford, el Mozart del cine clásico.

Acción-reacción, al tiempo que se incrementaban las voces que lo despreciaban, un sector de la industria, el más servil, se movilizó en su defensa. La cuestionada Asociación de la Prensa Extranjera creó un premio con su nombre que aún sigue vigente, e incluso ganaría su primer Óscar con El mayor espectáculo del mundo dos años después del incidente con Mankiewciz. Pero eran espejismos. Aún rodaría en 1956 su nueva versión de Los diez mandamientos con Charlton Heston, quizá su película más recordada hoy día aunque ha envejecido mal, como casi todo su cine. Su larga y próspera carrera, en declive por su avanzada edad, estaba condenada al ostracismo. Y así fue. En cuanto murió fue soslayado. A partir de entonces, nadie le reivindicó, aunque fuese el padre de los blockbusters, tal y como los entendemos hoy. Como diría John Ford: “C. B., no nos gustas”.

Sólo la insistencia de algunos críticos ha hecho que su legado siga relativamente vigente y que su valoración como cineasta quede por encima de sus comportamientos personales, algunos tan cuestionables como rodar peligrosas secuencias de acción a sabiendas de los riesgos que corrían los extras y sin avisarles porque eso dotaba de más realismo a la película. Descrito por sus publicistas como "el mayor showman en la Tierra”, DeMille fue un tirano según todos sus colaboradores y eso explica porque, aunque puede que sea el cineasta más comercial de todos los tiempos, su biografía ha sido desviada a las páginas pares de la historia del cine, en las que permanece desde que falleció en 1959 a los 77 años de edad. Y gracias. 

Un desprecio motivado en parte por ideología, en parte por su personalidad, y en gran parte por lo burdo de sus planteamientos cinematográficos, más obsesionados por el espectáculo en sentido estricto que por la comprensión íntima de los personajes. Ya en 1958, con motivo del estreno en Uruguay de su última película Los diez mandamientos, el celebrado crítico Homero Alsina Thevenet enumeraba algunas razones por las que DeMille jamás podría ser considerado un grande. Entre otras recordaba que se limitó a seguir las sendas abiertas por otros. Así, fue a rebufo de las revoluciones formales de David Wark Griffith, fue incapaz de alcanzar la profundidad psicológica de Eric von Stroheim, no llegó a tener la malicia de Ernst Lubitsch y no logró ni de lejos la capacidad de matices de Charles Chaplin.

Los diez mandamientos


Sí que se le reconoce su habilidad para los rodajes en sentido estricto. De hecho fue uno de los primeros en inaugurar Hollywood al filmar allí su primera película en 1914, El mestizo, un largometraje del que con el tiempo rodaría dos remakes. Siguiendo los pasos de Griffith que ya había rodado allí, DeMille alquiló el granero que se convirtió en el primer estudio de lo que hoy se conoce como Paramount. Pero mientras él comenzaba a descubrir el cine, en Italia se rodaban péplums míticos como Cabiria (1914, Giovanni Pastrone), una espectacularidad que DeMille importaría después del país transalpino. En esto también fue por detrás.

Descrito por Steven Spielberg como “un comandante en un campo de batalla”, sus métodos de rodaje basados en el exceso, su forma de ser y sus planteamientos artísticos han confluido para que sea visto como un cineasta menor, cuyo principal y casi exclusivo talento fue saber emplear y explotar la abundancia de recursos. Su desmesura dio lugar a situaciones tan insólitas como durante el rodaje de su primera versión de Los diez mandamientos (1923). DeMille ordenó construir una ciudad a escala natural en el desierto de California. Tras el rodaje y para que nadie más pudiera usarlos, ordenó enterrar los decorados. La conocida como ciudad perdida de DeMille fue reencontrada sesenta años después por el cineasta Peter Brosnan y se comenzó a desenterrar en 2012.

En cierto modo, DeMille sería poco más que un antecesor de personajes como Michael Bay o Roland Emmerich. Así se podría deducir de textos críticos de su época. “La obvia verdad”, escribía en 1958 Alsina Thevenet, “es que DeMille no tiene interés en hacer obras de arte ni se siente inspirado por exigencias formales, sino que prefiere explotar la credulidad, la simpleza y la más vulgar sensibilidad de un vasto público al que vende grandiosidad como si fuera grandeza”. Porque en eso se puede resumir gran parte del encanto de su cine: las masas. Las masas que protagonizaron el cine que realizó en la etapa más prolífica de su carrera. Extras por todas partes. Mucha gente. And a cast of thousands (y un reparto de miles) decía la publicidad de la época. Fuegos artificiales. Explotan y después el público aplaude a la nada.

‘Cleopatra’ 1934.


Huérfano de padre desde los 12 años, DeMille fue actor de teatro antes que productor, si bien siempre tuvo claro su predilección por la posición tras las cámaras. Con todo, la suya no era una actitud de modestia. Más bien al contrario, DeMille fue quien más hizo por potenciar la figura del director como un personaje casi de chiste, una especie de dictadordicillo de tres al cuarto que vive en grandes mansiones y que incluso protagonizaba los tráiler de sus películas, un cliché sobre el que ironizó con evidente malicia Hitchcock durante toda su carrera, aunque muchos no captaran la broma. 

El concepto de director de DeMille no estaba precisamente en la línea que marcó la nouvelle vague, un creador con inquietudes, sino en la del taumaturgo, el mago. Sus extravagancias como calzar botas durante los rodajes o ir acompañado de todo un séquito en el fondo eran puro ego, soberbia, situarse por encima del bien y del mal, presentarse como una especie de sabio, dentro de un culto a la propia imagen que a fin de cuentas era una mera estrategia publicitaria. “Chaquetero” en la sarcástica descripción que hace de él Kenneth Anger, DeMille cultivó los géneros que pensaba que podían atraer al público; dinero es dinero y a él le gustaba mucho. Así, realizó comedias sexuales o sobre las relaciones de pareja en los locos años veinte hasta la aparición del código Hays. Y cuando tuvo que ser recatado, lo fue como el que más. Jugó con todas las posibilidades.

De sus setenta películas, más de la mitad se concentran en cuatro años, los que van de El mestizo a su primer remake en 1918, e incluyen desde una versión de Carmen (1915) protagonizada por Geraldine Farrar hasta una peculiar versión de la historia de Juana de Arco (1916) adaptada a la I Guerra Mundial. Fue en 1923 cuando decidió ampliar su horizonte como productor y con Adolph Zukor realizó su primera versión de Los diez mandamientos. Después llegarían El Rey de Reyes (1927), Unión Pacífico (1929) que le proporcionó la Palma de Oro en Cannes, o Policía montada del Canadá (1940), por citar una de sus producciones más famosas de entonces, acartonada, carente hoy de la menor gracia, y resumen de todas las virtudes y defectos de su cine. 

Sansón y Dalila


Tras la Segunda Guerra Mundial DeMille se convirtió en un cineasta muy respetado en la España franquista por sus largometrajes inspirados en la Biblia, en los que compensaba la linealidad del argumento con esa acumulación de extras que le definió. Por motivos religiosos, durante la Semana Santa española fue costumbre exhibir algunas de sus películas dentro de la programación habitual de los cines, una tradición que se prolongó con la llegada de la televisión. Con motivo de las fiestas de este año, La Filmoteca de Valencia ha decidido aprovechar la ocasión para realizar un guiño al pasado y exhibir dos de los mejores y más famosos ejemplos del cine kolossal de DeMille: Se trata de Cleopatra (1934) y Sansón y Dalila (1949), que llegan en dos copias de gran calidad, restauradas en 2K, lo que, apuntan desde la Filmoteca, permitirá disfrutar al máximo del uso expresivo del color llevado a cabo por DeMille en el caso de Sansón y Dalila

Estas dos restauraciones forman parte de un proyecto de la Paramount para recuperar la obra de un cineasta a quien desde el IVAC califican como “maestro del cine entendido como entertainment”. Cleopatra, que se proyectará el 24 y el 27 de marzo en la sala Berlanga, fue una de las versiones más logradas de todas las que se habían acercado al personaje hasta entonces y está protagonizada por Claudette Colbert. Curiosamente, sólo sería superada por Mankiewicz treinta años después, con Elizabeth Taylor como protagonista. Posiblemente Mankiewicz, cuando aceptó el encargo de la Fox para rodar Cleopatra, se acordaba de aquella noche de octubre de 1950 en la que DeMille casi hundió su carrera. ¿Qué mejor venganza que hacer una película mejor que la original?

Por su parte Sansón y Dalila se proyectará el 23, 25 y 26 de marzo y tiene como protagonistas al muy limitado Victor Mature (temeroso y cobarde, sacó de quicio a DeMille)y, sobre todo, a Hedy Lamarr, la gran y bella actriz e inventora austriaca, creadora de la tecnología por la que funciona el wifi, y que aporta sensualidad y divertidos matices dentro de los castos parámetros de DeMille. Con su argumento infantil y sus excesos kitsch, Sansón y Dalila se ha convertido en un clásico del cine kolossal como antes lo fue Cleopatra. Así pues son dos oportunidades excelentes para redescubrir la ampulosidad barroca de un cineasta que merece una revisión, una vez el paso de los años ha permitido ver el bosque con nitidez. 

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