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Hasta en el amor y en el desamor los pobres sufren más

Leí a Abdelá Taia con emoción, asistiendo al viaje de vuelta a los demonios familiares de un musulmán afincado en París, que a la muerte de su madre, decide saldar cuentas con su pasado y su familia, con los amantes a los que abandonó y con los hombres a los que quiso

25/03/2019 - 

Fueron veinticinco o treinta minutos los que tardamos en divisar la costa y planear sobre las playas camino de las pistas del aeropuerto. Lo primero que me sorprendió fue descubrir extensiones de verde que discurrían en paralelo al mar, montañas marrones cubiertas de nubes, tierra húmeda. África nada tenía que ver con ese imaginario de desierto, dunas y beduinos.

Orán nos sorprendió como una ciudad decadente, llena de edificios modernistas deslavazados. Una ciudad asomada al mar desde un acantilado en el que las carreteras serpentean y delimitan la fealdad del puerto. Pizzerías y bares abiertos todo el día, terrazas con sombrillas con la propaganda de Cocacola. Todo resultaba cercano, extrañamente cercano, excepto aquella lengua indescifrable, aquellos sonidos guturales acompañados de gestos entusiastas que emitían los hombres que tomaban café sentados en sillas de plástico.

Qué lejos quedaba aquel mundo, Argelia, Marruecos, a tan solo trece kilómetros de Tarifa. Un mundo ignorado, desvinculado sentimentalmente de nuestra civilización, reducido a clichés de zocos, camellos y costo. A la valla de Melilla. A los saltos de subsaharianos. A devoluciones en caliente de la Guardia Civil. A retórica anticoncertina. Un muro cultural insalvable entre África y Europa que consigue que trece kilómetros de distancia se conviertan en un túnel del tiempo que conduce a otra época.

Aquel vuelo de veinticinco, treinta minutos entre Alicante y Orán nos reveló una realidad para la que no estábamos preparados: qué parecido albergaba todo. Qué igual el paisaje, los edificios frente al mar, la industria, el salitre del puerto, el mercadeo en cada esquina. Y qué frontera mental hacia un continente que nos roza con las manos y en cuya brecha mueren al año cientos de personas intentando llegar a Europa. Qué lejos todo, tan cerca. Qué diferente, tan igual.

Abdelá Taia

Dice el antropólogo Marc Augé que el fenómeno global del turismo nos ha conducido a experimentar y consumir imágenes preconcebidas de los lugares que visitamos. Que en lugar de conocer ciudades o pueblos, lo que buscamos es reconocer aquello que traíamos de casa. Ningún descubrimiento puede albergar París, desde esa perspectiva. Ninguna sorpresa causará Nueva York, sino la fotografía obligatoria en la esquina del Flatiron, a los pies de la estatua de la libertad o al otro lado del Hudson observando cómo se pone el sol tras los rascacielos de Manhattan. 

En general, los viajeros domesticados optamos por la colección de postales preconcebidas, en lugar de perder el tiempo vagando y entrando a lugares que no salen en las guías. Precisamente por eso: viajar supone aprovechar el tiempo y el dinero invertido, acumular un bagaje de momentos, escenas y souvenirs para mostrar a nuestro regreso.

 

Aquellas impresiones del primer viaje a África fueron completamente contradictorias. Mis expectativas me obligaban a esperar un mundo exótico, y la realidad fue todavía más sorprendente. Extensiones de tierra verde. Nubes con agua descargando en la costa. Viejos edificios construidos a principios de siglo XX recreando el estilo art nouveau

En ocasiones el viaje más inesperado lo realizamos al interior de nosotros mismos. Encontré el libro de Abdelá Taia en el tercer piso de una librería enorme. El original en francés costaba 6 euros, en español casi 18. Había encontrado su nombre por casualidad en un suplemento cultural, en una mención de twitter o en cualquier artículo leído en diagonal; cada vez me inquieta más dejar que el azar nos revele o nos oculte parte del mundo que, sin duda, amaríamos. Marroquí, francés, musulmán, gay, escritor. En Youtube lo encontré explicando con profundidad y delicadeza alguna de sus novelas, con un auditorio entregado a eso que Francia ha sabido cultivar (o vender) muy bien: la literatura francófona.

Compré el libro y lo guardé para el viaje de vuelta: El que es digno de ser amado. Una novela epistolar de un hombre marroquí, francés, musulmán, gay y ¿escritor? que comienza con una larga carta a su madre, que acaba de fallecer. En esa carta le explica aquello que nunca quiso saber: su homosexualidad, su apocalipsis interior, el goce adolescente que nunca pudo revelar, la huida a Francia, la conmiseración social, el exotismo entre el público blanco de la metrópolis. Y en la sucesión de cartas de las que se compone la novela, en un viaje en el tiempo hacia atrás, hacia el origen de todos los males, van desfilando amigos de la infancia, amantes despechados, familiares perturbadores. 

Con cierta literatura, uno tiene la sensación de estar leyendo la propia historia, aunque no nos hayan sucedido las mismas cosas. Uno tiene la sensación, incluso, de leer siempre lo mismo, aquello que la crítica diría que son clichés. Pero qué contar si nuestra historia se desarrolla todavía entre el mismo recelo, la misma censura, el mismo sentimiento de culpa y de vergüenza al descubrir el sexo con un hombre, la misma infancia peligrosa, la misma huida.

“Los que son como yo hoy, me los cruzo aquí, en París, desde mi llegada. También vienen de Marruecos, o de los países vecinos. Son homosexuales. Tienen ya casi 60 años y dicen que Francia los ha salvado. Me río para mis adentros. […] A los maricas árabes que buscan refugio en Francia se les trata igual que al resto de los inmigrantes. Una casilla preparada para ellos desde hace varias décadas, varios siglos, los espera y los encierra en ella”.

Tuve la misma impresión al leer París-Austerlitz, del magnífico Rafael Chirbes. Una novela póstuma sobre el amor homosexual entre un joven español de buena familia y un obrero francés mayor que él. El amor que se deteriora y se diluye hasta abominar de la persona amada. El desprecio social de clase. “Hasta en el amor y en el desamor los pobres sufren más”, me dijo la única vez que hablamos. Lo contaré siempre, pues lo sentí como un oráculo, como una verdad indeleble. 

En ocasiones el viaje más inesperado lo realizamos al interior de nosotros mismos. Igual que las lecturas que buscamos que nos acaricien el alma, que nos hablen de nuestros propios miedos y nuestras propias esperanzas, aunque se repitan las historias o el relato no nos depare grandes giros en la trama. Leí a Abdelá Taia con emoción, asistiendo al viaje de vuelta a los demonios familiares de un musulmán afincado en París, que a la muerte de su madre, decide saldar cuentas con su pasado y su familia, con los amantes a los que abandonó y con los hombres a los que quiso.

Nada tiene que ver estrictamente con nuestra vida. Y sin embargo, no sé de dónde sale esta sensación de pertenecer orgullosamente a esa misma estirpe de placer y de dolor de Abdelá Taia y de Rafael Chirbes. Qué lejos todo, tan cerca. Qué diferente, tan igual.

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