hedonismos

Heridos de sal

Existe en castellano la palabra letraherido, que parece haber sido introducida en el idioma por Jaime Gil de Biedma y que en la literatura catalana puede rastrearse, como lletraferit, al menos desde el S.XVI. Letraherido, herido por las letras, alguien que siente una pasión desbordada por la literatura. 

29/03/2024 - 

En gallego contamos con el verbo salferir, herir de sal, en una traducción un tanto libre. Su significado actual merece una explicación: salferir significa salpicar, salpimentar, pero para algunos autores su origen está en una técnica tradicional para conservar el pescado cuando no existían congeladores. 

Las sardina, el jurel o la caballa, eviscerado en el barco al ser capturado, se abría en mariposa, se colocaba en cestos, sobre hojas de helecho y con la carne hacia arriba, y se salfería, se rociaba levemente con sal, para que perdiera parte del agua y se conservase más tiempo. Al ser herido por la sal, el pescado mejoraba en textura y en sabor, además de en conservación. La sal, el mar, lo transformaba una última vez convirtiéndolo en algo diferente. 

Me gusta pensar, y esta es una idea que no pretende tener ningún valor filológico, que si el lletraferit es el herido por las letras, el enamorado de la literatura, el salferido es aquel marcado por la sal, el que ve su carácter definido por el mar. Habría, de ese modo, personas salferidas. Como habría también, claro, ciudades salferidas, unidas por la sal a otras como ellas. 

Hablo de  lugares marcados por el ir y venir de personas y mercancías, por el carácter de quien está acostumbrado a acoger, por la certeza, como me explicaron en Cádiz, de que el mar traerá a otra gente, otras culturas, otras lenguas, otras formas de comer, de vivir, de beber que pasarán mientras la ciudad continúa.  

Desde el occidente de Galicia, donde escribo, es fácil identificar estos lugares. Cruces de camino, puntos de encuentro que nunca son iguales a sí mismos, líquidos, en ese sentido, aunque conserven siempre un carácter propio de fondo. Lugares, tal como los resumió sin saberlo mi abuela, nacida a orillas de la Ría de Arousa, que viven hacia fuera. 

Hay también, en este diccionario apócrifo mío, en esta etimología fantástica, gastronomías salferidas, cocinas marcadas por esa manera de ser, por el intercambio, por la costumbre de ver llegar tendencias, productos o técnicas y saber integrarlos convirtiéndolos en algo propio. Lugares de médula hedonista, capaces de aceptar lo nuevo, de disfrutarlo; de entender la existencia como un descubrimiento  y como una conversación, como un placer y una sorpresa. 

Quienes estamos heridos de sal nos reconocemos, identificamos a las personas y a los lugares que, al igual nosotros, llevan en la piel la marca del salitre. Localidades a veces lejanas, pertenecientes a otra cultura o a otro clima; rincones en los que, pese a todo, intuímos una cercanía y reconocemos un lenguaje común. Ciudades que hablan nuestro mismo idioma, quizás solamente con un acento diferente, un deje que las define, pero que no llega nunca a ser una barrera. 

Fui consciente de ello  en Catania y en la Isla de Arran, frente a Escocia; en Chioggia, en El Puerto de Santa María o en Setúbal, lugares distintos, pero heridos, cada uno a su modo, por la sal. Lo noto en las rías de donde es parte de mi familia, en Vigo, donde nací, como lo siento en Valencia

Lo he sentido en muchas mesas, a veces, incluso, lejos de la ribera. Porque los idiomas universales no son obvios, te sorprenden allí donde menos los esperas, y porque el salferido está, en realidad, tocado por una forma de entender el mundo que tiene más que ver con lo emocional que con lo geográfico. Lo sentí en Bagá, en Jaén, donde el mar es solamente una idea lejana, como lo noté en El Campero, en Barbate, o en ese Real Balneario de Salinas que se vuelca al Cantábrico. Lo entendí en Aponiente, en las tabernas de la margen sur del Tajo, frente a Lisboa, ante la barra de El Yerno, en Málaga, frente a los camarones grises de los bistrós de Brujas, la antesala del Mar del Norte, en las sidrerías de Cimavilla o hurgando con un alfiler para extraer la carne de una mincha, así se llaman allí los bígaros, en la taberna O Tarabelo, en A Coruña. 

Es algo que se respira en los mercados, en el Central de Valencia como en los de Sanlúcar de Barrameda, Cambados, Avilés o en el sevillano de la calle Feria, en pueblos y ciudades que entienden el producto, lo respetan y por eso son capaces de crear todo un imaginario a partir de él; culturas que saben leer la materia prima y que asumieron hace tiempo que es tan importante el plato como lo que ocurre alrededor de él. 

La gastronomía es eso. Es la conversación alrededor de una mesa, el silencio que se hace  ante un pescado excepcional, ante un pan de presencia hipnótica, ante una cesta de setas con el  aroma aún vivo del suelo del bosque; está en los rituales, en los recuerdos, en el bocado que sabes que se va a quedar en tu memoria para siempre, en un último trago de vino antes de irse; es todo lo que llega, nuevo, para quedarse, lo que envuelve a un plato, lo explica y le da sentido. Es la sorpresa y la curiosidad y la duda y lo inesperado. Es todo eso que, como el salitre, nos salpica, nos impregna y nos transforma, lo que nos salfire convirtiéndonos en algo nuevo, herido de sal.