El creador del cine gore, responsable de títulos de culto como ‘2000 Maníacos’ o ‘Blood Feast’, falleció el pasado lunes
VALENCIA. Hoy en día es de lo más habitual encontrarse con una película mainstream en la que se han introducido elementos gore. Sucede, por ejemplo, en Los hombres libres de Jones (Free State of Jones, Gary Ross, 2016), que comienza con un cruento enfrentamiento bélico donde no se ahorran al espectador cuerpos desmembrados, litros de sangre e imágenes escabrosas. También en El renacido (The Revenant, Alejandro G. Iñárritu, 2015), por citar otro título reciente que ha tenido un impacto notable entre crítica y público. Pero hace unas décadas, esas imágenes eran tabú en la gran pantalla, o en todo caso se consideraban de mal gusto, propias de melodramas granguiñolescos como ¿Qué fue de Baby Jane? (What Ever Happened to Baby Jane?, Robert Aldrich, 1962). Hasta entonces, la violencia no se mostraba de manera explícita , sino a base de brillantes artimañas de montaje, como la inolvidable escena de la ducha de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), o de imágenes alegóricas, como la decapitación mostrada mediante sombras en Strait-Jacket (William Castle, 1964).
Y no se mostraba porque Hollywood se regía por el infame Código Hays, un férreo sistema de control censor concebido por el republicano William H. Hays, primer presidente de la Asociación de Productores y Distribuidores de Cine de América, que mantendría la vigencia hasta 1968. Aunque algunas películas fueron capaces de sortearlo, temas como el sexo, la violencia o la blasfemia estaban prohibidos en el cine comercial, y podían provocar que una película no llegara a las salas, o que lo hiciera en una versión gravemente mutilada. Pero en el reino del cine de explotación las cosas siempre han sido diferentes. En los sesenta, por ejemplo, ya era bastante habitual poder acceder al visionado de nudies como The Immoral Mr. Teas (Russ Meyer, 1959), películas eróticas de bajo presupuesto previas al boom del porno, que no se produciría hasta el éxito de Garganta profunda (Deep Throat, Gerard Damiano, 1972). Del mismo modo, en 1963 nacería oficialmente el cine gore (o splatter), de la mano de Blood Feast.
Su director era Herschell Gordon Lewis, un auténtico pionero, fallecido el pasado lunes a la edad de 90 años y retirado desde hacía décadas. No tiene una estrella en el Paseo de la Fama, pero sin su aportación, para bien o para mal, sería imposible entender el cine de hoy. Y eso que llegó a la industria de rebote, cuando el productor David F. Friedman le propuso fundar la compañía independiente Mid-Continent Films. Hasta entonces, Lewis se había dedicado a la publicidad y el marketing, rodando algunos spots en Chicago. Su salto al cine se produciría en 1960, con Living Venus, un melodrama sobre el ascenso y caída de una revista de destape donde todavía se evitaban los desnudos frontales, pero tras una película protagonizada por el cómico Billy Falbo y titulada The adventures of Lucky Pierre (1961), que les reportó pingües beneficios, se lanzaron abiertamente a la realización de cine picantón: Daughter of the Sun (1962), Nature’s Playmates (1962) o Boin-n-g (1963), todas firmadas como Lewis H. Gordon, fueron cimentando su carrera como director.
Pero los nudies tenían los días contados, y en cuanto decreció su demanda, Lewis y Friedman buscaron otro gancho explícito para continuar generando ingresos. Y lo encontraron en el gore. Blood Feast (1963) es, oficialmente, la carta de nacimiento del género, aunque Lewis admite que fue “un accidente histórico. No intentamos deliberadamente establecer un nuevo género cinematográfico, sino escapar de uno viejo que se nos había agotado”. La película, acompañada de reclamos publicitarios como el reparto de bolsas para el mareo entre los espectadores por si sentían necesidad de vomitar, fue un rotundo éxito. Para sorpresa hasta de sus propios realizadores, la gente disfrutaba viendo cómo le arrancaban a alguien la lengua con unas tenazas. La cinta no llegaba a los setenta minutos, y su argumento era puro delirio, con un proveedor de comida egipcio que mata a varias mujeres con el fin de usar las partes de sus cuerpos para revivir a una diosa egipcia, pero la cosa funcionó. Y entonces, Lewis se dijo: “Fíjate lo que hemos conseguido con esta podrida película. ¿Qué pasaría si hiciéramos una buena?” Y así nació 2000 Maníacos (Two Thousand Maniacs!, 1964), que era superior técnicamente y terminó por establecer los parámetros del género.
2000 Maníacos contó con un presupuesto de setenta mil dólares y estaba planteada como una revisitación en clave splatter del clásico musical Brigadoon (1954). Como en la película de Vincente Minelli, la acción transcurre en una población sureña estadounidense que resurge de su pasado, aunque en este caso sus habitantes se dedican a hacer víctimas de sus excesos asesinos a cuantos viajeros incautos se acercan por la zona, especialmente si proceden del norte. Para conseguir que lleguen a sus dominios, colocan un desvío en la carretera (al más puro estilo cartoonístico de la Warner), que ya indica los derroteros cómicos de un film donde no faltan canciones country & western y todo tipo de salvajes humillaciones y mutilaciones, que quizá hoy parezcan ingenuas para el ojo del espectador curtido en explícitos horrores digitales, pero que en su momento provocaron no pocas quejas, e incluso una protesta pública en San Diego. “Les pillamos desprevenidos”, diría Lewis. “Podían esperar sexo, pero no sangre”.
Lewis continuaría explotando el gore en títulos como Color Me Blood Red (1965), que supuso su última colaboración con Friedman, A Taste of Blood (1967) o The Gruesome Twosome (1967). Pero no solo se dedicó a llenar las pantallas de hemoglobina y extremidades arrancadas de cuajo. También siguió recurriendo al sexo en Blast-Off Girls (1967) o Suburban Roulette (1967) e incluso explorando otras temáticas de moda en la época, como las biker movies, a las que aportó la delirante e imprescindible She-Devils on Wheels (1968). Sin embargo, su carrera terminaría pronto. The Wizard of Gore (1970) y la sangrienta The Gore Gore Girls (1972) serían sus dos últimos trabajos, de nuevo dentro del género que le había dado fama, antes de retirarse para dedicarse de lleno a la publicidad, terreno en el que fue uno de los especialistas más cotizados de Estados Unidos durante años. En 2002, y producto de su conversión en personaje de culto, se pondría de nuevo tras la cámara para rodar Blood Feast 2: All U Can Eat, a la que seguiría The Uh-Oh Show (2009).
El paso de los años, como señalábamos, convirtió a aquellos desvergonzados explotadores de bajas pasiones audiovisuales en auténticos precursores, titanes de la serie Z y el cine basura hoy reconocidos mundialmente. Sin Herschell Gordon Lewis y David Friedman (y otros, como Al Adamson, Ted V. Michaels, Andy Milligan o Ray Dennis Steckler) nunca hubiéramos tenido las películas de John Waters y Tim Burton, o hubieran sido muy distintas. Ni, desde luego, el cine de la Troma. Ni, obviamente, las interminables y truculentas sagas iniciadas por Destino final (James Wong, 2000) y Saw (James Wan, 2004). En los circuitos especializados lo tienen claro, y por eso la Semana de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián dedicó un ciclo retrospectivo a Friedman y Lewis en el año 2000. Con motivo de su celebración, tuvimos la oportunidad de entrevistarle para el fanzine que financia el festival, una publicación anterior a la popularización de internet y, por lo tanto, inaccesible en la red, motivo por el que, como homenaje al director desaparecido, aprovechamos para recuperar algunas de las declaraciones que recogimos entonces.
Preguntado sobre si se consideraba un autor cinematográfico, Lewis aseguraba: “Nunca. La prueba es la cantidad de películas que hice bajo seudónimo. En mi opinión, los autores solo se guían por su ego, y esa es una actitud tan arrogante como peligrosa”. No obstante, pronto se dio cuenta de que debía ponerse a dirigir. “Después de la cantidad de pasos en falso que se cometieron en The Prime Time (Gordon Weisenborn, 1960), donde ejercí de productor, me di cuenta de que no tenía sentido alguno contar con una persona que dirigiera mis películas. Sabía perfectamente lo que quería y tenía el convencimiento de que podría lograr los resultados deseados invirtiendo menos tiempo y dinero”. Pero, ojo, lo suyo no era underground. “Nunca he contemplado mis películas desde ese punto de vista, que me sugiere rodajes cámara en mano, en 16 mm. o video y ninguna intención por conseguir un espacio en los cines convencionales. Mis películas se rodaron con una cámara Mitchell de 35 mm., en color, y fueron estrenadas en las salas comerciales. Vale, nuestro fuerte eran los autocines y las áreas no urbanas, pero en todos los aspectos, incluyendo las campañas promocionales, siempre apuntamos al mercado mayoritario”.
Lewis era consciente de estar cruzando una frontera con Blood Feast. “Sabía perfectamente que estaba pisando terreno desconocido. De hecho, temía que la radicalidad de su propuesta despertara reservas en los cines para proyectarla. Y muchos las tuvieron… al principio”. Una vez estrenada, los resultados superaron sus expectativas. “Costó menos de treinta mil dólares. Pero no saques conclusiones erróneas. Fue así por tres factores: Todo el equipo de producción era de mi propiedad, yo fui al mismo tiempo director y montador, sin ayudantes, y el reparto y los técnicos no cobraron prácticamente nada, a cambio de aparecer en los créditos”. Además, rodaba en tiempo récord. “Blood Feast se hizo en seis días, más otros dos para los planos de recurso. En 2000 Maníacos fueron doce. Cada minuto de cada día de rodaje estaba cuidadosamente reflejado en el plan. No nos permitíamos ni un momento de inactividad”.
La charla con Lewis fue tan larga como amigable, y sirvió para hacer escala en jugosas anécdotas relacionadas con sus películas, como la presencia de la playmate Connie Mason en sus primeros títulos. “Dave Friedman la encontró en el club Playboy de Miami. Ciertamente, resultaba muy decorativa, pero no tenía ningún talento como actriz. Ni siquiera era capaz de recordar sus diálogos. No la despedí, pero cuando estábamos rodando 2000 Maníacos asigné gran parte de su texto a otros actores”. Su presencia era, en efecto, mayoritariamente testimonial, sobre todo porque Lewis no solía mezclar desnudos y violencia. “Cuando comenzamos a rodar películas gore, muchas comunidades, especialmente en las grandes ciudades, disponían de legislación contras las películas de desnudos. Sin embargo, no había restricciones en el terreno de la sangre y el gore, porque el género era desconocido. Por consiguiente, llegué a la conclusión de que nos interesaba causar un shock en el espectador, no excitar su libido”.
Como muchos otros directores de serie Z, Gordon Lewis perdió los derechos sobre sus películas, que acabaron en manos de Jimmy Maslon, productor que acabó rodando el documental Herschell Gordon Lewis: The Godfather of Gore (codirigido con Frank Henenlotter en 2010). Para entonces, el padrino del cine sangriento llevaba años retirado. “Después de The Gore Gore Girls sentí que las grandes productoras me estaban contrarrestando con efectos que no podía igualar. Creí que había llegado el fin de un ciclo, pero el tiempo ha demostrado que me equivoqué”. Así que regresó a la publicidad con su propia compañía, Communicomp, que fue comprada por una agencia mayor, True North, en 1988. Posteriormente, fundó Lewis Enterprises, y continuó en el negocio del marketing durante años, seguramente sin que muchos de sus clientes supieran que el tipo que les llevaba la campaña publicitaria había inventado el splatter. Descanse en piezas, que diría José Ramón Larraz.